Puede que no sea pertinente hablar del «alma» de un país, de una nación como la nuestra, pero me doy la licencia para significar un viejo y acendrado apego de los chilenos a sujetarse, con rigor casi maniaco, a la servidumbre de todo tipo de papeles, impresos o manuscritos: documentos de diversa índole, formularios, escrituras, solicitudes, apelaciones, requerimientos, etcétera.
Achacamos este auténtico vicio a la herencia hispana, como hacemos con variadas rémoras de nuestra cultura, a veces con escasa propiedad y una buena dosis de injusticia histórica. En este caso, en el exacerbado burocratismo, creo que somos vástagos aprovechados de esas prácticas que comienzan en Chile cuando los primeros conquistadores, secundados por esa dupla inseparable del cura y el escribano, reparten a destajo las tierras usurpadas, sin otros límites o deslindes que aquellos medidos «hasta donde alcance la vista», extensiones que solían ratificarse hasta el horizonte del veedor o hasta las cumbres de las montañas, incluyendo las poblaciones nativas que estuviesen dentro, mano de obra gratuita y abundante para quienes, a diferencia de sus pares invasores sajones, fueran renuentes a los trabajos manuales y de artesanía, sobre todo aquellos individuos que se consideraban, sin más, «hidalgos». No así en oficio militar, en ministerio eclesiástico o en tareas de legislación, escribanía y cuentas.
Todo se anotaba y escribía. Los registros de aquella época son asombrosos por su cantidad y profusión de detalles. Podríamos afirmar hoy: «poca acción y mucho papeleo»; así, por cada movimiento, varios folios entintados y dos o tres amanuenses a cargo de su escritura ampulosa.
A punto de finalizar la segunda década del siglo XXI, cuando los avances tecnológicos han establecido un mundo virtual en las comunicaciones, cuando la mayoría de la población utiliza y maneja con cierta destreza los aparatos electrónicos, aún prevalece este enfermizo prurito del papeleo a toda costa, bajo cualquier circunstancia. Y no es solo una práctica del aparato público, como pudiera pensarse, sino vigente en casi todas las actividades del mundo empresarial privado, desde los bancos hasta las grandes, medianas y pequeñas empresas.
Un empresario (emprendedor le dicen ahora) debe disponer del concurso de uno o dos auxiliares, a lo menos, aparte de los servicios obligatorios de un contador, para hacer frente a un verdadero acoso documental de parte de las diversas reparticiones públicas y privadas, bajo la premisa de cumplir con los controles laborales, tributarios y de salubridad, sea ésta ambiental o de otra índole.
Para obtener el dinero de un «estado de pago», por ejemplo, el contratista o subcontratista debe acreditar el cumplimiento estricto de todas sus obligaciones laborales, lo que está bien, pues contribuye a cautelar los derechos de los trabajadores, evitando que el empresario dilate los pagos de cotizaciones previsionales y haga uso de dineros que pertenecen a los asalariados. Lo mismo ocurre con la recaudación oportuna de los impuestos que permiten sustentar los diversos servicios públicos, imprescindibles en un mundo civilizado.
Hasta aquí, todo parece razonable y coherente. Pero, en la práctica, se vuelve otro cantar. Se exige subir o cargar en determinadas plataformas cibernéticas, implementadas por empresas de servicio creadas para tal objeto, toda la documentación mensual propia de una obra determinada: liquidaciones de sueldo, contratos, anexos de traslado, recepción de reglamento interno, derecho a saber, recepción de elementos de seguridad, instructivos varios, certificados de cotizaciones, planillas impositivas, etcétera. Además de «alimentar» esa página web o plataforma, se debe remitir, la misma información anterior, por correo electrónico, a otros usuarios y controladores del sistema. Pero ahí no se detiene este flujo informático; nada de eso, sino que es preciso enviar la documentación física, es decir, todos los documentos en papel, a un tercer o cuarto o quinto funcionario, aunque hayan sido escaneados previamente para cumplir la alimentación electrónica del caso, lo que bastaría en un proceso sustentado en el criterio o en el sentido común, dos conceptos completamente ajenos a la militancia casi teológica del alma burocrática.
Agotador, tortuoso e inútil. Si nos abocamos a la mentada productividad y la ponderamos en horas/hombre u horas/mujer, el resultado sería patético y el desperdicio de tiempo, inconmensurable. Estamos todos sumidos en una servidumbre tan kafkiana como infecunda, contra la cual parece abortarse toda posible rebeldía.
He omitido referirme al laberíntico mundo de los trámites en las numerosas reparticiones públicas a las que tenemos que acudir, día a día, para servir otros requerimientos, tan tediosos como absurdos, cuya obligatoriedad pesa sobre nosotros como la espada de Damocles, refrendada por amenazas que van desde una simple multa hasta la oscura posibilidad de caer tras las rejas.
El gran escritor y alcabalero, Miguel de Cervantes, cayó en esta maraña aniquiladora. Menos mal que pudo terminar allí, en la mazmorra, su inmortal novela crítica de la sociedad española de su tiempo.
Lo que es a mí, caro lector y estimadísima lectora, prefiero escribir en la libertad -harto relativa- en que tenemos que reptar los agobiados ciudadanos de esta larga y enjuta república burocrática, cuya alma parece haber sido diseñada y escrita por un implacable y anónimo cagatintas.