La historia toma a veces rumbos impensados. Cuando en 2014, André Glucksmann, cuya voz independiente fue durante décadas una de las más influyentes y luminosas en el debate ideológico europeo, escribió su último ensayo llamado Voltaire contraataca, publicado póstumamente en Francia en 2016 y después en el resto de Europa, el viejo pensador parecía apostar a un renacimiento del pensamiento libre y crítico en un planeta acechado por dogmas. El mensaje era claro: Voltaire como bandera contra la intolerancia creciente.
Glucksmann fue en realidad un volteriano casi toda su vida. Poco después de la revuelta de Mayo de 1968, cuando emergió como parte de los nuevos filósofos de la mano de Bernard Henry-Levy y Christian Jambet, le sucedió lo que a la mayoría de sus compañeros de generación. Después de su marxismo juvenil inicial, muy rápidamente se desencantaron y abrazaron un espectro de ideas que los llevó al racionalismo crítico, en el caso de algunos, al estructuralismo a otros, y hacia un liberalismo intelectual que, en ocasiones, lindaba con el escepticismo. Su desencanto de las ideologías cerradas fue mucho más acelerado que el que vivió la generación previa, la mítica de Jean Paul Sartre, Raymond Aaron o Albert Camus.
Su rotunda frase «Europa será volteriana o no será» de su último ensayo fue un llamado a regresar a la Ilustración, a los principios de la tolerancia y el humanismo. Como escribió Josep Ramoneda (amigo personal de Glucksmann), la clave era invocar la figura de Voltaire «como faro para una Europa errática y asaltada por peligros que no sabe ni identificar, y además anima a releer "Cándido", uno de los más hilarantes himnos a la tolerancia y una oda a la libertad ante tantos aprendices de dictador, ante el aumento de nacionalismos identitarios y xenófobos, ante tantas infamias, fanatismos y nihilismo».
Sin embargo, los derroteros de la historia han tomado otros caminos, a veces equívocos o inciertos. Glucksmann, quien había nacido 77 años antes en Boullogne-Billancourt y moriría en noviembre 2015 en París, no vivió para ver lo que se desencadenaría apenas unos meses después. En 2016 se darían una serie de eventos que parecían desmentir la esperanza, al menos en el corto plazo, de un renacimiento del liberalismo y la tolerancia volteriana. Primero, el 23 de junio de 2016 el referéndum del brexit que sacó a Inglaterra de la Unión Europea; después en noviembre el ascenso en la Casa Blanca de una Administración proteccionista y nacionalista. Despuntando el 2017, la revuelta nacionalista catalana, xenófoba, patriotera y conservadora. Y, posteriormente, a fines de 2017, el arribo al poder en Italia de la Liga Norte y de sus socios neofascistas que prefieren que las pateras de pobres inmigrantes africanos mueran ahogados en el Mediterráneo a que hagan tierra en las costas italianas.
Durante el último lustro, la Europa del Renacimiento y del humanismo se tambalea, asombrosamente, en cualquier elección nacional de sus países miembros. Toda elección se vuelve un referéndum del proyecto europeo. Sea en Austria, en Holanda, en el secesionismo catalán, y en muchos otros lugares, cualquier convocatoria a elecciones es el caldo de cultivo para que los nacionalismos más acérrimos, las ultraderechas xenófobas y los dogmáticos de distintos pelajes saquen las uñas.
El mayor peligro viene de la indiferencia
Sin embargo, el mayor peligro viene de la indiferencia y el desconocimiento de algunos principios básicos de la democracia de las grandes masas de votantes y ciudadanos que crecientemente se abstraen del debate público y dejan que líderes dogmáticos y minorías muy activas hegemonicen el espacio electoral, ganen elecciones y empiecen a poblar con éxito los espacios de la política pública. El brexit fue el caso más claro. Ante la indiferencia de los jóvenes y los grupos más afluentes de Londres y las grandes ciudades, fue el campo inglés ultraconservador el que decidió la salida de Inglaterra de la UE. Más o menos lo mismo que el voto del mid-west ha tenido en muchas de las últimas elecciones de los Estados Unidos. Igual que en Italia, mientras la mayoría vive el hedonismo y la dolce vita, una minoría activa los está convenciendo de que toda la idea de la Ilustración y el Renacimiento hay que tirarla a la basura.
Dicho en palabra simples. El principal enemigo no es el dogmatismo como tal, sino la indiferencia de la mayoría de la sociedad, abstraída en otros temas, generalmente más banales y superficiales. Los grupos dogmáticos son pequeños, pero logran tomar el poder ante una enorme mayoría de ciudadanos (habría que poner ese nombre en tela de juicio) y de votantes embobados por la cotidianeidad y por redes sociales que difunden un 90% de fruslerías irrespirables.
Del otro lado del Atlántico
Es la misma indiferencia que se vive, desde este lado del Atlántico, cuando Daniel Ortega en Nicaragua se erige como un dictador que masacra a su pueblo y la mayoría del Continente americano mira para otro lado y no le importa mayor cosa. Una sociedad global que casi no lo es tal, porque se adormece, paradójicamente, con su quehacer cotidiano local y con la estupidez creciente y superficialidad de las redes sociales. Maduro en Venezuela también masacra a su pueblo, pero el escándalo inicial de hace unos meses ya ha pasado de moda. El narco enajena México y está literalmente deformando todos los países de la «ruta de tráfico», desde Colombia, Panamá, Costa Rica, Honduras, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, países hoy deformados por el lavado de dólares y la pérdida de los tejidos democráticos. Sin embargo, importan más los escándalos de Maluma y el vodevil de cuarta categoría de nuestra sociedad del show off y el espectáculo.
Voltaire, a diferencia de lo quería el viejo Glucksmann, no es influyente no porque sus ideas no sean importantes y decisivas. Simplemente, porque hay una horda de gente en estas nuevas sociedades que no le conocen, no lo han leído nunca y, lo que es más grave, no les importa.