Durante los años posteriores a la develación del crimen del Holocausto, muchos sobrevivientes e historiadores se cuestionaron si era posible generar una pedagogía del crimen, sin caer en la trivialización de este. Estando clara su dimensión y alcances, la labor de los historiadores fue entonces la de investigar, ordenar procesos y narrar los acontecimientos; en el caso de los sobrevivientes fue, lamentablemente en la mayoría de los casos, la de callar.
Fue así como el Holocausto, en las primeras décadas posteriores y durante sus primeras develaciones durante los procesos de Núremberg, se convirtió en un acontecimiento más grabado en los anales de la Historia; nadie detectó una necesidad intrínseca, grabada en el crimen mismo, de educar para la prevención, y esto tenía una razón coyuntural: para los Historiadores, el Holocausto fue sui generis, era percibido como un crimen perpetrado contra judíos exclusivamente, que indirectamente salpicó sobre otros actores en mayor o menor medida.
Pero la percepción como fenómeno «único» del Holocausto evolucionó una vez puesto en marcha el juicio de Adolf Eichmann. Durante el proceso llevado a cabo en Jerusalén, el llamado arquitecto del Holocausto fue juzgado por un tribunal, basado en miles de documentos que lo vinculaban con cientos de deportaciones masivas que desembocaron en el gaseamiento de judíos en el Generalgouvernement en los distintos campos de exterminio diseñados exclusivamente para asesinar judíos; además de estos documentos, por primera vez, los sobrevivientes del Holocausto testificarían durante un juicio que juzgaba a sus perpetradores. Fue así como el juicio de Eichmann se convirtió en la razón coyuntural de lo que hoy podríamos definir como una Pedagogía del Terror.
Pero ¿para qué enseñar sobre el Holocausto? El tema de desarrollar un estudio estructurado sobre el Holocausto está cargado de dificultades, sobre todo de comprensión, desarrollar conocimientos sobre criminales en masa y entablar discusiones con jóvenes sobre asesinatos tan crueles puede resultar perturbador, y lejos de generar un aprendizaje significativo en el proceso de enseñanza-aprendizaje puede provocar anticuerpos y cierto rechazo, de ahí que el enfoque y el papel del educando se vuelven vitales; entonces, nuestro fin no debe ser cuestionarnos para qué enseñarlo, sino ¿por qué enseñar el Holocausto?
El historiador catalán, Joan-Carles Mèlich, en su libro La lección de Auschwitz, responde muy bien nuestro »por qué», Mèlich señala que lo coyuntural del Holocausto pasa por generar una pedagogía del otro, en sus palabras «una antropología de la aproximación», es decir, recordar a nuestro semejante, no como un objeto distinto y lejano, sino como un ser singular dotado de capacidades, talentos, defectos y virtudes que lo convierten en un ser existente y pensante, pero sobre todo cercano.
Caso contrario es lo que Mèlich señala como la «antropología del alejamiento»* y fue este distanciamiento de lo que llamaremos «el otro» lo que según él desencadenó y permitió que Auschwitz funcionara de manera eficaz; distanciarse del semejante dotó de elementos y argumentos a los que perpetraron el Holocausto, esa distancia alcanzó sus puntos más elevados en los Läger, lugares de exterminio sistemático; en los Läger no existe la figura de víctimas, se des-personaliza si se quiere el ethos, y allí donde se elimina el ser, no hay víctimas y mucho menos verdugos, la muerte, como señala el historiador, se vuelve algo trivial, cotidiano y burocrático.
Ahora, entendiendo el porqué y el para qué, debemos comprender el «quién»: ¿quién perpetró el Holocausto?
El Holocausto no solo fue un crimen de los nazis contra los judíos, sino un crimen de humanos contra la misma humanidad, contra su misma esencia, es así como Auschwitz se convierte no solo en el lugar de reclusión y asesinato de judíos, sino en el sitio de condena perpetua de la conciencia de la humanidad, y no solo eso, fue el sitio donde lo que creíamos imposible en nuestras sociedades modernas y democráticas se volvió real: «¿cómo se puede tocar a Schubert por la noche, leer a Rilke por la mañana y torturar al medio día?», se preguntó George Steiner; la «banalidad del mal», acotó Hannah Arendt; el «Estado agéntico» exclamó Stanley Milgram. En otras palabras, remplazar la bondad por el mal absoluto.
Por eso, cuestionarnos el para qué lo hacemos, por qué lo hacemos y por quién lo hacemos, se vuelve fundamental no solo en el entendimiento del Holocausto, sino en su transmisión; su singularidad nos dice que 6 millones de personas vieron dramáticamente cortada su vida, pero su universalidad nos invita a enseñar para su prevención que, si bien todas las víctimas fueron judíos, no solo los judíos fueron víctimas.