Desde que Darwin abrió nuestras mentes indicando una historia biológica del desarrollo y aparición de las especies, el ser humano es plenamente consciente de que, a pesar y sin excluir la evolución cultural, tecnológica que hemos logrado hasta llegar al siglo XXI, nuestra naturaleza animal existe. Y es fundamental. Ese Sistema Nervioso Autónomo (SNA) que regula las emociones negativas, las funciones fisiológicas y las reacciones involuntarias sigue haciendo que estemos vivos a día de hoy. Aunque sigamos sin entenderlo bien. Por eso vivimos ansiosamente.
¿Por qué estamos permanentemente inquietos, agitados, frustrados, e infelices? ¿Acaso nuestros abuelos – sin llegar ni mínimamente al nivel de formación, de información, de confort tecnológico y sanitario que poseemos nosotros – eran más inteligentes que nosotros? No diría tanto, pero creo que podríamos llegar a la conclusión de que, pese a que no vivieron circunstancias más sencillas que las nuestras sí tuvieron lo que hoy llamaríamos la «inteligencia emocional» suficiente de asumirlas sin sufrimiento extra. Actuando en lo que pudieran hacer pero no preocupándose o dando vueltas en exceso a lo que no pudieran controlar.
Sobrevivieron con nota y lograron llegar a una época mejor, más próspera en la que pudieron disfrutar en plenitud de su vida. Lo que hoy diríamos ser felices.
Al fin y al cabo, ¿qué significa ser feliz? Seguro que la primera respuesta que se nos viene a la mente sería «no tener ningún problema». Error. La vida se compone de retos y decisiones, es decir de «problemas». No tener ningún problema sería estar muerto. Creo que llegaríamos a una definición más acertada si entendiéramos esa felicidad como la armonía entre tu acción y tu pensamiento, que esas dos áreas se coordinen y fluyan a un ritmo acompasado.
Siempre me ha apasionado la psicología como esa forma de acercarnos a entender nuestra mente y nuestro comportamiento. He podido tener la suerte de contar con amigas profesionales en la materia como referentes y también he podido conocer la obra de grandes maestros en este área como el gran Carl Jung, la psicoanalista jungiana Clarissa Pinkola Estés o la española María Jesús Álava Reyes, que escribió un libro que para mí es clave y define muy bien el momento que vivimos: La inutilidad del sufrimiento.
Como muchos integrantes de la generación millennial estamos viviendo un momento muy duro. Puedo entender lo que es la frustración ante un futuro más que incierto, la desprotección frente a una realidad que nunca se nos mostró tal cual es: injusta a veces, dura, difícil. Vivimos una infancia plena, un paraíso de confort, amor y protección que se desvaneció justo cuando empezábamos la andadura real en el camino de la vida porque nadie nos dijo que la realidad es terca. Nadie nos dijo tampoco que estábamos manejados por unas élites irresponsables, codiciosas, amorales que contribuyeron de forma decisiva al desastre. Incluso aunque se nos educara en la consciencia responsable, el valor del esfuerzo, con la perspectiva actual podemos pensar que todo ese esfuerzo no parece servir de mucho puesto que nos ha llevado a un limbo del que nadie quiere hablar a nivel no sólo económico sino psicosocial. De ese limbo no nos salvarán políticos, pseudolíderes místicos ni banqueros. Nos salvará el poder de nuestra mente. Es decir, nos salvaremos nosotros a nosotros mismos.
De eso precisamente habla María Jesús Álava Reyes en su obra. Vivimos en una sociedad que además nos frustra con expectativas de postureo consumista inasumibles poniéndonos modelos inalcanzables como ejemplos a seguir. No todo el mundo puede ser Meghan Markle y pasar de ser una chica normal a pertenecer a una élite exclusiva. Tampoco es una situación ideal, puesto que también pagará sus peajes por vivir en ese ámbito. Cada historia de éxito es también la historia de un sufrimiento y de un camino. Pero no podemos ponernos más baches de los que hay en la carretera y debemos responsabilizarnos de nuestras decisiones.
No somos perfectos y por tanto, tenemos derecho a equivocarnos, asumir que habrá retos y cosas que no podamos controlar ni conocer bien, asumir que las cosas que realmente merecen la pena no llegan en un segundo, sino que tardan en conseguirse pero eso no quiere decir que no podamos llegar a ellas. Nos hemos vuelto crispados, ansiosos e intransigentes protestando por cualquier situación como un niño de tres años y juzgando constantemente todo y a todos como si fuéramos dioses. Tener una opinión propia y bien formada no significa juzgar desde la posesión de la verdad absoluta.
Son esos los comportamientos que debemos cambiar para liberarnos de esa tiranía de la ansiedad. Así podremos disfrutar de un camino mucho más interesante, creativo y genuino que el camino del ritmo frenético sólo hacia la producción constante, la eficiencia máxima en todas las ocasiones. No somos robots. Y nos estamos destruyendo a nosotros mismos pensando que para ser felices debemos actuar igual que actuarían ellos.
Aunque suene casi a eslogan new age cada persona tiene su propia historia, tan digna, valiosa e interesante como la del resto. Necesitamos más humildad para aceptar y entender nuestras limitaciones, empatía para entender nuestras necesidades y las de los que nos rodean y valentía y fuerza para vivir desde un presente consciente, sin recrearnos en el pasado ni forjarnos expectativas imposibles de un futuro ideal que nunca llegue. Sólo así evitaremos la ansiedad y el sufrimiento inútil.