Vuelvo a leer con la asiduidad de antaño, como un «segundo aire» que me llegase en los días de la edad provecta, aprovechando las ventajas cibernéticas del teléfono móvil. Alterno el asedio a las palabras con tres libros digitales: El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (me complace el largo título), El Primo Pons, de Balzac, y Temor y Temblor, de Kierkegaard. Ya sé que no es recomendable leer bajo esa blanca luz led, pero es cómodo utilizar el pequeño adminículo en diarios desplazamientos de contumaz transeúnte, sea en el atestado metro o en lentos microbuses urbanos… No, no confundo los textos, porque son dispares y su alternancia enriquece el afán del lector; es como desplegar un abanico hecho de palabras y moverse y soñar entre sus posibilidades de reflexión y de variadas visiones…
Guillermo Martínez, mi amigo y paisano de galleguidad inmigrante, pintor por añadidura, en su novela breve, El Traductor, utilizó el viejo recurso del manuscrito, el hallazgo de papeles con textos de ajenas historias que un protagonista descubre para complementar su propio relato. Creo que fue Cervantes, el padre de la novela moderna, el primero en emplearlo, cuando en el capítulo VIII de la narración deja en suspenso la feroz pelea entre Don Quijote y el Vizcaíno, sorprendiendo al lector con un supuesto extravío del desenlace, para contar enseguida cómo un muchacho mozárabe, en un mercado, le ofrece el manuscrito que contiene el final de la aventura y otros sucesos y aventuras del flaco hidalgo, ahora escritas por un segundo narrador, el moro Cide Hamete Benegeli, extraño nombre cuyo significado enigmático, vuelto anagrama, es Miguel de Cervantes y Saavedra, según han desentrañado sesudos estudiosos.
Tenemos, pues, el manuscrito y el narrador desconocido con cuya voz el Manco de Lepanto continúa describiendo las peripecias del Caballero de la Triste Figura, recursos literarios recién inventados, que servirán de pauta y modelo a muchísimos escritores después de Cervantes, entre ellos, algunos hubo y hay que creen ser dueños de la invención, ni más ni menos que como nuevos descubridores de la pólvora… No es el caso de Guillermo Martínez ni de Antonio Chaves, otro pintor que une a su estro creativo el prurito de escribir…
Antonio, gallego de Vigo y compañero de Begoña, se refiere a los anagramas de Cervantes y a otros métodos para disfrazar u ocultar la intencionalidad ideológica y conceptual de su discurso, apelando a estas y otras triquiñuelas verbales, desde su condición de escritor estigmatizado por su origen judío, víctima supuesta y real de la Santa Inquisición, pues padeció el confinamiento en las mazmorras del Santo Oficio, donde fue capaz de escribir la epopeya de Quijano el Bueno y de Sancho Panza, burlando a sus brutales celadores, que interpretaron como «novela de caballerías y entretenimiento edificante» esa obra monumental que es la mejor crítica y el más claro espejo de la España imperial, con sus hondas contradicciones, sumida ya en las aguas cenagosas de la decadencia del «imperio donde no se pone el sol», que medio siglo más tarde nutriría la obra sarcástica y demoledora de Francisco de Quevedo. Antonio sustenta una teoría nada peregrina: La Mancha no alude al sitio de origen o nacencia del desquiciado hidalgo, sino a la marca ominosa de su sangre hebrea, recibida desde la Judería de Ribadavia, en Ourense, Galicia, por su bisabuelo, estigma que su abuelo y su padre procuraron borrar por medio de documentos genealógicos que certificaran su enturbiada e imposible «pureza de sangre».
Sí, Antonio y Guillermo, ya sé que los puristas cervantinos niegan toda posibilidad de tal genética, de manera furibunda y «patriótica», muy al uso de los españolistas intransigentes, que pugnan por tapar el sol con el dedo, pero, lectura tras lectura del inagotable libro, surgen pistas y rasgos que afirman su calidad de descendiente de las tribus de Israel (prosapia que anhelaba y enaltecía Gabriela Mistral). Al respecto –hablo como inveterado admirador de los prolíficos y abundantes intelectuales de estirpe judía y hebrea- hay una anécdota decidora que alguien me contó (no soy capaz hoy de precisarlo), pudiera haber sido mi padre o don Alfredo Piola o don Severo Valderrama, ocurrida en una conferencia universitaria proferida por George Bernard Shaw, años 20 del pasado siglo, en Cambridge, sobre «literatura y pensamiento» (no están reñidas, ambas categorías, amigo lector, aunque muchos cultores de la filosofía nos miren en menos). Pues bien, luego de la brillante exposición del maestro Shaw, en el lapso de las intervenciones del público, un estudiante le reprochó que todos los autores citados como referencia a su discurso fuesen judíos, a lo que aquél respondió, preguntando: ¿existen otros, acaso?
Kierkegaard me atrae por la hondura de su desesperación ante el absurdo, ante la extrañeza de la vida y del dolor existencial, aunque para él, detrás de ese absurdo elemental está Dios, no la divinidad de la misericordia y la acogida que propugnan casi todas las religiones y, sobre todo, el cristianismo, sino el creador inefable ante quien la creatura humana carece por completo de capacidad o instancias de efectiva comunicación, porque el lenguaje de Dios no es traducible a ninguna lengua de humanos hablantes. Por ello, toda semántica resulta falaz y nuestros ruegos y oraciones no serán otra cosa que voces en el vacío del devenir, cuyos ecos desolados nos parecen respuestas del innombrable, señales equívocas que interpretamos como revelaciones emanadas de esa boca pavorosa oculta entre las infinitas esferas del universo… Quizá el único lenguaje que pudiera intuir una conexión semejante sería el de la música, la más enigmática de las artes.
Pero la desesperación de Kierkegaard es también una especie de prueba existencial de la afirmación de lo eterno como única promesa y esperanza latente para el ser humano. Quizá por ello, el gran escritor danés, que nunca quiso ser llamado filósofo, emplea el recurso de una ironía que linda con el sarcasmo desnudo, y aun la befa despiadada, para mofarse de su propia desesperación, para luchar contra Dios e imprecarlo desde la soledad, como más tarde lo haría, de manera trágica y magnífica, Niko Kazantzakis en su Carta al Greco.
Sí, amigo Guillermo, ese libro que compré a Roberto Leiva, en los aciagos días de 1973, cuando tuvo que vender su biblioteca para subsistir durante largos meses, tras el cruento golpe militar… Te mostré esa frase que he utilizado como epígrafe, no para vestirme con palabras ajenas, sino para ser partícipe de su hondo sentido:
«No es el hombre lo que me maravilla, sino el fuego que devora al hombre».
El fuego que llevó a Balzac a escribir los numerosos textos que conforman La Comedia Humana, en el siglo XIX, cuando en una sociedad de alta cultura, como la francesa, se creía a pie juntillas en la misión redentora de la literatura, en los cambios que advendrían desde la palabra para mejorar la naturaleza humana; el mismo hálito que nos mueve a nosotros –escribas isleños en el fin del mundo- para porfiar en un oficio cada vez más solitario e inocuo, porque los fines trazados y sus medios están lejos de esta arquitectura de fundaciones intemporales que alguien propuso levantar con la herramienta del verbo…
Al regreso de tantas correrías escriturales aceptaremos, con una sonrisa escéptica, que «en los nidos de antaño ya no hay pájaros hogaño», aunque persistamos en este ejercicio arrebatador e incontinente.
Durante una cena fraternal, Roberto Rivera y Miguel de Loyola destacaban los cuentos magistrales de Anton Chéjov, señalando uno que bien puede resultar la perfecta alegoría de este oficio siempre dual: escritor-lector. No recuerdo el título, pero es el cuento que narra la historia de un joven oficinista que ingresa como ayudante en una de las múltiples dependencias burocráticas de la Rusia decimonónica. En la pausa del almuerzo y en cualquier otro respiro de la tediosa faena, el novel cagatintas aprovechaba para leer alguno de los libros que acarreaba en su maletín. Sus cuatro compañeros de oficina, tan ruidosos y dicharacheros como zafios, le miraban burlones, haciéndole objeto de múltiples bromas. Él no parecía amilanarse, hasta que uno de ellos le peguntó qué leía… Era un autor francés, sin duda, modelo de aquella cultura que los rusos admiraban, procurando imitarla con afán europeizante. El interés del compañero fue creciendo y le pidió prestado un libro… En un lapso de dos o tres semanas se fueron sumando los otros, uno a uno, transformándose todos en asiduos lectores. Hasta aquí, el ejemplo resulta encomiable y didáctico, sin embargo, el desenlace de un escéptico fundamental como Chéjov es opuesto: el grupo entero se volvió triste; los cuatro dejaron de reír y bromear, perdieron el rosado de sus mejillas, derivaron en el aislamiento y la melancolía de quien los introdujo en la peligrosa fascinación de las palabras… Por algo, el incomparable maestro del relato corto había escrito:
«La felicidad no existe, sólo existe el deseo de ser feliz».
Y, claro, amigos, el mundo de la literatura no es un espacio feliz, aunque lo amemos a veces con alegría, a ratos con escepticismo y habitualmente como una promesa jamás cumplida… Y, si tras la cara visible de la luna –esperanza astral de los poetas- acecha la oscuridad artera de la decepción, el reverso de la palabra siempre será el silencio.
Sea, pues.