Abres el abanico de la literatura, por primera vez, cuando has cumplido los nueve años; antes de eso hubo ya algunas lecturas primordiales, pero aún no latía en ti la curiosidad apremiante, hasta que el primer libro de Emilio Salgari abrió tu apetito y entendiste que había catorce varillas laminadas desconocidas y buscaste el texto que representaba la segunda, y así, sucesivamente, hasta que una noche de lectura febril, cuando acabaste la última hoja de la decimoquinta varilla hecha libro, te diste cuenta que cada una de esas quince iba a desplegarse en otras quince, en una sucesión vertiginosa que solo iría a concluir con el cierre del último libro abierto sobre ti mismo, un día cualquiera del que solo la muerte tiene su calendario y su memoria futura trazada en palabras.
Ahora, cuando te asomas a la octava década, no eres capaz de contar los abanicos abiertos por tus manos y conocidos o desvelados o poseídos por tus ojos, según fuese la intensidad de cada lectura. Puede que sean millares; vano es pretender fijar su guarismo. Hoy buscas, sobre todo, la reflexión de lo leído, más que nuevos hallazgos, difíciles a estas alturas en que el paladar no reconoce el primor de las cerezas, según nos decía Rilke.
Entonces, el vicio impune se va volviendo para ti meta-literario, procurando la lectura de textos que comentan, glosan o apostillan otros textos, que te hablan de autores que leíste, escogiendo aquellos más afines o amados, confrontando opiniones de escribas y críticos que los diversos abanicos te sugirieron… Y no hablas del azar, porque eso no existe sino en la invención literaria, y ni siquiera allí, pues finalmente todo estará hilado en la estructura del único y gran libro escrito hasta hoy por todos los que hemos incurrido en esta pasión inútil.
Debes reconocer que esta idea no es tuya, sino de Borges, y tal vez anterior, quizá de Ovidio o del mismísimo Homero.De esto deduces que la persecución de la originalidad no es nada de original; si te remites a la novela, ¿cuáles son las novedades y aportes sustanciales en este tan sobrevalorado género después de Miguel de Cervantes a través de su Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha?
Esta recién pasada Navidad, bajo el árbol familiar recibiste como regalo (agasallo, en galego), dos libros apetecidos: El Canon Occidental y El Canon del Ensayo, de Harold Bloom, el gran crítico literario estadounidense de quien habías leído algunos artículos extraídos de Internet.
Y el año anterior te obsequiaste el Curso de Literatura Rusa, de Vladimir Nabokov, y Fuera de la Ley, selección de ensayos meta-literarios de Norman Mailer. Nuevos abanicos de múltiples relaciones, algunas apremiantes en su inquietud por complementar lo dicho o refutarlo con otros aportes y reflexiones sólidas y documentadas, imitando a Michel de Montaigne, el más eximio de los glosadores de todos los tiempos...
Porque hay asertos que pueden deslumbrarte, como los de Bloom acerca de Cervantes, Don Quijote y Sancho, a la luz de las ideas de don Miguel de Unamuno sobre el particular, a quien el crítico estadounidense rinde tributo de admiración.
En El Canon Occidental, Harold Bloom establece un andamiaje de veintiséis autores universales, desde Dante hasta Neruda, incluyendo solo a dos creadores hispanoamericanos: Jorge Luis Borges y Pablo Neruda. Los más importantes y paradigmáticos para Bloom son William Shakespeare y Miguel de Cervantes, pero el primero es el más excelso, no tiene parangón, según el crítico neoyorquino.
Como en las antologías, las selecciones pueden cuestionarse por antojadizas, discriminatorias o subjetivas, pero sin olvidar que en este mundo fascinante de los abanicos que se multiplican, la objetividad es tan imposible como podría serlo en las relaciones amorosas, a despecho de quienes propugnan la «ciencia literaria» de la deconstrucción, sea estructuralista o psicológica o sociológica, que concluye sobre el libro propuestas tan asertivas como las que pudieran deducirse del aserrín respecto de la majestuosidad del tronco de una araucaria.
Entre autores favoritos que te fueron mostrados en la lejana juventud, como Tolstói y Dostoyevsky, Harold Bloom destaca y prefiere al octogenario conde del «cristianismo primitivo», por sobre el atormentado autor de Memorias de la Casa Muerta. Discrepo de este juicio y, más aún, del de Nabokov, en particular, cuando sostiene, sin ambages, desde su posición de sesgo ruso aristocratizante:
«Tolstói es el mayor escritor ruso de ficción en prosa. Dejando aparte a sus predecesores Pushkin y Lérmontov, podríamos enumerar así a los más grandes artistas de la prosa rusa: primero, Tolstói; segundo, Gógol; tercero, Chéjov; cuarto, Turguéniev».
Y llama a Dostoyevsky «artista muy inferior», respecto de los nombrados.
Me hubiese gustado conversar con el autor de Lolita, para darle a conocer mi discrepancia, pero ya que eso es imposible, me remito a estos diálogos articulados desde la lectura, comparativa y analógica, de los textos. Es lo que hago con Norman Mailer cuando escribe de uno de sus autores predilectos, Ernest Hemingway, al que yo admiro como narrador de cuentos y relatos autobiográficos, más que como novelista. A propósito, Hemingway es uno de los escritores más denostados por su vida privada y pública (no existen deslindes de estos ámbitos, al parecer, en la existencia de los grandes creadores), como ocurre con nuestro Pablo Neruda, odiado por muchos derechistas que jamás lo han leído; objeto de críticas acervas, hoy en día, por grupos de furibundas feministas que ensucian con grafitis su efigie. En esto concuerdo con Nabokov:
«Yo detesto el entrometimiento en las preciosas vidas de los grandes escritores, y detesto el asomarme a fisgar en esas vidas; detesto la vulgaridad del ‘elemento humano’, detesto el frufrú de faldas y risillas por los pasadizos del tiempo…».
Al finalizar el ensayo sobre Lev Tolstói, Harold Bloom destaca y pondera su última novela, escrita a los ochenta años, Hadji Murad, que es la historia, hecha arrebatadora ficción, de un líder musulmán que combatió contra el imperialismo ruso, encabezado por el zar Nicolás I, enemigo acérrimo del Islam, durante la primera década del siglo XIX, sucumbiendo como un héroe inmolado en la batalla.
Su análisis me resulta tan convincente, que veo desplegarse un nuevo abanico. Acaricio sus varillas con la paciencia de la vejez, aunque sé que voy a buscar el libro, porque aún no me abandona el vértigo incesante del verbo literario.