No quiero llegar a la precipitada conclusión de que hay una fuerza diabólica empeñada en destruir un país, país que, como Venezuela, fue tierra excepcional para buscar la convivencia humana. Convivencia libre, pacífica, democrática, solidaria y próspera.
Confieso que siendo hombre de fe, me inclino por no perder la esperanza. Sin embargo, hay hechos que inquietan, confunden.
Veamos: incluyendo al opinante más «duro de mollera» -que sí los hay- hay certeza de que Venezuela está al borde del abismo. Ahora, si existe ese consenso, la pregunta casi absurda es ¿cuál es esa especie de masoquismo para no unirse y salvar la madre de todos, que es el país?
Por una parte, el Gobierno no sale de su patológica obsesión de aferrarse al poder, inventando, todos los días, más y más insensateces que acrecientan la angustia de 38 millones de venezolanos (donde, desde luego, se incluyen a los oposicionistas y al círculo de «enchufados» que apoya al Gobierno). Por otra parte, el 90% de los que sufren añorando con la necesaria salida de actual Gobierno, no logran entenderse para una acción unitaria elemental, a pesar de que cada grupo dice tener la solución mágica, ideal... pero exclusiva.
El infierno está a la vista -y aunque resulte cansón repetirlo por archiconocido- es bueno reiterarlo «machaconamente» para no olvidar el dantesco drama que ha creado la revolución bonita: hambre generalizada, hasta el extremo de que el cinismo de un parlamentario oficialista dijo que «la búsqueda de comida en la basura no era sino un inteligente reciclaje de proteínas aún aprovechables»; ausencia de servicios vitales (transporte, gas, luz, bancos, comunicaciones); carencia de medicamentos y hospitales inoperativos; diáspora diaria a la aventura de miles y miles de jóvenes y familias desesperanzadas; desastre en PDVSA, empresa pulmón de la economía venezolana que, en pocos años -por corrupción e ineptitud gerencial- su producción ha bajado de 3 millones de barriles diarios a menos de 1 millón; récord mundial de superinflación donde los productos suben 10% diarios; violencia e inseguridad sin precedentes; control y amenazas de cierre a los medios de comunicación, presos políticos; tribunales domesticados; elecciones amañadas; censura y repudio de la comunidad internacional… en fin, un país «para llorar».
Un respetado historiador venezolano, Arturo Uslar, sostenía que a su país lo perseguía «la histórica presencia de caudillos y un pueblo inclinado al jefe superior». A otro le leíamos que era un rasgo de la idiosincrasia del país y que el período de 40 años democráticos «fue un accidente». Estas afirmaciones podrán tener validez o ser discutidas sociológicamente pero cuando los límites llegan al extremo, la tolerancia, por instinto de supervivencia, debe ceder y gritar ¡basta!.
Otra teoría -trasunto típico del pragmatismo y la moral marxista- es que un pueblo se doblega a través del pánico y el hambre. Pues bien, ambas acciones fueron implementadas sin ningún tipo de consideración humana en Venezuela. Pero -aceptemos- también esa inmoralidad le suena un campanazo para que el pueblo despierte.
Lo que aún cuesta entender es por qué la masa (el pueblo) y sus conductores eventuales no visualizan o sintetizan cuáles son las únicas razones para lograr el consenso y abandonar apetitos de políticos enanos.
Chile, que vivió un escenario de polarización radical -donde hasta el odio y la violencia fueron ingredientes desoladores- llegó a un punto de entendimiento… pensando sinceramente en la supervivencia y mandato de recuperar la libertad y paz del país. Así, demócrata-cristianos, comunistas, socialistas, radicales, organizaciones sociales y todo el mundo abandonó sus exquisiteces ideológicas o ambiciones particulares y se unió tras el interés superior que debe ser siempre salvar un país y construir condiciones humanas para generaciones futuras.
¡Así cayó el dictador todopoderoso que se ufanaba diciendo «nada, ni una hoja se mueve en Chile que yo no lo sepa y controle»! Chile y otros casos del planeta son buenos ejemplos a seguir.
Por eso, amigos venezolanos, a pesar de todos los augurios y opinadores catastrofistas, creo que en Venezuela llegó la hora de decir... ¡Basta!