Algunos años atrás, en el informe Crimen y violencia en Centroamérica. Un desafío para el desarrollo, del Banco Mundial, fechado en 2011, ya podía leerse que
«el crimen y la violencia constituyen el problema clave para el desarrollo de los países centroamericanos. En tres países — El Salvador, Guatemala y Honduras — los índices de crimen y violencia se encuentran entre los tres más altos de América Latina. (…) Las tres causas principales de la violencia en la región: el tráfico de drogas, la violencia juvenil y las maras, y la disponibilidad de armas de fuego [y] la debilidad de las instituciones judiciales como un alto factor de riesgo frente a la expansión del crimen y la violencia generalizadas».
Pero, ¿qué hay detrás del crimen y la violencia en Centroamérica?
En sintonía con esto, el jefe del Comando Sur de las fuerzas armadas de Estados Unidos, general Douglas Fraser, declaró luego de una visita a México en el marco de la guerra al narcotráfico que se da en el país azteca: «El Triángulo norteño de Guatemala, El Salvador y Honduras es la zona más letal del mundo fuera de las zonas de guerras activas». Sin dudas el istmo centroamericano no pasa por su mejor momento, y todo indica que su perspectiva de futuro no es muy promisoria: la potencia del Norte ha desplazado su frontera sur desde México hacia Centroamérica.
Toda Centroamérica -una de las regiones más pobres del mundo- está hoy virtualmente en guerra. Firmados los débiles procesos de paz en años pasados (Nicaragua en 1990; El Salvador en 1992; Guatemala en 1996), ningún país conoció ni la paz ni la recuperación económica. Las guerras oficiales terminaron, sin embargo el área siguió militarizada, violentada, con índices altos de criminalidad, plagada de armas. Y con una pobreza crónica y estructural de las más altas del mundo.
La violencia es negocio para muchos; por supuesto que no para las grandes mayorías, que son quienes siguen poniendo los muertos y heridos, estén o no en guerra en términos técnicos. Pero sí para los distintos grupos de poder: élites históricamente dominantes ligadas a la agroexportación, nuevas élites vinculadas a los negocios calientes (crimen organizado, narcotráfico, lavado de dinero) y, como siempre, la omnipresente «Embajada» (ni siquiera hay que aclarar de qué delegación diplomática se trata, pues se sobreentiende que es Estados Unidos el principal tomador de decisiones para la región, el real poder tras las endebles presidencias locales).
Si bien Centroamérica no representa un gran mercado para las multinacionales estadounidenses, la zona tiene importancia vital en la estrategia de dominación continental. La militarización en marcha así lo indica, por ello la presencia militar de Washington en América Central y el Caribe está creciendo a pasos agigantados, amparándose en la siempre justificable «lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico».
La región, en realidad, tiene más que nada una importancia estratégica para la planificación de Washington. No es, precisamente, una proveedora de recursos naturales de importancia toral para las políticas de la Casa Blanca. Si bien tiene elementos apreciados (agua dulce, biodiversidad de las selvas tropicales, algo de petróleo, minerales estratégicos), es su posición geográfica la que interesa. En realidad, para la geoestrategia hemisférica estadounidense, el istmo centroamericano es una gran base militar que le permite operar con facilidad en la cuenca del Caribe.
Centroamérica atraviesa un período de violencia crítica que justifica la necesidad de más mano dura, más armas para combatir a este flagelo del crimen organizado «desatado», más estados de sitio puntuales. Toda esta criminalidad violentísima abona, en definitiva, la idea de «Estados fallidos» y la consecuente «necesidad de Washington» de ir a salvarlos.
¿Será cierto que a alguna administración de Washington, republicana o demócrata, le preocupa el narcotráfico? Si hubiera un interés real por terminar con un problema de salud pública tan amplio como el consumo de drogas ilegales en su país, otras deberían ser las iniciativas. Quemar sembradíos de coca o marihuana en Latinoamérica no baja el consumo de estupefacientes entre los jóvenes de New York o Los Ángeles. Esta supuesta cruzada universal moralizante contra las drogas ilegales esconde otras agendas, mucho más pérfidas que un genuino interés por la salud de su población joven, «víctima» de malvados malhechores latinoamericanos que les envenenan enviando cargamentos «demoníacos». Sirve, en definitiva, para mantener militarizada la región, beneficiándose de ello solamente la política de Estados Unidos (negocios para los fabricantes de armas, posicionamientos estratégicos para sus fuerzas armadas).
La violencia nunca puede combatirse eficazmente con más violencia. Entonces: ¿por qué se sigue militarizando un problema que no es militar? ¿Será que esta guerra a muerte contra el narcotráfico y el crimen organizado tiene otros intereses? Obviamente sí.
Esta lucha permite a la geoestrategia de Estados Unidos estar donde quiere, cuando quiere y haciendo lo que quiere. Si de la salud pública de sus adictos se tratase, no invadiría ni abriría bases militares en el extranjero, y en vez de soldados debería tener médicos y psicólogos en sus territorios.
Sin dudas México y los países centroamericanos constituyen hoy la ruta principal por la que transita la droga latinoamericana (proveniente en buena medida del Altiplano andino) con rumbo a Estados Unidos, con poderosos cárteles que terminan siendo un Estado dentro del Estado, moviendo buena parte de las economías locales (en Guatemala, por ejemplo, se estima que hasta un 10% de su Producto Interno Bruto).
Sin dudas en estos momentos asistimos a una catarata mediática impresionante respecto a estos temas. La sensación que se transmite a diario por los medios de comunicación es que las mafias delincuenciales «tienen de rodillas a la población». Todo ello justifica la implementación de planes salvadores. En ese sentido puede entenderse que la actual explosión de narcoactividad y crimen organizado es totalmente funcional a una estrategia de control regional, donde el mensaje mediático prepara las condiciones para posteriores intervenciones.
Ahora bien: ¿son efectivamente las prioridades de Centroamérica la lucha contra todas estas calamidades? ¿Mejorarán las condiciones de vida de sus poblaciones por medio de esta nueva iniciativa de remilitarización? Seguramente no, pero sí mejorarán los balances de las grandes empresas del Norte. La ola de violencia que no para en la región ¿sólo con más violencia podrá terminarse? ¿Y qué tal si se legaliza la droga, o se crean puestos de trabajo para los jóvenes? Evidentemente no es ese el negocio trazado por los grandes poderes.
A Estados Unidos lo único que le interesa es no perder sus buenos negocios. La actual Alianza para la Prosperidad destinada a los países del llamado Triángulo del Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) en realidad busca generar mínimas condiciones de sobrevivencia algo más dignas que las actuales en esos países, para evitar así las migraciones masivas hacia el sueño americano, migraciones que se tornan de muy difícil manejo en el territorio del norte. Países estos que, además de seguir suministrando mano de obra súper barata para las empresas estadounidenses, pueden ser un dolor de cabeza en el tablero de Washington por su explosividad. Pero, por supuesto, lo que está en juego se trata de control, de dominación hegemónica. De prosperidad: ¡ni hablar!