Entre bombos y polémicas, siete países suramericanos acaban de lanzar en Santiago de Chile la iniciativa del Foro para el Progreso y el Desarrollo de América Latina (Prosur), motorizada por los mandatarios de Chile y Colombia. Esta casi «obsesión» suramericana para apostar en los lazos de integración en un mundo en plena reconfiguración debe ser resaltada. Corresponde sobre todo interpretar este hecho con una mirada retrospectiva y desde el momento muy particular en el que se encuentra la región.
El lanzamiento de Prosur sucede luego del retiro de seis Estados de la Unasur, Ecuador siendo el último en sumarse a la suerte de fuga «irracional» de la estructura inicialmente creada en 2008, en un periodo en el cual el peso de los gobiernos de centro-izquierda permitía nutrir este horizonte hegemonizador. Con el realineamiento ortodoxo de las principales potencias industriales - salvo México y considerando que su margen de maniobra es escaso - y la enorme tormenta emocional que golpea a Venezuela, tanto el espíritu político como la composición del escenario político han girado drásticamente. Se quebró la ola heterodoxa de los últimos quince años y su anclaje en la institucionalidad regional. Sólo la gravedad de la crisis en Venezuela y Brasil, los dos principales propulsores de los modelos de integración heterodoxa y autónoma, sumada a la enérgica realpolitik de Washington, pueden explicar este giro irracional para salir de la Unasur que encarna, particularmente para los fundadores de Prosur, el fracaso de un esquema de integración sostenido por el voluntarismo ideológico.
La creación de Prosur lleva la marca de esta fractura. Se lanzó con una voz insistente «para buscar una nueva oportunidad capaz de superar muchos niveles de ineficiencia y estancamiento, de casi todos los procesos de integración existentes. Un nuevo impulso no burocrático, liviano, no ideologizado o al servicio de un único ideal político, y por sobre todo, más eficiente y menos costoso» recalca el exembajador chileno Samuel Fernández en El verdadero Prosur y su imagen, La Tercera, 28 de marzo 2019.
En materia de relaciones internacionales, no viene mal evacuar las emociones de la ecuación y tomar distancias con un contenido ideológico que muchas veces tiene a substituir el pragmatismo frio que se requiere el espacio transnacional. No obstante, al adoptar una postura tan reacia respecto a las etapas anteriores y mostrar un divorcio tan contundente con las ideologías, la iniciativa Prosur instala de entrada una relación ambigua con lo ideológico y tiende a olvidar que ninguna iniciativa de integración escapa al pensamiento vigente y a la coyuntura. Los lazos interestatales a nivel regional no son separables de una acumulación de fuerza política capaz de traccionar los intereses de un conjunto de países muy heterogéneos, desde una voluntad política y según una lógica hegemónica.
Desde los tiempos de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), el Pacto Andino, luego la Comunidad Andina de Naciones (CAN), hasta el Mercado Común (Mercosur), siempre fue reflejada una concepción de la integración en relación con una visión estratégica del desarrollo, en estos casos el modelo de substitución de importaciones posterior a la guerra mundial y el desarrollismo pos-Guerra fría. Con sus propios éxitos y dificultades, estos procesos dieron lugar a intentos de revitalización, muchas veces mediante la creación de nuevas instituciones en vez de profundizar las existentes y analizar los obstáculos encontrados. Se multiplicaron proyectos integradores, como por ejemplo el ALCA (deslegitimizado por un amplia alianza social regional), el ALBA (en oposición al último), la Alianza del Pacífico, la Asociación de Estados del Caribe, junto a la Comunidad del Caribe, la CELAC y la UNASUR, las últimas siendo reflejo de un clima cuestionador del orden liberal latinoamericano. La Unasur desempeño acciones significativas (neutralización de conflictos y estabilidad, influencia desde el derecho internacional). Pero es innegable que no tuvo el soplo suficiente para ir más a fondo en una agenda política que incorporaba ambiciosos temas de derechos humanos, defensa y energía, inversión financiera y tecnológica (Banco del Sur), entre otros.
Con el giro mencionado más arriba, no es sorprendente que la Unasur se haya reducido a un proyecto más residual. Pero su supuesta substitución por un nuevo proyecto reinvidicado por gobiernos de centro-derecha, con vocación de “coordinación” flexible de las agendas nacionales, deja varias dudas en cuanto a su horizonte y su potencialidad. La reacción contraideológica de los impulsores del Prosur es nítida y no da una señal positivo a la hora de despejarse de una patología anclada en las élites del continente – tanto ortodoxas como heterodoxas: la de establecer una relación imitativa con el desarrollo y las corrientes de pensamiento del momento, sin poder trascender las experiencias políticas anteriores y reinterpretar el escenario global. La profunda crisis venezolana por ejemplo, que pone a prueba la aptitud del bloque regional para proponer una solución a favor de la estabilidad, parte las aguas y no está tratada en esta primera reunión fundacional. El Grupo de Lima, como vector de presión hacia Venezuela, es otra manifestación de este modo de accionar por conformismo en respuesta a la voluntad de Washington. En el plano de la hegemonía, el rol pivote de Brasil en esta nueva estructura quedará fuertemente delimitado por el mismo peso de la crisis brasileña que continúa bajo el mandato de Jair Bolsonaro.
Más allá de calificar en blanco y negro esta iniciativa según quienes la impulsan, es importante tomar en serio el llamado a buscar un nuevo pragmatismo en materia de integración regional. El mosaico regional se atrasa y pierde en conjunto cuando no logra una estructuración más solida y continúa en el tiempo, más allá de los cambios coyunturales. A la luz de otras experiencias internacionales, el periódico The Economist tiene razón de subrayar que al igual que la Unasur, el proyecto Prosur no está destinado a desaparecer completamente, sino que se sumará probablemente a otras iniciativas «moribundas». Como lo sugiere el columnista Michael Reid (The Economist), para una región que atraviesa una crisis seria, ¿no es demasiado lujo transformar los ensayos de integración en nuevos «mausoleos de modernidades»?