Las grandes catástrofes provocan una serie de fenómenos colaterales poco apreciados, entre ellos el desplazamiento masivo de la población afectada. Volcanes, terremotos, maremotos, sequías, inundaciones, guerras, epidemias, hambrunas, comercio, capitalismo y otras calamidades se cuentan en la larga lista de las causas de lo que mi amigo KK, de origen austríaco, llama migrazione dei popoli, y mis panas italianos invasiones bárbaras. Ellos se refieren a los pueblos germanos que invadieron el Imperio romano y más precisamente Roma. Yo, a un desastre en curso cuyo tratamiento es otra vergüenza más para la Humanidad.
Desde antes de Cromagnon los seres humanos se desparramaron, progresivamente, por todo el planeta, terminando por poblarlo hasta en las regiones más lejanas, aisladas e inhóspitas. Nosotros somos el resultado de esas migraciones. De ahí en adelante los desplazamientos masivos de población nunca pararon. De vez en cuando –y de cuando en vez– se aceleraron por las causas enumeradas más arriba.
Así, por dar un ejemplo, los europeos descubrieron lo que más tarde llamarían América, y de paso se la hicieron. Contando a los europeos que emigraron al nuevo continente, a los africanos que secuestraron, comerciaron y llevaron a la fuerza a servirles de esclavos, y a los asiáticos que llegaron por diferentes vías, el continente americano se transformó en una vasta región de mestizaje.
Europa… para qué decir. Los bretones, población celta, tiene sus lejanos orígenes en pueblos indoeuropeos, es decir asiáticos. A nadie lo sembraron. Somos producto de las migraciones.
Los intereses político-económicos de la Europa actual, –en fin, de sus bancos y de su industria–, hacen que, apoyándose en un invento relativamente reciente –el derecho de intervención humanitaria–, se arroguen plena potestad sobre países y pueblos que no les han pedido nada. Solos, o con el amable concurso de los EEUU y la OTAN, se van a bombardear países, preferentemente petroleros, con el pretexto de combatir los excesos de dictadores que ellos mismos pusieron en el trono, armaron y protegieron.
Iraq, Libia, Siria, Yemen y Malí se cuentan entre los favorecidos por las «intervenciones humanitarias». De paso, tales intervenciones agudizan el drama de otros pueblos, como los kurdos, esparcidos en el territorio de cuatro países diferentes (Siria, Turquía, Iraq e Irán), y traicionados por occidente con una perseverancia rayana en la obsesión. No cuento aquí países ocupados de facto, como Djiboutí, sede de bases militares diversas y variadas, y de más de algún crimen poco comentado en la prensa internacional.
Las numerosos y prolongadas guerras (la de Afganistán dura ya más de 15 años) provocaron olas de emigración forzada que sumergen importantes regiones en un drama indescriptible. Millones de migrantes se amasan en Líbano, Turquía, Grecia, Italia y otros países.
Mientras tanto, la Unión Europea los rechaza como un peligro para su «identidad», y por miedo al renaciente fascismo que se impone ya en algunos países de la Unión. Como suele suceder, la cuestión principal se reduce a la pobreza. Cuando un turista afortunado llega a cualquier país de Europa, ya sea negro, gitano, árabe, judío, amarillo o sudaka, las puertas se abren.
En el verano del 2014, Salmane ben Abdel Aziz, rey de Arabia Saudí, vino al sur de Francia a pasar algunos días de vacaciones. A Vallauris, para ser exactos, pueblito del Midi que ya conoció huéspedes más respetables. Picasso, por ejemplo, que revolucionó la tradición de la cerámica local, dejó obras suficientes para hacer un museo y, sobre todo, su espectacular y conmovedora obra La guerra y la paz que orna la capilla del castillo de Vallauris.
Salmane ben Abdel Aziz exigió que cerraran la playa de la Mirandole para su uso exclusivo y el de sus 400 invitados. El Estado francés acató sus deseos y ahí fue Troya. Francia es una República y todo ciudadano tiene el derecho de ir donde le salga de las narices. No hay playas privadas, aparte un par de excepciones por razones de Estado. Ningún pijotero rey que venga de vacaciones, incluyendo a Isabel de Inglaterra, puede permitirse cambiar las leyes de la República.
Cuando se trata de los miserables, por el contrario, asistimos a un concurso de hipocresía y de infamia. Cada país lucha porque sea el vecino el que acoja a los migrantes. Macron tiene posibilidades de ganar el concurso, mientras la derecha alemana le hace la vida imposible a Angela Merkel y pone en peligro la estabilidad de su gobierno.
En Italia –país que estuvo en primera línea del rescate a los inmigrantes que atraviesan el Mediterráneo durante demasiado tiempo sin obtener nada de sus socios europeos aparte la indiferencia–, gobierna una coalición neofascista que se niega a recibir a nadie más. Grecia se hunde bajo el peso de la austeridad impuesta por la Troika, y de cientos de miles de inmigrados que la UE le prohíbe dejar salir bajo pena de retirarle las «ayudas» financieras.
Más de un país europeo construyó muros para impedirle la entrada a los inmigrantes mucho antes de que Trump concibiese la idea (Bulgaria, Hungría, Francia, España…). Un diputado francés, Eric Ciotti, llama a una «acción concertada, organizada, militarizada», para impedir que los africanos lleguen a Europa. Pobres de mierda… ¡Fuera!
La Unión Europea, reunida en cumbre, decidió hacerle frente a la crisis migratoria no decidiendo nada. En Alemania, Angela Merkel, acorralada por su propio ministro del Interior que rechaza admitir más inmigrantes, tuvo que aceptar la creación de «centros de migrantes» en su frontera con Austria.
«Tras intensas negociaciones entre la CDU y la CSU hemos llegado a un acuerdo para prevenir en el futuro la inmigración ilegal en la frontera», anunció Horst Seehofer, ministro de Interior alemán y líder rebelde bávaro que durante dos semanas ha amenazado con derribar el Gobierno. El pacto incluye la creación de centros para migrantes en la frontera y permite a Seehofer, salvar la cara y retirar su amenaza de dimisión.
Tú dirás lo que quieras, pero eso se parece como dos gotas de agua a los campos de concentración de siniestra memoria. Solo falta que separen a los niños de sus padres, como hace Donald Trump.
Este modo de hacerle frente a una crisis humanitaria no tiene nada de novedoso. La pobreza y la miseria fueron tratadas del mismo modo desde tiempos inmemoriales. El Papa Sixto V (1585-1590), primer Papa eslavo contrariamente a quienes afirman que el primero fue Juan Pablo II, dejó un ejemplo imperecedero.
Camillo Faniucci, cronista de las buenas obras de Gregorio XIII y de Sixto V (Trattato di Tutte le Opere Pie dell’Alma Città di Roma, 1601), escribía:
«En Roma no se ven más que mendigos, y son tantos que es imposible andar por la calle sin que se agolpen a tu alrededor».
Sixto V –de origen serbio, cuyo nombre era Srećko Perić, traducido al italiano como Felice Peretti–, un alma de dios, asumió la tarea de terminar con ese escándalo. Para ello, en su bula Quamvis Infirma, pronunció una dura diatriba contra los mendigos, clamando:
«los pobres deambulan por las calles como animales salvajes, con la única intención de llenar sus estómagos».
Peor aún, «sus gemidos y lamentos distraen a los fieles que rezan en las iglesias» (Helen Langdon – Caravaggio, 2002).
Guiado por el aforismo que reza –si oso escribir– a grandes males, grandes remedios, Sixto V hizo construir un hospital cerca del Ponte Sisto, donde confinaron a todos los pobres. No debes confundirte con la palabra hospital, visto que en el siglo XVI designaba una suerte de cárcel para miserables, enfermos, discapacitados y otros indigentes.
Durante las hambrunas de 1590 los pobres y los mendigos se multiplicaron y las calles estaban llenas de carteles pidiendo la expulsión de mendigos y gitanos. El cuerpo de policía romano, los sbirri (de donde nos viene la palabra española esbirro), despreciado por todos, intentaba controlarlos y las cárceles de la ciudad estaban llenas de judíos, gitanos, esclavos y vagabundos.
La Iglesia hizo pasar las acciones represivas de Sixto V por una política social de una extrema generosidad. Así, si te refieres a algunos textos oficiosos, encuentras este tipo de afirmación:
«Con Bolla “Quamvis infirma” del 1587 Sisto V Peretti, Papa della Roma Controriformista, istituisce il primo punto di assistenza sociale istituzionalizzata: l’Ospedale dei poveri».
(Antonio Tosti, «Relazione dell’origine e dei progressi dell’Ospizio apostolico di S. Michele», Roma, Stamperia dell’Osp. Apostolico, 1832).
Dicho en cristiano:
«Con el Bulo 'Quamvis Infirma' de 1587 Sixto V Peretti, Papa de la Roma Contrarreformista, instituyó el primer punto de asistencia social institucionalizada: el hospital de los pobres».
Ahora bien, la multitud de pobres no estaba enferma: era simplemente pobre y estaba hambreada. Pero en esa época, la Europa que ya conocía fortunas considerables y célebres, estimaba que el mejor modo de tratar la miseria consiste en sacarla de la vista, o bien en ahorcar a los miserables (en Inglaterra ahorcaron a decenas de miles…). Así nacieron los «hospitales» y otros Hôtel Dieu, y a eso le llamaron caridad.
Como ves, de Sixto V a Macron, Merkel y compañía… media solo una distancia temporal. Los métodos son más o menos los mismos. Ya no se ahorca a nadie, es verdad: miles de miserables se ahogan en el Mediterráneo antes de llegar a Europa.