«¡Hay una manera diferente de mirar las cosas!
¿Quizá solo esté en la pupila del poeta?»(César Retamal)
El cartero me entrega un sobre amarillo que contiene dos libros. El cartero luce con orgullo su apellido Lafertte: es biznieto del gran Elías combatiente, político que hoy hubiera desentonado en un parlamento de funcionarios acomodaticios. Me saluda con un rotundo «compañero» y bromea y opina acerca de los envíos que me llegan por su mano, sobre todo los libros, estableciendo así una complicidad en el vuelo de las palabras que es (que fue) la correspondencia, antes de que se volviera hábito virtual.
Esta vez, la «blanca paloma con las alas plegadas y la dirección en medio» (metáfora de la epístola creada por Miguel Hernández en la cárcel de Alicante), trae dos publicaciones de mi buen amigo, el poeta César Retamal, a quien envidio y admiro desde que fue capaz de refugiar su poesía y cautelar sus sueños en Curacautín, para hacerlos crecer en el sur lluvioso de Chile, patria de poetas y de mapuches rebeldes. Se trata de dos poemarios: Balada del Potrero del Viento y una antología poética cosechada morosamente de cuatro libros, Tiempos del Silencio, Memorias hacia el Olvido, Pasos Añosos y Aullido de Perros.
Recuerdo, a inicios de la década de los 80, en la Casa de Simpson 7, un amable diálogo entre Emilio Oviedo, fino escritor y sagaz crítico, y mi amigo César Retamal, entonces joven poeta. Emilio le reprochaba una cierta intencionalidad política en los poemas, en desmedro de la inclinación naturalista y lárica que éste advertía como esencial en el estro poético de César, a quien yo calificaría –califico- de «hijo de la lluvia».
Era certero el juicio de Oviedo, pues ese móvil, legítimo por cierto, de expresar en nuestra literatura las compulsiones rebeldes y libertarias, sobre todo en épocas aciagas como las dos décadas de oprobio que nos tocó vivir, suele traicionar la mejor voz estética del oficio, cuya resonancia tiene que ver con lo que somos y sentimos y expresamos desde el proceso creativo, individual y solitario, que es el arte de la escritura, por valiosos y contingentes que sean nuestros impulsos por cambiar el mundo desde la praxis revolucionaria hecha ejercicio lingüístico.
César Retamal, con sus enormes manos de campesino, regresa a la serenidad del verso que sublima todo arrebato y pulsión rebelde en el canto dialéctico y misterioso de la naturaleza, donde la lucha es también permanente, aunque no podamos desentrañar sus fines y propósitos, ni asimilarlos a un móvil contingente, pero cabe interpretar o soñar en ellos un posible desvelamiento de lo humano en el mundo. Escuchemos al poeta:
«Un silencio de pájaros entreabre sus alas
a la luna y la reflexión de las hojas
en su viaje hacia las aguas del arroyo.
Entre los pinos los silbidos del viento
asustan a los insectos que abandonan
con la prisa el sitio elegido para su reposo».
Somos contemporáneos, César y yo, nacidos en 1941, y esta coincidencia nos acerca también, sumada, por supuesto, a la procedencia campesina y aldeana –en el mejor sentido tolstoyano- de los ancestros, o de alguno de ellos, por vía paterna. Percibimos el entorno y el ser en el mundo de semejante manera; tal vez esto pudiese limitar mi juicio analítico de su obra, pero prescindo de ello, porque una vasta experiencia me indica que casi siempre escogemos lo que nos atrae, máxime en esta casa de la literatura que hemos elegido como única morada de nuestros sueños, acogiéndonos a una de las últimas sentencias cervantinas: «Llevo sobre mi vida el deseo que tengo de vivir». Invito a César a declarar conmigo: «Traemos sobre nuestras viejas palabras el impulso que tenemos de escribir».
Veo la sonrisa bonachona de mi buen amigo de Curacautín y la alta venia de su aquiescencia, respondiéndome como solo sabe hacerlo un poeta de verdad:
El Campesino
«Descendió del aire en su traje de niño
esparciendo su lenguaje de semillas.
Las raíces atesoran en su memoria
los caudales del trino y de la espiga.
La tejedora de redes negras tiene la vejez
del mundo y tiende sus hilos
sobre los brazos del sacrificio.
La humedad hace más escurridizo
el ciego nudo multiplicando el dolor
de los labradores.
Milenios sobre milenios sembrando
sobre los espacios quebrados del destino».
Quizá ecos de Miguel Hernández, el incomparable poeta campesino de Orihuela… si buscamos analogías literarias entrañables. También a veces sentimos vibrar imágenes que nos remontan a Juvencio Valle o Altenor Guerrero o al propio y admirado Jorge Teillier. Es todo parte de una rica tradición y herencia poética que compartimos, con alegría y esperanza, como cuando recibimos una herencia perdurable que, de alguna manera, sugiere nuestro propio sendero.
Sin embargo, lo que más aprecio en la poesía de César Retamal es su particular estilo, su voz inconfundible después de larga y acendrada madurez, lo que no es fácil lograr a través de los años: que alguien lea el poema, sin conocer previamente su autoría, y pueda colegir: «Sí, es un poema de César, no cabe duda». Porque hay, están aquí, se han decantado: «Millones de tiempos macerados/ bajo un sigiloso titilar de sus luces…», para agitar, en la reflexión serena y doliente del poeta, la pregunta crucial: «¿Qué finos tejedores urden, en el velo de mis sueños,/ sus imágenes?».
En la selección de poemas desde Memorias hacia el Olvido, el canto del poeta se vuelve desgarramiento, clamor rebelde contra el mundo, vuelto ahora una sociedad donde priman el abuso, la barbarie y la injusticia. Son versos escritos en 1983, que hablan por La Estudiante, en una estación de metro, donde confluyen las miserias de un tiempo prisionero con la esperanza que florece en medio del dolor y el abandono.
«El poeta, refugiado bajo la miseria de su quiosco, mantiene la espera
y observa, cómo la vida pasa bajo el frío rigor de tantos inviernos.
La gente entre tímida y ansiosa camina; más, también está ella: joven
y bella que pasa con orgulloso desplante frente al poeta…
Son tiempos fríos, la calle luce herida y el paso de la gente, escurridizo…».
El texto que tienes entre manos caro lector, no es un esbozo de ensayo de crítica literaria, sino una crónica entusiasta y agradecida por los bellos poemarios que César me ha regalado. A través de estas breves palabras envío un hondo abrazo al poeta y espero reunirme –con él y su compañera- bajo los frondosos árboles de Curacautín, para:
«Oír la lluvia sobre el tejado, es como un panal de abejas/ zumbando en el oído; instantes de renovadoras tibiezas/ Escuchar el primer canto del Zorzal sobre la montaña/ es dar gracias a la existencia, al recibir tal regocijo».
Gracias, poeta César Retamal, por estas primicias del correo que esta vez me llegan desde tus manos generosas.