El ministro de comunicaciones del régimen nazi, Joseph Goebbels, decía hace 80 años: «Una mentira repetida mil veces termina siendo una verdad».
En otros términos, manipulación, engaño. Años después, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinski, uno de los principales tanques de pensamiento de la gran potencia americana, lo formuló de otra manera, pero similar en esencia:
«En la sociedad tecnotrónica, el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos descoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón».
«¡No piense! ¡Mire la pantalla!». Así puede resumirse la tendencia de la participación de la gente en la construcción de su realidad cultural. Según investigaciones del campo de la semiótica, actualmente el 80 % de lo que sabe un adulto promedio proviene de los mensajes asimilados en la televisión. Pero, ¿realmente sabe? En todo caso, repite mecánicamente lo que ve y escucha, sin ninguna crítica al respecto. La publicidad, expresión acabada de esta tendencia, nos lo deja apreciar palmariamente: se consume lo que se nos «vende», así sea algo innecesario, o incluso pernicioso. La nueva deidad ha pasado a ser ahora los medios masivos de comunicación.
Como escribió Theodore White, destacado periodista que sabía lo que decía:
«El poder de la prensa es primordial. Establece la agenda de discusión pública. Es un avasallador poder político que no puede ser controlado por ninguna ley. Determina lo que la gente habla y piensa con una autoridad reservada en algunas partes del mundo solo a los tiranos, sumos sacerdotes y mandarines».
En el caso de la prensa televisiva, o de la televisión en general, sea programación noticiosa o no, ello se potencia a niveles inverosímiles.
Esta situación de creciente dependencia de los medios masivos de comunicación audiovisual, urbana en principio, va solidificándose como rumbo mundial: grandes masas de seres humanos se convierten en consumidores pasivos de imágenes, cada vez más manipuladas, más atractivas, más sutiles. Si bien las poblaciones, en tanto masa, no han tenido históricamente acceso al poder, con las tecnologías contemporáneas, centradas en lo visual y en la manipulación que ellas posibilitan, se alejan cada vez más de la toma de decisiones.
La televisión fundamentalmente, pero también los videojuegos, el internet y toda la parafernalia de las comunicaciones audiovisuales, han producido este modelo que pareciera no tener vuelta atrás: mire y no piense. La lectura crítica, remarquémoslo, va siendo pieza de museo. Los teléfonos celulares inteligentes, la gran novedad de estos últimos tiempos, completan el cuadro: la gente se pasa «conectada» todo el tiempo, abstraída del mundo real, navegando en un mundo virtual, consumiendo pasivamente mensajes que no pueden ser descifrados con criterio crítico.
Varias preguntas se abren. ¿Alguien se beneficia con esto? ¿Es mala esta tendencia? ¿Peligrosa quizá? Y si así fuera, ¿por qué?
A veces las tecnologías, en vez de instrumento para ayudar al desarrollo humano, pueden terminar siendo una atadura que condicione negativamente. El auge de la cultura de la imagen, que marcó la segunda mitad del siglo XX y parece no tener fin, ¿no ha determinado en buena medida la manera cómo concebimos nuestra realidad? Importa más la presentación que el contenido. Se vende cualquier cosa (productos necesarios o innecesarios, candidatos políticos o religiones, etcétera —la lista es interminable—) más por su colorido, por la cosmética con que se la recubre, por la superficialidad ruidosa y hedonista con que se la presenta, que por sus cualidades reales.
La preeminencia que ha cobrado lo imaginario no puede desligarse de una ideología centrada en la ganancia en tanto motor del desarrollo económico (que apela consecuentemente a la venta de imágenes con fuerza frenética). Pero no puede desligarse contemporáneamente de la forma misma del desarrollo que ha tomado la tecnología: ya no con carácter instrumental, sino como fin en sí mismo.
La imagen atrapa, tiene un valor propio: fascina. Así como los insectos caen en la luz que los subyuga, así los humanos sucumbimos a las pantallas de las máquinas vendedoras de sueños. Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿estamos los humanos condenados a vivir siempre con un nivel de ilusión? ¿Por qué es más fácil (fascinante) dejarse invadir por un noticiero televisivo (o espectáculo de novedades, más rigurosamente dicho) que desarrollar una lectura analítica? ¿Por qué gusta destinar tanto tiempo a la recreación barata que nos ofrecen las pantallas?
No hay dudas de que vende (impacta) más una imagen atractiva que un discurso sesudo. La fascinación es parte medular de lo humano. Seguramente por eso pudo constituirse (y seguirá ahondándose) esa cultura de lo visual irreflexivo, lo cual no es condenable. Lo escandaloso es la manipulación con fines de control social que se hace de ello. Para muestra, lo que citamos del ideólogo Brzezinsky, o lo que puede decir un psicólogo dedicado a la publicidad como Ernest Dichter, apelando a la «venta» de imágenes:
«Una agencia de publicidad próspera manipula los motivos y deseos humanos y engendra una necesidad de bienes desconocidos o inclusive rechazados hasta entonces entre el público».
Entonces, ¿cómo oponer alternativas a esta cultura del no piense? El debate está abierto.