El descubrimiento vale el desvío. ¿De dónde sacar plata para equilibrar las cuentas públicas? ¿Cómo reducir el déficit presupuestario del Estado? ¿Cómo reducir la deuda soberana? Hasta ahora la solución consistía en reducir los salarios, aumentar el precio de los servicios públicos, jibarizar estos últimos, privatizar todo.
Curiosamente, esa panacea de economista en plan Dr. Strangelove trajo consigo más cesantía, más déficits, más deuda. Ni corto ni perezoso Emmanuel Macron –por algo es banquero de negocios– encontró otra vaca que ordeñar: los pensionados. El descubrimiento, sin ser original, es innovador en la intensidad.
François Hollande congeló las pensiones durante su mandato. Emmanuel Macron mantiene el hielo (no hay reajuste por la inflación), aumenta un impuesto que pagan los jubilados (la CSG, inventada por un... socialista), y considera eliminar la modesta fracción de la pensión del marido que le queda a la viuda cuando este muere.
Forzados a recurrir al sistema de Sanidad Pública en razón de la edad, los pensionados ven aumentar su parte del copago en los hospitales, y el que toca a las medicinas que durante mucho tiempo corrieron por cuenta del sistema de Seguridad Social.
Opinólogos, economistas y políticos «responsables» son conscientes del dolor y el sufrimiento que eso provoca, faltaría más, pero estiman que la única dificultad estriba en el enorme esfuerzo de «explicación» que hay que desplegar para que los miserables entiendan el porqué de su sacrificio.
De ahí que cuando alguna prensa malintencionada dio a conocer que François Hollande –cuya calvicie más que incipiente lo acerca a la calvicie a secas– tenía un peluquero personal cuyo salario mensual era de 10.000 euros mensuales (7.600.000 pesos chilenos), hubo que redoblar los esfuerzos explicativos y sofisticar al máximo las técnicas pedagógicas.
Emmanuel Macron, para justificar los aumentos del precio de los combustibles, echa mano a la alegoría del fin del mundo. Los chalecos amarillos le responden que a ellos les vale madre porque no llegan a fin de mes. Emmanuel no entiende. Hace falta un enorme esfuerzo de explicación para que un reyezuelo integre en sus escasas nociones de economía doméstica el concepto «llegar a fin de mes». Coluche, hace más de 30 años, decía que lo más duro son los últimos 30 días.
Macron, que se sepa, no dispone de un peluquero personal. Pero la primera dama, que nadie ha elegido para ningún cargo y que constitucionalmente es una verruga, recibe los amorosos cuidados de una maquilladora exclusiva, cuya ciencia en materia de pulido de la piel y ocultamiento de arrugas recalcitrantes merece una remuneración mensual de… 10.000 euros, sin contar –la información viene del palacio presidencial– los bonos por veladas mundanas, entrevistas en televisión y otras menudencias.
Desde luego no es este gasto, tan necesario, el que, suprimido, pudiese equilibrar las cuentas. Solo da la medida del desprecio que se tiene por los pringaos, los miserables, los preteridos, los currantes, los artesanos, los pequeños empresarios, los funcionarios públicos, los ancianos y los hijos de nada. Esa masa de trabajadores que durante el Antiguo Régimen llamaban les manants, o sea los «zafios», los «patanes», los «villanos», los «maleducados».
La plata, the real money, está en otras manos. Se acumula que es un gusto y deviene infértil porque ya no queda en qué invertir, me refiero a inversiones rentables en plan high yield, lo que no deja de entristecer a los milmillonarios cuya codicia no tiene límites.
Confrontado a chalecos amarillos cuya determinación se fortalece minuto a minuto, habiendo jurado cien veces ne pas changer de cap (no modificar el rumbo), Macron recurre a una finta. Propone posponer durante seis meses los aumentos de impuestos y de tarifas.
La respuesta de los chalecos amarillos no tardó: «Nos cree imbéciles», «Es un truco», «Es una cortina de humo», «Demasiado poco, y demasiado tarde». Uno de sus voceros declara «Hay que terminar con este mundillo político que solo funciona para sí mismo».
La cuestión de fondo, ya se dijo, es el aumento del poder adquisitivo, la justa distribución de la riqueza creada con el trabajo de todos. En un país que jamás, en su historia, había sido tan rico, y que ve crecer la pobreza y la miseria en modo vergonzoso.
Las oposiciones, de la derecha a la izquierda, estiman que se trata de una maniobra de principiante. Jean-Luc Mélenchon resume el pensamiento de muchos cuando dice: «El primer ministro, o cede, o se va». A los chalecos amarillos el primer ministro se las trae al pairo: sus afiches ponen: «Macron dimisión».
Hasta ahora hemos visto tres manifestaciones, lo que los chalecos amarillos llaman, como en el teatro: Acto I, Acto II y Acto III. Una pancarta blandida por un manifestante que bloquea las rutas de Francia pone Acto IV: Revolución Francesa. Hay un llamado a manifestar el sábado próximo...
Los estudiantes, liceanos y universitarios, comienzan a rebelarse, y sus manifestaciones son extremadamente violentas, signo de la presión acumulada a lo largo de años de desgobierno. Los sindicatos de transporte de mercancías llaman a la huelga. Los recortes presupuestarios tienen al personal hospitalario al borde de la crisis de nervios. Los comerciantes, curiosamente, apoyan ampliamente a los chalecos amarillos.
Macron está jugando con fuego. Si las manifestaciones continúan, París y otras grandes ciudades necesitarán algo más que una maquilladora exclusiva.
Júpiter –al asumir la presidencia Macron anunció que sería un mandatario jupiteriano (sic)– bien podría ser enviado de regreso al claustro materno. Con o sin peluquero.