Varios científicos, en su mayoría geógrafos, observaron con curiosidad que las formas de varios continentes, especialmente los ubicados en lados opuestos del Océano Atlántico Sur, parecían encajar casi a la perfección. Uno de ellos fue Alejandro de Humboldt (1769-1859), pero el primero en hacerlo fue, en verdad, el cartógrafo belga Abraham Ortelius (1527-1598), creador del primer atlas moderno, el Theatrum Orbis Terrarium, quien sugeriría que:
América [norte y sur] fue arrancada de Europa y África por terremotos e inundaciones… los vestigios de la ruptura se revelan si alguien saca un mapa del mundo y considera detenidamente las costas de estos continentes.
Basándose en los trabajos del geólogo Inglés Charles Lyell (1797-1875), quien sostenía que los continentes cambiaban de posición en el transcurso del tiempo, Alfred Russel Wallace (1823-1913) afirmaría lo siguiente:
Antiguamente era una creencia muy generalizada, especialmente entre geólogos, que los grandes rasgos de la superficie terrestre, al igual que los más pequeños, están sujetos a continuas mutaciones, y que en el transcurso del tiempo geológico conocido los continentes y los grandes océanos han cambiado una y otra vez de lugar unos con otros.
Pero la teoría sobre la Deriva Continental recién sería presentada en 1912 ante la Sociedad Geológica Alemana por el meteorólogo y geofísico alemán Alfred Wegener (1880-1930), quien en 1915 formalizaría su propuesta con la publicación de su Die Entstehung der Kontinente und Ozean (La formación de los continentes y océanos). La obra tuvo cuatro ediciones que incluían actualizaciones. La última apareció 1929, apenas un año antes de la muerte del científico.
Si aun hoy día esta teoría sigue resultando un tanto increíble, imaginen el impacto que produjo a comienzos del siglo XX. Los científicos tradicionales nos apoyamos en el “Método Científico”, que nos permite plantear y abordar preguntas, resolver problemas y generar conocimiento objetivo. Uno de los pasos claves de dicho método son el diseño y la realización de experimentos, cuyos resultados, una vez analizados, nos permitirán concluir si la hipótesis que nos planteamos originalmente era o no correcta.
Pero, ¿Cómo podrían hacer los geólogos, los paleontólogos y todos aquellos que estudian e investigan hechos sucedidos hace cientos, miles, o incluso millones de años para plantear un experimento comprobatorio? El propio Wegener nos lo explica:
Algunos científicos no parecen comprender suficientemente que todas las ciencias pueden aportar pruebas para desvelar como era nuestro planeta en épocas anteriores, (. . .) sólo analizando la información proporcionada por todas las ciencias podemos esperar determinar como han sucedido todos los hechos conocidos, con el mayor grado de probabilidad. (…) igualmente, debemos estar siempre preparados para la posibilidad de que cada nuevo descubrimiento, independientemente de la ciencia que lo aporte, pueda modificar las conclusiones a las que hemos llegado.
Básicamente, en ciencia hay que examinar todos los datos. La idea de cómo algo funciona surge de esos datos, y no al revés. A medida que se realizan mas investigaciones, y se van recopilando más datos, esa idea puede ir cambiando.
Aquel 6 de enero de hace más de cien años, Wegener le presentaba al mundo científico su teoría, que es la siguiente: en el pasado, los continentes que conocemos hoy en día habían formado parte de una sola masa de tierra, que él llamó Pangea (toda la tierra). Posteriormente, los continentes se separaron y se desplazaron hasta su ubicación actual. Wegener denominó a su hipótesis die Verschiebung der Kontinente (deriva continental).
Después de estudiar al detalle numerosos trabajos científicos de diversa naturaleza y origen, Wegener encontró múltiples evidencias que corroboraban su teoría. Descubrió que a ambos lados del océano Atlántico había rocas idénticas, del mismo tipo y edad, así como cadenas montañosas compuestas por los mismos tipos de rocas, con estructuras y edades similares, como en el caso de las montañas Apalaches del este de Norteamérica, que son similares a las cadenas montañosas de Irlanda, Gran Bretaña y Noruega, ubicadas en las costas del Este del Atlántico Norte.
De igual manera, varios paleontólogos publicaron hallazgos sobre fósiles de plantas y varios animales, presentes en rocas de la misma edad geológica, ubicadas en continentes hoy en día separados. Por ejemplo, fósiles de helechos del género Glossopteris han sido encontrados en rocas de la misma edad en Australia, la Antártida, India, África y América del Sur. Fósiles de reptiles terrestres, tales como el Cynognathus crateronotus (que vivió hace unos 240 a 250 millones de años), el Lystrosaurus (que vivió entre 250 y 255 millones de años atrás), y el Mesosaurus tenuidens (algo más antiguo, vivió entre 270 y 300 millones de años atrás) fueron encontrados en los mismos estratos, en distintos continentes.
Asimismo, la presencia de residuos glaciales y yacimientos de carbón pareciera formar una masa coherente, si unimos los continentes como si fueran piezas de un rompecabezas hasta formar aquella Pangea de Wegener.
A pesar de las convincentes evidencias presentadas, cuando le preguntaron cómo era posible que los continentes pudieran moverse, el científico alemán sugirió que la deriva continental podía deberse al Polflucht, la fuerza centrífuga causada por la rotación de la Tierra, o quizás a la precesión astronómica, la variación principal que experimenta la Tierra en la dirección de su eje de rotación. Gracias a este fenómeno, las coordenadas de las estrellas varían a lo largo del tiempo. Desafortunadamente, varios geofísicos indicaron que tales fuerzas no eran suficientemente fuertes como para producir el movimiento de esas enormes masas de tierra que llamamos continentes. Con la muerte de Wegener, su teoría fue descartada y prácticamente cayó en el olvido.
Curiosamente, también en enero, el día 12 de ese mes del año 1929, el geólogo inglés Arthur Holmes (1890-1965) presentaría ante la Sociedad Geológica de Glasgow su idea de que los continentes se mueven gracias al flujo del manto sobre el que se asientan, y que este manto fluye porque es convectivo. En apoyo a la teoría de Wegener, sugirió una hipótesis diferente para explicar el movimiento de los continentes. Las rocas del interior de la tierra (magma), que son fluidas por estar expuestas a una enorme temperatura (como la lava de volcanes), ascenderían hacia la superficie desde las profundidades de la tierra al ser calentadas por la radiactividad, para luego volver a hundirse una vez que se “enfrían” y se vuelven más densas.
Estas corrientes convectivas se desplazan de la misma manera en que el aire caliente circula en una habitación. El movimiento lateral estaría impulsando secciones de la corteza de la tierra hacia los lados, como si estuvieran en una cinta transportadora. Su hipótesis sería publicada en 1931. Holmes advirtió, sin embargo, que sus ideas eran especulativas, ya que no tenía a mano pruebas concretas. Aunque falló en rescatar a la teoría de Wegener, logró avivar un poco el interés del mundo científico.
Gracias a nuevos avances y tecnologías, a mediados del siglo XX el estudio de rocas de diversas edades evidenció que estas muestran una dirección de campo magnético variable. Algunas de esas investigaciones detectaron que los polos norte y sur magnéticos se invierten de manera cíclica. Se concluyó entonces que la posición relativa del polo norte magnético varía con el tiempo. Originalmente, este fenómeno fue denominado “desplazamiento polar”, porque partía del supuesto que solo la ubicación del Polo Norte cambiaba a medida que pasa el tiempo. Ciertos investigadores formularon una explicación alternativa: eran los continentes los se desplazaban y rotaban en relación con el polo norte.
Durante la Segunda Guerra Mundial se desarrollaron y mejoraron sistemas de ecosondas, que permitían escudriñar el fondo marino y producir mapas del mismo. Esto era relevante, ya que los aliados necesitaban detectar dónde se escondían los submarinos enemigos o dónde podrían estar probando bombas y otros sistemas bélicos. El estadounidense Harry H. Hess (1906-1969), quien comandaba uno de los buques de transporte de ataque y mantenía un sistema batimétrico, estaba intrigado por estos mapas, al igual que por extraños sonidos, similares a pequeños sismos, que se escuchaban siempre en los mismos lugares del fondo del mar. En los mapas se podía ver que el fondo del Océano Atlántico tenía una gran cordillera, además de trincheras profundas alejadas de las crestas de esa cordillera.
Luego de la guerra, Hess regreso a sus labores de docente e investigador universitario, dedicándose, entre otras cosas, al estudio del material batimétrico obtenido durante sus años en la marina. En 1960, en un informe presentado ante la Oficina de Investigación Naval, dio a conocer su teoría de que la corteza terrestre se movía lateralmente, alejándose de las dorsales oceánicas largas y volcánicamente activas. Ese proceso, gracias a los aportes de los geólogos estadounidenses Marie Tharp (1920) y Bruce Hezen (1924-1977), terminaría por conocerse con el nombre de La Expansión del Fondo Marino. Esta idea ayudaría a reestablecer el concepto de la Deriva Continental de Wegener, que pasaba ahora a ser científicamente respetable.
En 1963, los geólogos británicos Frederick Vine (1939-2024) y Drummond H. Matthews (1931-1997) publicaron el trabajo Anomalías magnéticas sobre las dorsales oceánicas. Su investigación comenzó bajo la premisa que, si Hess tenía razón en su idea de que la corteza terrestre se movía lateralmente, alejándose de las dorsales oceánicas, el patrón simétrico de las bandas no era casual. Las bandas indicarían que el campo magnético de la Tierra cambiaba de dirección con el tiempo, desde su dirección actual a la dirección opuesta. Vine y Matthews observaron que había un patrón simétrico de franjas magnéticas a ambos lados de las dorsales oceánicas. Al estimar la edad de los basaltos del fondo marino, descubrieron que tenían la misma edad a distancias similares a ambos lados de la dorsal.
Trabajando de manera independientemente, el geofísico canadiense Lawrence Morley (1920-2013) llegaría a las mismas conclusiones de Vine y Matthews. Este significativo hallazgo sugería que la corteza terrestre se “construía” en las dorsales oceánicas, moviéndose hacia los lados. Al confirmar la hipótesis de Hess, se rescataba también la idea de Holmes. De igual manera, se extendía la teoría de la Deriva continental, convirtiéndose, junto con otros “aderezos”, en la actual Tectónica de Placas. En esencia, la corteza terrestre está dividida en, al menos, una docena de placas rígidas, las cuales, separadas por cadenas montañosas o por fosas, se mueven lentamente, chocando o rozándose unas con otras.
El filósofo y físico argentino Mario Bunge (1919-2020) sostenía que “el conocimiento científico trasciende los hechos: descarta los hechos, produce nuevos hechos, y los explica.” Alfred Wegener ya había planteado en su Magnum Opus que, a medida que se realizaran más investigaciones y se recopilan más datos, la idea sobre cómo funciona algo necesariamente podría cambiar y ser mejorada. Unos 50 años y diversas investigaciones más tarde, la hipótesis que Wegener propuso entre 1912 y 1915 no solo se corroboraría, sino que también se ampliaría, ofreciendo una prueba indiscutible de cómo funciona la ciencia.
Notas
BeharrellArth, W. (2019) 250th Anniversary of the birth of Alexander von Humboldt. The Linnean Society of London.
Holmes, A. (1931) Radioactivity and Earth Movements. Transactions of the Geological Society of Glasgow. 18, 559-606.
Raby, P. (2001) Alfred Russel Wallace, a life. Princeton, New Jersey: Princeton University Press. 340 pp.
Vine, F.J. & Matthews, D.H. (1963) Magnetic anomalies over oceanic ridges. Nature, 199(4897), 947-949.
Wegener, A. (2018) El origen de los continentes y océanos. Barcelona: Editorial Crítica. 620 pp.