Si uno observa a las personas, donde quiera que esté, notará fácilmente que cada uno de los individuos observados sigue un esquema conductual. Así sucede en los aeropuertos, restaurantes, calle, escuelas y en el trabajo. En cualquier contexto social, encontramos esquemas determinados en parte por imposiciones sociales, convenciones, tradiciones y hábitos de todos los tipos. Un esquema es parte de otros esquemas más amplios, que reflejan valores y actitudes. Esto lo podemos observar en la relación con los niños, la distinción entre espacio público y privado, la comida y nuestro modo de comer, en las preferencias sexuales, en cómo tratamos a nuestros interlocutores, cómo resolvemos los conflictos y en nuestra relación con las personas de género opuesto o con los ancianos.
A menudo noto que muchos consideran estos esquemas como invariables, pero si pasamos de un contexto social a otro, podremos apreciar divergencias y están serán más evidentes cambiando de cultura o país y así relativizamos el valor de los mismos esquemas, ya que en la práctica, no son más que respuestas caducas a problemas ya viejos que pueden y deben ser cuestionados y superados. Poco de lo que hacemos está determinado por la naturaleza y mucho, al contrario, es el resultado de nuestra socialización o culturización, pero estas limitaciones son más bien mentales y la capacidad de hacerlo o no hacerlo, es decir, superar los esquemas, determina nuestra libertad.
Lo que más sorprende en estos casos es la velocidad con que dejamos de preguntarnos y cuestionar nuestras tradiciones y hábitos. Muchos de los malestares modernos se deben a esta rigidez mental o la falta de autonomía y esto se manifiesta en la vida social, tráfico, contaminación ambiental, tensiones y conflictos sociales, en muchas enfermedades y sentimientos de impotencia, depresión e infelicidad y sobre todo en los prejuicios.
A menudo, sorprende confirmar que muchos de nuestros males son causa directa de lo que hacemos cotidianamente y de nuestra incapacidad de cambiar y esto es tan obvio que, sin exagerar, podríamos declarar que somos víctimas de nosotros mismos por haber aceptado en temprana edad a someternos a la presión social, enajenando nuestra propia individualidad, y si se despierta de este estupor, la sorpresa más grande es descubrir cuántas cosas podemos modificar si abandonamos los esquemas que no tienen sentido o que directamente nos limitan y/o hacen mal.
Nuestros márgenes de libertad personal son más amplios de lo que consideramos y la mayoría de las personas han perdido la capacidad de explorar y experimentar. Un aspecto que se refleja en todos los ámbitos y también en la vida sexual. Hemos perdido la fantasía, el coraje y tememos la novedad y ante esta, lo primero que hacemos, es rechazarla y condenarla como una aberración o algo completamente anormal.
Esta actitud, la de juzgar sin pensar, no es más que una consecuencia de nuestra impotencia y frustración, porque si uno prueba, descubre y experimenta, viviendo la vida en primera persona, entonces sabe de la importancia de aceptar y tolerar, porque detrás de las diferencias podemos siempre encontrar una nueva posibilidad. La vida no es un molde predefinido, un camino ya trazado, tampoco un destino. Al contrario, la vida es un viaje sin mapa hacia lo ignoto, donde descubrimos y creamos nuestra soberana existencia y realidad, forjándonos como individuos.