Desde niño le gustó el fútbol, que practicaba con sus cinco hermanos en la Casa de Todos. La afición crecería con el tiempo, enraizándose en esa curiosa caja de los gustos donde suelen convivir atracciones contrapuestas; quizá por eso algunos le criticarían la inclinación, confrontándola con su amor por la literatura, poniéndole ejemplos como el de Borges, argentino que detestaba el fútbol, hasta el punto de afirmar que era «lo único malo que los ingleses nos legaron».
Toño era hincha de Magallanes (después se cambió a la “U”, por oportunismo triunfalista); Eugenio, de la Unión Española; Mario y Juan Luis, de Colo Colo; Fernando, de la Universidad de Chile; y él, de Unión Española, que en los años 50 disputaba la hinchada hispana con el Iberia, club fundado por los republicanos catalanes, que hoy no existe en el profesionalismo chileno (al igual que en la España franquista con el Real Madrid y el Barcelona –guardando las proporciones- españoles y criollos mostraban sus preferencias políticas a través del balompié, como si la ideología fuera cosa de andar a las patadas; que muchas veces lo es, qué duda cabe).
Al padre gallego, venido de Santa María de Vilaquinte, republicano conspicuo, le gustaba Unión Española, aunque no era fanático y sabía disfrutar el buen juego y aplaudir, incluso, la destreza de los rivales, particularmente el estilo de los argentinos, que pudo admirar en Buenos Aires. Hoy en día, cualquier aficionado se adscribe al club de sus amores como a una fe religiosa y es capaz de entregar la vida por los colores de la camiseta; se le escuchará decir, cada semana: «Ganamos; jugamos mal; nos robaron el partido; seremos campeones…», como si él disputara el balón en el área chica y le diera buenos pases al Chupete Suazo o al Mago Valdivia. Cuando alguien de la prole incurría en expresiones de cualquier fanatismo, el gallego decía: «Hombre, no seas colocolino», lo que significaba en el léxico familiar: «No seas fundamentalista, o sectario»
En aquellos tiempos se escuchaba los partidos por la radio. Había locutores habilísimos que se daban maña para transmitir justas imaginarias; tal era su pasión en el relato, que a menudo transformaban un bodrio latoso en reñida lid... (recuerda el escriba los vibrantes relatos radiofónicos del mundial del 50, cuando Uruguay arrebató a Brasil la dorada presea, en la catedral verde del Maracaná; del 54, cuando Hungría perdió la final con Alemania; en Casa todos eran hinchas brasileños y magiares). La tevé llegó recién para el Mundial del 62, en blanco y negro. Tener entonces un televisor era privilegio notable. Don Arturo, dueño de un expendio de combustible, invitaba a los vecinos a presenciar los partidos en el salón de su casa, con sillas colocadas como platea, aperitivo y algún picadillo ocasional. Cuando Chile obtuvo el tercer puesto, don Arturo repartió generosamente su champán… ¡Qué alegre disfrute!
La pantalla azulada se popularizó. En la Casa de los Moure Rojas se presenciaron partidos memorables, los grandes mundiales del 70, 78, 82, 86…, las ligas europeas, sobre todo la española, la Copa Libertadores de América, la Champions... (también los Juegos Olímpicos, que no todo será pelotas en el deporte). Pero alguien, esa fuerza oscura que carece de rostro e identificación humana, suspendió de manera abrupta tamaña felicidad. Propietarios audaces de las ondas que caminan por el éter fueron acotando el natural espacio de alegría, cobrando por mirar, como si aquella caja de maravillas ya no fuese pública y democrática, sino una intrusa que abría su ventana sólo por dinero, burda meretriz de los suburbios que entrega su eventual peculio al cabrón que la explota.
Por aquellos días, el hijo del gallego se preparaba para disfrutar, junto a su hijo menor, el tremendo partido, el clásico español por excelencia, la lucha sin tregua entre el Barça y el Real, ambos punteros de la más importante liga del fútbol mundial… Ya podían ver a Messi haciendo de las suyas en el área rival, imaginar a Cristiano Ronaldo bordando filigranas con la pelota en los pies, intuir los pases magistrales de Guti, apreciar las encimadas férreas de Pujol...
Todo se desmoronó, como los sueños de antaño o como las construcciones bajo el feroz terremoto del 27 de febrero. No habrá transmisión del clásico por la «televisión abierta»; será preciso contratar previamente el acceso al espectáculo. La cadena transnacional de cine Hoyts ofrece, como mercenaria alternativa, la posibilidad de presenciar el match en la pantalla gigante de sus salas, sólo por diez dólares la entrada.
El padre informa al hijo que no verán el partido. El hijo pregunta por qué. El padre responde que es preciso pagar veinte dólares que no tiene disponibles.
-¿Pagar a quién? -pregunta el hijo…
-A ellos, responde el padre, a los dueños universales de la alegría.