Por estos lares, cada 25 de julio se celebra el Día Internacional de la Mujer Afrodescendiente Latina. Una muy querida amiga me había contactado para hacerme parte de un breve proyecto a propósito de la fecha. Lamentablemente no pude acompañarla, aunque sí me quedé reflexionando sobre el tema a partir de mi experiencia con el famoso prefijo afro.
-¡Ahora hay un día para todo…!, me comentaron.
Y parece que este simple hecho trivializa lo que sea que se celebre. Sin embargo, el día del que les hablo representa mucho. No se trata de segmentarnos o segregarnos como grupo humano y de paso hacernos con un día. El asunto pasa por otro lado. ¿Alguna vez se preguntaron si existe el Día Internacional de la Mujer Caucásica o el Día de la Mujer Blanca? Al menos hasta el día de hoy no me entero.
Resulta que el día llegó de último, en cambio la segregación estaba instalada desde hace siglos. Separar un día no es de extrañarse si por años y años las personas negras y afrodescendientes han sido vejadas, señaladas, juzgadas, cosificadas e instrumentalizadas, gracias a la creación de mitos, ridículos algunos, dolorosos otros. Sin que sea el propósito el hacerse valer o distinguir del resto, el hecho de haber padecido las resistencias y desafíos que todavía hoy enfrentan muchas comunidades de descendencia africana justifica la creación de una fecha o todo un mes, si acaso.
Desde mi perspectiva humanista, siquiera el prefijo afro –y ningún otro- debería usarse para definir el origen de una persona; hacerlo, me parece mucho a separación y a partir de esa construcción pueden germinar condiciones de discrimen y prejuicio. Sin embargo, resulta que fue África quien terminó brutalmente esparcida por toda América, con consecuencias de dolor que persisten en pleno siglo XXI, y todo sin su consentimiento. De manera que cualquier instancia medianamente oficial que permita un escenario de discusión honesta y sincera sobre lo que atañe a la población afrodescendiente es más que bienvenida. Y pienso que debe ser así mientras sea necesario.
Cuando empujas, segregas y acorralas a un grupo de humano, obtendrás una respuesta; no esperes sumisión o silencio, al menos no por siempre. Yo nunca tuve oportunidad de sentirme distinta por mi color, mi boca gruesa o mi nariz. Dentro de cualquier grupo de personas, el pelo es un fenotipo muy distintivo, y este junto con el color de la piel, representan gran parte del dilema que enfrentan muchas mujeres y hombres afrodescendientes, no solo en mi región, también en otras partes del mundo.
En mi caso, siendo niña, el pelo nunca fue un problema, ni lo fue antes de que mi madre lo alisara, como hacían todas las mamás dominicanas en los 90. No conocía el significado de lo que (me) hacían. Hoy, de adulta, se que inadvertidamente me estaban escondiendo. Yo no prestaba atención al color de piel de la gente, ni siquiera por tener una hermana blanquísima de ojos verdes y con el pelo como el de Shirley Temple y otra de piel más clara que yo, con una melena negra azabache de ondas suaves y delicadas. De las tres yo era quien tenía el pelo malo, como suele decirse en mi país, eso siempre fue un «hecho» y ni eso era una preocupación para mí, porque igual ya me sabía distinta. Nunca pensé que siendo adulta confirmaría la magnitud de esta diferencia ni de su significado.
Durante mi niñez y adolescencia, las palabras afrodescendiente o afrodescendencia eran términos que sencillamente no escuchaba, era como si no se utilizaran. Sin embargo, sobrepasado los treinta años de edad todo empezó a cambiar, pues sin saber lo que venía, decidí dejar de ir cada semana al salón de belleza. Era mucho el dinero que gastaba en ello y la relación entre mi pelo «lacio» y el clima caribeño limitaban mi cotidianidad. Habían transcurrido siete años desde la última vez que me había alisado el pelo, pero seguía sometiéndolo al calor de los secadores y al doloroso momento del cepillito chiquito para «matar» los cabellitos de «alante», que eran los más «malos». Más el gasto en productos para estilizar el cabello y hacerlo «hermoso». En resumen, vine a descubrirme justo cuando dejé de arreglar algo que nunca estuvo dañado, y apenas era el inicio.
Me lavaba el pelo y este respondía como solo pueden hacerlo los flecos de una escoba cuando se mojan. Los mechones lucían como muertos, pues el sometimiento constante al calor les había hecho un daño estructural profundo. El rizo era amorfo, como un asterisco disgustado, esto apenas cerca del cuero cabelludo y varios centímetros más; el resto hasta las puntas lucía como un ramillete de hilachas negras. Tocaba pues recortar lo dañado, poco a poco. Pronto, mechones de ondas más definidas iban de aquí para allá, tomando cada vez su propia personalidad. Sin embargo, eran años y años asumida con el pelo lacio, ahora tenía que reaparecer con mi cabellera natural y me sentí extraña. Primero tuve que durar poco más de tres semanas mirándome al espejo, pues no me reconocía del todo. Mucho menos me atreví a salir a la calle con el pelo suelto. No es que lo planeara, sencillamente no podía. Iba a trabajar con un moño rarísimo, y aunque no recuerdo haber escuchado comentarios al respecto, el predicamento iba por dentro.
La primera vez que «me di permiso» para salir a la calle luciendo mi nuevo yo, me sujeté la mitad con un gancho y me dirigí apenas a la farmacia que quedaba a una esquina de mi casa. ¡Vaya reto! Pero sí que fue importante para mi. Fue entonces cuando empecé a distinguir todos los rasgos de negra en mi. Me tocó descubrir más allá de mis treinta años algo que es parte esencial de mis rasgos físicos y de la mayoría de aquellos con los que me relaciono. Frases que siempre escuché y dejé pasar, como «el negro detrás de la oreja», «mejorar la raza», «negro en mi casa, solo yo», «ah, pero es una negra muy linda», «un negro limpiecito», «si está corriendo y es blanco, hace deporte, si es negro, es un ladrón huyendo», cobraron un triste sentido. Además me di cuenta cómo muchos conferían cualidades negativas a los rasgos afro, sin más justificación que la propia apariencia.
Eventualmente me hice un corte donde todo el pelo estaba natural y restaurado. Recuerdo que luego de hidratarlo y peinarlo con mis manos, me miré al espejo. Estaba y me sentía lista. Todo en mi combinaba: la boca, los dientes, la frente, la nariz, todo encajaba con ese pajón. Había escapado de un escondite impuesto por mi cultura, y aunque no puedo explicar cómo sucedió, tiempo después el hecho de llevar el pelo natural se extendió en gran parte del país convirtiéndolo en un tema sociopolítico. Hoy día, muchas empresas privadas, escuelas y colegios, supermercados, entidades bancarias, y otros establecimientos comerciales, conminan a sus empleadas a alisar su pelo, de lo contrario podrían poner en riesgo su trabajo; todo esto en franca violación a la Constitución del país y a los derechos humanos.
El día que fui a trabajar con mi cabellera suelta, exultante y rizada, recuerdo no sentirme segura de que mis compañeros «aceptaran» mi nueva apariencia. Ese día usé un vestido estilo lápiz, zapatos negros altos, maquillaje y mi greña. Alguien exclamó: ¡Wau, ahora sí eres tú!
¡Era afrodescendiente y apenas me enteraba! Lo fui descubriendo durante varios meses y el resultado me sigue dejando más que satisfecha. Naturalmente, hubo resistencias. Me han gritado cosas ofensivas en la calle. Asocian la apariencia del pelo afro suelto con la falta de higiene, profesionalismo, seriedad, responsabilidad y sobriedad, y me lo hacen saber sin mayor problema. Para mi familia sí que fue todo un choque, tanto, que mis hermanas, que confiaron que era solo «una etapa» que algún día «superaría», ya desistieron del tema, y mi padre me muestra una peineta cada vez que me ve y pregunta cuándo volveré a peinarme.
Llegaron a decirme directamente: ¡Mujer!, ¿no te das cuenta que al hacer eso estas precisamente destacando toda tu negritud?
¡Es justo lo que quiero!, respondí.