Hay una veta de la literatura política que lleva directo a las piedras preciosas. O en estricto rigor semipreciosas, que pueden hacer una fortuna. Basta con explorar galerías que conducen a un filón muy explotado pero no agotado: la condena de la izquierda.
El amplio avance logrado por Bolsonaro en la primera vuelta de la elección presidencial brasileña dio la señal de partida en plan «vale todo». En medio de un combate cuyos resultados tendrán ecos planetarios, un areópago de gurús de diverso pelaje se precipitó a lapidar la izquierda con tal premura que no le dio tiempo a un eventual Jesús de advertir que la primera piedra debía ser lanzada por un héroe libre de todo pecado.
Héroe en su sentido etimológico, desde luego, ese que le da Platón en su Crátilo:
«la raza heroica es raza de oradores y sofistas».
O bien el que afirma posible que la palabra griega ἣρως (heros = «héroe») venga de la raíz indoeuropea (proteger) que nos dio siervo y servil a través del latín. Vista la hazaña de los héroes a los que aludo, no me extrañaría. Haddad y el PT, que afrontan la dura tarea de impedir el acceso del neofascismo al poder en Brasilia, son condenados, antes de la segunda vuelta, por fariseos ansiosos de echarle la culpa al prójimo.
Nadie precisa lo que entiende por izquierda. De ese modo, hay quien le reprocha a Fernando Henrique Cardoso su neutralidad en la disputa Haddad–Bolsonaro, obsequiándole de paso un domicilio en la izquierda que el propio FHC rehusaría.
Para no dejarle espacio a la ambigüedad suelo recordar que la noción de «izquierda» nació en los primeros meses de la Revolución Francesa, y designó a quienes sostuvieron que nada ni nadie podía situarse por encima de la voluntad del pueblo soberano.
Por ahí recibí una entrevista a Andrea Ranieri (secretario regional en Liguria de la Confederazione Generale Italiana del Lavoro) cuyas reflexiones a propósito de la izquierda son presentadas con una suerte de epígrafe:
«Una izquierda incapaz de comprender el cambio de la sociedad (...); el fracaso de (…) la ilusión que bastaría con ‘reconvocar’ a los decepcionados de la izquierda para reconstruir una (…); la idea que los ricos resolverán los problemas de los pobres».
Casi todo queda dicho, excepto que –como suele suceder– hay quien escapa al auto de acusación que tan exhaustiva y elocuentemente presenta Ranieri. Todos culpables es una fórmula que consagra la impunidad: si todos son (somos) culpables, nadie es culpable.
Refiriéndose a las últimas elecciones parlamentarias italianas, que permitieron la llegada al poder de una improbable coalición que integra neofascistas y la autodenominada «asociación libre de ciudadanos» del Movimento Cinque Stelle, Ranieri precisa:
«…el resultado de estas elecciones firmaron el fin de la izquierda en Italia, como la habíamos conocido. Quedaron en evidencia los límites de una elaboración político-cultural totalmente inadecuada e incapaz de leer las nuevas dinámicas que se estaban abriendo y, en modo dramático, la autorreferencialidad de la izquierda, el deseo desesperado de autorreproducirse a sí misma, sin hacer las cuentas con el cambio. Pero una izquierda que tiene como tarea producirse a sí misma, está destinada a reproducirse siempre en menor escala hasta desaparecer. Con la consecuencia, luego, que los sectores más radicales se van a otra parte».
Ranieri entiende por izquierda partidos como Liberi e Uguali, una colección variopinta y multicolor de retazos que son el fruto de la escisión de antiguas escisiones de grupos ya divididos. O como Potere al popolo (PaP), cuyos miembros lo describen como una organización «social y política, antiliberal y anticapitalista, comunista, socialista, ecologista, feminista, secular, pacifista, libertaria, sureña y de izquierda». Les faltó declararse LGBTIQAP…
Ranieri precisa que no considera de izquierda al Partito Democratico (PD), despojo de la alianza del partido socialista, del partido comunista y la democracia cristiana italianos (il compromesso storico de Enrico Berlinguer) que, junto con elementos de sensibilidad socio-liberal y medioambiental constituyen su plataforma electoral. Es el partido que adoptó el neoliberalismo a la salsa europea, neoliberalismo inscrito en la Constitución impuesta en la UE a pesar del rechazo de los pueblos francés y holandés en sendos referendos en el año 2005.
Si el PD –que fue partido de gobierno con Mateo Renzi y obtuvo un 40% en las precedentes parlamentarias para caer luego al 18% y sumirse en una nueva crisis– no es la izquierda, se entiende la ira de Ranieri visto que lo que él considera la izquierda –Liberi e Uguali y PaP– obtuvieron un 3% y un 2% respectivamente.
La morbilidad de los partidos políticos, –la fragilidad de sus estructuras y su pronunciada tendencia a desaparecer–, está directamente relacionada con su carácter hidropónico: no tienen raíces en la estructura social, o las perdieron. No son portadores de los intereses objetivos de ningún sector social significativo, y su reflexión programática se resume, como dice Ranieri, a «la idea que los ricos resolverán los problemas de los pobres…».
Emmanuel Macron, en Francia, lo sostiene abiertamente: suprimió el impuesto a la fortuna porque hay que darle plata a los ricos para que inviertan en la esperanza de un lucro mayor y, de paso, como consecuencia ancilaria, generar algunos empleos. Bajo otros cielos, la ‘progresía’ chilena sostiene que la mejor asignación de recursos es la que hace el mercado. Ahora bien, mercado es sinónimo de ‘comunidad financiera’, de grandes capitales, de privilegiados y poderosos.
Dejar atrás Las ruinas y los escombros («de una izquierda incapaz», agrega el enlace de la entrevista) exige un esfuerzo de reflexión para el que Ranieri contribuye con un par de ideas. De entrada sugiere revisar, rediscutir, las palabras progreso, gobernabilidad y reformismo.
El progreso, que se declina en progresismo, se ha revelado como un peligro fatal para la supervivencia de la especie humana. El «progreso», dice Ranieri, es un íncubo. Bastaría que el progreso del automóvil privado llegase a los mil millones de chinos, y a los mil millones de indios, que aún no lo tienen, para cargarse definitivamente el planeta. Todos tenemos teléfonos «inteligentes», gracias a los cuales destruimos cada día que pasa las relaciones humanas. Ser «progresista» no es necesariamente una garantía de algo positivo, sino que se identifica progresivamente con la tumba colectiva que recibirá a la Humanidad toda.
La gobernabilidad es otra estafa. El científico francés Henri Laborit había abordado el tema en su libro Elogio de la fuga:
«Las sociedades liberales lograron convencer al individuo de que la libertad se encuentra en la obediencia a las reglas de las jerarquías del momento y en la institucionalización de las reglas que conviene observar para elevarse en esas jerarquías».
(Henri Laborit, "Elogio de la fuga").
Lo cierto, según Laborit, es que nos sometemos a una dominación que no quiere decir su nombre, y somos serviles para montar en el escalafón. Sin dejar de ser serviles, condición sine qua non para escalar al precio de la sumisión de los más.
El reformismo, finalmente, opuesto al radicalismo condenado como la fórmula del que quiere todo o nada, ha demostrado hasta dónde puede llegar. Pasito a pasito, como dice la canción, defendiendo «lo avanzado», se fue acomodando a lo permitido, sin comprender que lo permitido es la conservación del statu quo. De ese modo los revolucionarios devienen conservadores, muchas veces a título oneroso, para oponerse a quienquiera busca escapar a lo autorizado.
Gracias a otra reflexión, vieja de más de un siglo, sabemos que sectores de la clase media cuya única aspiración es acceder a la clase media alta, siempre se pondrán del lado de los poderosos y serán enemigos jurados de los miserables. “Reformismo” es lo que practicó Gerhardt Schröeder para aniquilar la legislación laboral en Alemania, o Tony Blair para debilitar definitivamente el sindicalismo inglés. En Chile es la práctica de los herederos de la dictadura, esa murga llamada Concertación que solo teme el cambio que pudiese ofrecerle una voz a los explotados.
Ranieri tiene razón: *«…los sectores más radicales se van a otra parte». ¿A dónde?
No se van. Se quedan. En la defensa de los intereses de los más, de las amplias mayorías como gustaba de decir Salvador Allende. La defensa del pueblo, palabra tan chiquitita a la cual le han sacado tanto partido (Quelentaro).
De donde resulta que, mirando lo que ha cambiado, percibimos claramente lo que NO ha cambiado: la explotación de los más por un puñado de privilegiados que acumulan el producto del trabajo de todos. El rumbo no ha cambiado, ni la voracidad de los poseedores.
Llegados a este punto, ¿cómo no recordar los versos de Miguel Hernández, que murió combatiendo el mundo como estaba, para transformarlo en un mundo como debiera ser?
«Sangre que no se desborda,
juventud que no se atreve,
ni es sangre ni es juventud,
ni relucen ni florecen.
Cuerpos que nacen vencidos,
vencidos y grises mueren:
vienen con la edad de un siglo,
y son viejos cuando vienen».
El neofascismo no pasará. Se las tendrá que ver con quienes les hemos vencido una y otra vez a lo largo de la Historia.