Cuando lo llamaron con urgencia del palacio, él ya sabía de antemano la causa de tal petición. De hecho, ya había visto a la Reina con anterioridad y sabía que el parto se apresuraba. Se sentía excitado porque no iba a ser un procedimiento normal. Tenía que ser un parto sin dolor. Alguna inquietud nerviosa sintió y quizás no durmió tan bien como solía hacerlo, durante las noches anteriores al llamado, pero a pesar de su relativa madurez, se sentía muy seguro de sí mismo. El largo camino para convertirse en médico lo había endurecido y estaba acostumbrado a superar los obstáculos que se le atravesaron en su vida. Además era estudioso, aplicado y dispuesto a abrirse camino entre la docta competencia de colegas que en Londres luchaban por sobresalir. Aparte, tenía una ventaja sobre algunos de ellos. Era un abstemio declarado que odiaba el licor. También se consideraba muy moderado en su alimentación, tanto que podía pasar por vegetariano. No era casado, sin hijos y tenía todo el tiempo del mundo para dedicarse a su amada medicina.
Llegó a palacio con su maletín y otros accesorios que iba a necesitar. Esperó que el trabajo de parto se iniciara y cuando llegó el momento, le aplicó la anestesia clorofórmica a la reina, quién dio a luz sin problemas, a su hijo Leopoldo, en medio de la aclamación de familiares y ayudas de cámara. Era el 7 de abril de 1853. Ella quedó tan encantada con el parto sin dolor, que cuatro años después, cuando nació su hija Beatriz, pidió que se le aplicara de nuevo la milagrosa anestesia. Un nuevo término comenzó a recorrer Europa, Anesthésie à la reine. Había nacido una especialidad médica: la anestesiología
Nuestro héroe se interesó igualmente por otros temas médicos, en particular una enfermedad que mataba a decenas y centenas de miles de personas cuando aparecía en forma de brotes. Desde muy joven pudo trabar contacto con ella, el cólera. Apenas tenía 17 años cuando, siendo aprendiz de médico, la enfermedad se presentó en forma epidémica en Inglaterra en 1831. Fue enviado por su maestro a una comunidad minera que estaba siendo atacada por la enfermedad. Allí hizo lo que pudo pero aprovechó para estudiar el cólera y las características del entorno. Notó que los trabajadores en las minas carecían de condiciones mínimas de salubridad, depositando las excretas en lugares cercanos a donde comían, sin disponer de agua para lavarse las manos. Luego ya médico establecido, interesado en la anestesia no olvidaría jamás sus experiencias con el cólera, de manera que cuando el mal atacó Londres de nuevo en 1848, estaba presto para estudiar la enfermedad, cuya causa se desconocía totalmente. Dos hipótesis predominaban. Una la atribuía a las sustancias en descomposición, el «miasma» cuyos vapores transportaban el mal (defendida entre otros, por William Farr, el más célebre epidemiólogo de la época) y la otra la atribuía al contagio con los pacientes, sus ropas, artículos personales, (fómites), etc.
Estudió detenidamente la distribución geográfica del cólera, especialmente las riberas del río Támesis y quedó convencido que el agua sucia que tomaban los pobladores, afectada por las excretas, constituía la vía de transmisión de la enfermedad. La enfermedad se localizaba en el intestino y la sintomatología estaba dada por pérdida de líquidos (H.Brody, et al.). Fruto de sus observaciones fue la primera edición de su obra más conocida, On the mode of communication of cholera, en donde establecía claramente la vía de transmisión de la enfermedad. La obra, como ha sucedido otras veces en la historia de la medicina, fue rechazada de plano por la comunidad científica y habría que esperar transcurrieran algunas décadas para que fuera totalmente aceptada. Había nacido una nueva especialidad médica: la epidemiología.
El padre fundador de esas dos nuevas especialidades médicas se llamaba John Snow.
Los primeros pasos de la anestesiología
Snow no fue el primero en dar anestesia a las parturientas. El médico obstetra James Simpson utilizó el cloroformo para practicar el primer parto sin dolor y pocos días después, cuando había atendido con el mismo procedimiento a cincuenta mujeres, presentó un informe a la sociedad médica de Edimburgo, dando cuenta de los excelentes resultados alcanzados. Habían transcurrido muy pocos años, específicamente en 1844, desde que un dentista en Estados Unidos, de nombre Horace Wells, a instancias del químico Gardner Colton, aplicó el protóxido de nitrógeno a sus pacientes durante la extracción de piezas dentales.
Lamentablemente cuando quiso demostrarlo en la Universidad de Harvard, ante un reputado auditorio, el fracaso fue estruendoso. La crítica y la burla fueron feroces, pero mucho peor para Welles fue saber que un colega suyo, William Morton, había empleado con éxito otro anestésico, el éter sulfúrico. Lamentablemente Welles no pudo superar la situación y se suicidó. Tampoco el destino fue generoso con el Dr. Morton, quien enfrascado en polémica aguda con el químico Jackson, quien le sugirió el empleo del éter, terminó arruinado, atenazado por el alcoholismo y víctima final de una trombosis cerebral. No cabe duda que la historia inicial de la anestesia fue trágica (L. Sterpellone), pero afortunadamente poco después se desarrolló con éxito en el mundo. Nada podía detener una especialidad que contribuiría grandemente al progreso de la medicina y al bienestar de la humanidad.
¿Qué hizo nuestro médico para merecer atender a la reina en uno de sus partos? En primer lugar, durante sus años en la Universidad de Londres se interesó y prácticamente se especializó en una técnica que recién apenas daba sus primeros pasos. Para ello realizó varios experimentos con éter y cloroformo, en animales, prestándose él mismo como conejillo de indias. Llegó a diseñar un nuevo inhalador de éter, mejorando en mucho los existentes. Tanto así que llamó la atención del famoso cirujano Robert Liston, quién prontamente valoró los aportes que estaba dando ese joven médico, el cual ya había publicado sus experiencias con éter, que incluían los cuatro estadios de la anestesia que continúan siendo reconocidos en la actualidad (Frerichs R.R. UCLA, Escuela de Salud Pública, Universidad de California). No fue raro entonces que fuera considerado el mejor anestesiólogo en Londres. Tenía ya cierta fama entre sus colegas y se le respetaba.
La base fundacional de la epidemiología
En el otoño de 1848, como ya se mencionó anteriormente, el cólera nuevamente azotó a Londres. En el curso de la investigación Snow determinó que el agua en la zona afectada era suministrada por dos compañías, la primera, la Southwark-Vauxhall se surtía del río Támesis en una zona baja sumamente contaminada de materia fecal mientras que la segunda, la compañía Lambeth, tomaba el agua del mismo río, en su sitio más arriba antes de llegar a Londres, estando por supuesto, mucho menos contaminada. Cuando realizó los cálculos estadísticos, se dio cuenta que la probabilidad de muerte por cólera, era nueve veces superior, en los habitantes de las viviendas que se abastecían de agua procedente de la primera compañía antes mencionada. Snow había realizado el primer estudio epidemiológico en el mundo basándose en los diferenciales de mortalidad de 32 distritos londinenses.
El nuevo brote de cólera en Londres en 1854 fue particularmente violento. Produjo más de 1.500 muertes. A mediados del siglo XIX las condiciones ambientales de la ciudad lucían muy lamentables. La pobreza extrema era muy frecuente en las barriadas, especialmente en las aledañas al río Támesis, en donde el hacinamiento, el hambre, el trabajo agotador hacían estragos en la población. Snow se aprestó a de nuevo estudiar a su viejo enemigo. Lo primero que hizo fue realizar un diagnóstico de la epidemia. Durante siete semanas se dedicó a investigar la población expuesta al riesgo. El epicentro estaba localizado alrededor de Broad Street*. Esto lo determinó simplemente conociendo los nombres y las direcciones de 83 certificados de defunción. Luego inquirió sobre la fuente del agua que bebían. Así supo que prácticamente todas las víctimas tomaban el agua de la bomba de dicha calle. En igual sentido indagó la situación de aquellos que no habían tomado el agua incriminada.
Así por ejemplo, la población del hospital de la calle Poland que se surtía de un pozo particular o el de una cervecería de la calle Broad cuyos empleados solo tomaban cerveza elaborada con agua de su propia fuente de abastecimiento de agua. Toda la información anterior robusteció su hipótesis y lo que debía seguir, era convencer a las autoridades de la parroquia local de que clausuraran el grifo de la bomba de Broad Street y al suceder así, la epidemia cesó. No obstante, la comunidad médica no aceptaba la hipótesis de Snow, e incluso pocos años después, la bomba de agua fue de nuevo abierta. Snow se había adelantado a los descubrimientos de Pasteur y Koch, y específicamente, treinta años antes de la identificación del agente causal del cólera. Lamentablemente no vería totalmente coronado su éxito, ya que poco tiempo después falleció.
Sin duda había descollado en su gremio, pero nunca formó parte de la élite médica londinense. The Lancet apenas le dedicó cuatro líneas al anunciar su muerte:
«Dr. John Snow. Este bien conocido médico, murió instantáneamente en la tarde del 16, en su hogar de la calle Sackville, a consecuencia de un ataque de apoplejía. Sus investigaciones sobre el cloroformo y otros anestésicos fueron muy apreciados por los profesionales».
Los primeros años de Snow
Nació el 15 de marzo de 1813 en la ciudad de York, en el norte de Inglaterra, siendo el mayor de nueve hijos de William Snow, trabajador, y de Frances Askham, ama de casa, ambos de escasos recursos pero muy empeñosos y con grandes deseos de superarse, o al menos que sus hijos los hicieran. Fue un aventajado estudiante y a los 14 años decidió ser médico. En esa época, los aspirantes a discípulos de Hipócrates tenían que pasar varios años como aprendices al lado de médicos reconocidos. Snow lo hizo trasladándose a Newcastle-upon-Tyne, en donde ejercía el Dr William Hardcastle. A su lado permaneció 9 años y ambos se tuvieron gran estima.
De seguido se dirige a Londres para inscribirse en la Hunterian Medical School, en donde permanece por un año, para luego hacer pasantías en el hospital Westminster, logrando gran experiencia, lo suficiente para a la edad de 25 años obtener el título de miembro del Real Colegio de Cirujanos de Inglaterra, lo que le permitía ejercer la medicina general. En igual sentido, obtuvo la licenciatura de apotecario (farmacólogo) y se le nombró miembro de la Sociedad Médica de Westminster.
Siempre deseoso de superación y anhelando mayor acreditación académica, Snow tomó cursos en la recién creada escuela de medicina de la Universidad de Londres durante varios años y a fines de 1843, cuando tenía 30 años de edad, obtuvo el grado de bachiller en medicina (MB). Ya podía colocar el prefijo doctor (MD) antes de su nombre y un año después logró el doctorado en medicina. Para hacerlo debía demostrar conocimientos del francés, latín, así como en filosofía y lógica (Ramsay Michael). Su afán en búsqueda de la excelencia médica para la época terminó en junio de 1850 cuando aprobó los exámenes para convertirse en Licenciado del Royal College of Physicians of London (LRCP). En ese momento tenía 36 años y en poco menos de diez años más adelante, lograría la inmortalidad por sus estudios en epidemiología y anestesiología.
Sus años finales
La vida de John Snow fue muy corta. Apenas logró vivir 45 años. Pero su experiencia clínica, en el laboratorio y en el campo epidemiológico, fue sumamente intensa. Practicó más de 5.000 procedimientos anestésicos.
Hasta sus últimos días, estuvo pendiente de sus dos grandes pasiones: la anestesiología y la epidemiología. No obtuvo la gloria absoluta, ya que no vivió lo suficiente para verla, pero con los años se le reconoció como uno de los más grandes médicos británicos de su siglo. Nadie lo dijo mejor que el reverendo Henry Whitehead, su contemporáneo y párroco del distrito en donde estaba el abastecedor de agua de Broad Street, quien lo ayudó en la epidemia de cólera, incluso haciendo mapas en donde aparecían los muertos por la enfermedad, cuando escribió en una carta dirigida a The Lancet, «creo que no ha existido después de Jenner, ningún médico como John Snow que haya prestado tantos servicios a la humanidad» (Newsom S.W.B.).