Desde hace mucho tiempo, he estado pensando sobre el tema de la mentira, principalmente porque voluntariamente he abandonado la práctica de la verdad. Para mí, es como tratar de volar. Mentir es más o menos inaceptable en ciertas culturas, en ciertas familias y en ciertas denominaciones religiosas en los Estados Unidos y en muchos otros países.
Yo, por ejemplo, crecí en una cultura donde estaba prohibido mentir, pero todos, desde tu madre hasta tus profesores, lo hacían. La prohibición parecía aplicarse únicamente a mí o era en sí misma una mentira. Por supuesto, con todos estos buenos ejemplos a mi alrededor y como era una niña que siempre estaba en problemas, pronto encontré irresistible el fino arte de mentir conscientemente.
Recuerdo el momento exacto. Entré en nuestro departamento llorando y dije que un gran matón me había golpeado. Quería con esta historia triste que mi madre me consolara y me reconfortara. En cambio, ella respondió con dureza. «¡Vete a la calle de regreso y le devuelves el golpe. Si no lo haces, te golpearé yo misma!». ¿Cuántas directivas sobre cómo comportarse estaban ocultas en esa única y tajante frase? Las aprendí finalmente todas y las abandoné muchos años más tarde en mi vida.
Sin embargo, en ese momento, aún más asustada que nunca, volví afuera. No había nadie en la calle desde las 6 de la tarde, la omnipresente hora de la cena en Nueva York. Paseé asustada por un tiempo. No sabía quién era ni dónde estaría el supuesto matón que debía golpear. De hecho, nunca lo había visto antes. ¿Qué podía yo hacer? Finalmente, di con el esquema correcto. Volví a mi casa, con la frente tan alto como pude a los cuatro años de edad y le dije a mi madre: «¡OK, ya lo hice!». Ese fue el final de esta pequeña lección. Mi madre estaba satisfecha. Yo, por mi parte, había mentido intencional y conscientemente, y fue algo bueno. Me salvó de dos posibles palizas.
En los Estados Unidos donde crecí, el honor y la verdad se consideraban virtudes, aunque todos, cuando era necesario, mentían. No decían la verdad para ganar un argumento, para esconder una aventura, para evitar un castigo o para causar una mejor impresión de lo que podrían haberlo hecho, es decir, para obtener una ventaja. Todas estas dentro de los límites normales y normativos de la mentira.
Por supuesto, existen aquellas que son más peligrosas, más consistentes y más parte de una personalidad problemática. La psicología llama, en Occidente, a estas personas que mienten todo el tiempo y con grandes mentiras sociópatas o psicópatas y las considera peligrosas.
Estos días vivo en Costa Rica, donde mentir es aceptado sin ambigüedades. Es una habilidad social. «Te ves hermosa hoy» (y es el día en que estoy con chikungunya). «No pude terminar el trabajo que te prometí porque me enfermé y estaba demasiado enferma incluso para llamarte». «Sé que teníamos una cita para almorzar, pero no pude zafarme hasta las 16:30 del trabajo». «Vieras que no te pude pagar porque tuve que comprar la leche de los chiquitos». Y estos días, la mentira más formidable de todas: «Salí hace tres horas para reunirme contigo y he estado en un embotellamiento de tráfico» (la distancia es solo un kilómetro). En otras palabras, la mentira se considera una parte esencial de las relaciones sociales en Costa Rica mientras que en los Estados Unidos, generalmente, es vista como una forma amoral e inapropiada de salirse de un compromiso.
Ya en mi edad adulta, tomé una decisión espiritual que juré nunca violar: no mentir. Por ejemplo, «Sí, pareces muy gorda en esos pantalones». «Sí, hablas de si mismo demasiado»*. Casi perdí todos mis amigos ese ano. No pude seguir.
La realidad es que he fallado en mi decisión de no mentir, pero he aprendido una lección importante: somos una especie de animales sociales y para mantener las relaciones medio normales tenemos, tanto en Costa Rica como en Estados Unidos, que decirnos las llamadas mentiras «blancas», o sea aquellas que no ofendan. Si no lo hacemos, la verdad resulta demasiado dolorosa y a menudo, demasiado peligrosa también.
Pero algo ha cambiado recientemente en los Estados Unidos. Mentir ya no está encubierto y hecho con discreción. Nadie sabe cómo ni cuándo sucedió y muchos investigadores están solicitando financiamiento para estudiar el problema. En algún momento, mentir se hizo común y aceptable. Gracias a la nueva cultura, hemos puesto en la Casa Blanca un Mentiroso en Jefe, que miente de manera consistente, sin ruborizarse, sin virar la mirada, sin sentir ningún problema. Él ha motivado a sus seguidores a hacer lo mismo y con esto, los norteamericanos, con la mentira, tienen cada vez menos problemas. Tanto así que pareciera un buen chiste. Pero no lo es. Cuando se acaba la ambivalencia, el sentimiento de culpa, la vergüenza, la injusticia ganó la partida. Cuando se acaba la ambivalencia, el sentimiento de culpa, la vergüenza, la injusticia ganó la partida.
La mentira ha salido del armario y es muy admirada en ciertos círculos. ¡Créame!