Este mes de julio hizo 30 años de la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, posiblemente el mayor hito deportivo en la historia del país, así como un brutal cambio de mentalidad.
Barcelona no era ni mucho menos la ciudad con nombre internacional que hoy día se codea con las mejores capitales del globo, ni con mucho, y España era un país que llegaba a los 80 tras 40 años de dictadura y con el golpe de estado de Tejero aún en la retina, pero esos juegos, para los que Samaranch fue figura más que clave, cambiaron la vida de la ciudad, del país y de sus habitantes.
Barcelona cambió su cara de manera increíble, se abrió al mar (algo que hoy resulta inconcebible imaginar que no fuera así antes de los juegos), y abrazó sus enormes posibilidades con una reformulación casi integral de sus instalaciones, infraestructuras, transportes y hasta de barrios enteros.
Esa alucinante transformación situó a España y a Barcelona en un mapa internacional en el que más debajo de los Pirineos no había demasiada cosa hasta ese punto. La marca España, y la marca Barcelona, lograron un empuje sin igual que permitió crecer a todo el país, que aún se beneficia de aquellos logros de ya hace 30 años.
La Barcelona del icónico Pascual Maragall fue el centro del mundo, pero, lejos de amedrentarse, se gustó y dio un gigantesco paso al frente, con el pecho henchido de orgullo y sin ningún complejo.
Además, Barcelona 92 supuso un avance increíble en el deporte paralímpico, que vio cómo se incrementaba su visibilidad, y el deporte femenino, las semillas de su actual crecimiento se plantaron entonces.
¿Y qué decir de los resultados deportivos? Hasta esos juegos, España solo había sumado un puñado de medallas olímpicas y sus mil penurias económicas lastraban, entre otras muchas cosas, sus posibilidades deportivas, dejando la representación del país en ese ámbito en manos de unos cuantos elegidos, bien por su brutal talento o bien por su adinerada familia, o bien por ambos. Pero el caso es que los Severiano Ballesteros, Orantes, Manolo Santana y Blanca Fernández Ochoa eran poco más que brotes (muy) verdes en generaciones enteras.
Pero la llegada de aquellos juegos, y su éxito, hizo creer que se podían hacer grandes cosas, que España y sus ciudadanos eran tan capaces de todo como el que más. El equipo olímpico español aún no ha batido las 22 medallas de la cita barcelonesa, pero se ha quedado sistemáticamente por encima de las 15 medallas en cada cita olímpica de verano (en las invernales España sigue siendo un país exótico, aunque podría cambiar si se celebran los JJOO de invierno en el país), salvo en Sídney 2000, que llegó a las 11. Antes de Barcelona, el máximo eran las seis de Moscú 80. En todos los ámbitos, la ciudad y el país se propusieron demostrar al mundo que podían lograr cosas muy grandes.
España y Barcelona tenían hambre de grandeza y, por fin, se dieron un buen atracón.