Si los ingleses creen ser los más conservadores del mundo, les desafío a conocer Chile. Aquí, todo individuo parece transformarse en un conservador, por más que alardee de posiciones revolucionarias o «progresistas», como suele decirse. Sostengo que si el Che Guevara, personaje admirado por mí -aunque frunzan el ceño y me escruten con reprobación los individuos parientes de mi propia tribu, mis ex condiscípulos del colegio y algunos amigos del mundo «social»-, se hubiese radicado en este pétreo Último Reino, estaría hoy adherido a las agrupaciones más retrógradas, aun cuando ellas ostentasen rótulos de avanzada.
Todo parece inducirnos aquí a adoptar posiciones estáticas. Hasta el clima contribuye a ello, especialmente en la zona central de Chile, donde habita más de la mitad de la población (entre La Serena y Chillán). El clima es parejo, no tiene mayores contrastes. Así, en verano, en otoño, en primavera y en invierno, puedes tener días soleados y calor reconfortante, salvo algunas lluvias esporádicas que no alcanzan para generar estados climáticos extremos. Por eso, las prendas de vestir más recurridas son, entre nosotros los chilenos, las de «media estación», es decir indefinidas, especie de comodines entre la canícula del mediodía y el frescor vespertino.
Este medianismo estacional permea las ideologías y las instituciones, para lograr el perfecto equilibrio sociológico. Desde el partido Unión Demócrata Independiente (UDI), pasando por la tibieza retrógrada de Renovación Nacional, por las hesitaciones centristas de la democracia cristiana, los cambios cosméticos de los socialistas, hasta llegar al monolítico Partido Comunista, quizá el más tradicional de nuestros referentes políticos, advenimos a un perfecto consenso de voluntades que deja chico al Gatopardo de Tomasi di Lampedusa.
«Cambiar, sí, cambiar para que todo permanezca igual». Unas cuantas pinceladas sobre la mohosa carcaza del poder, apagando los coloridos más intensos, transformando el rojo en un rosado inane, el verde en un nilo inofensivo, el negro en un gris de neblina mañanera, el amarillo en un ocre conventual, el azul en un cielo desteñido por la polución.
Lo que cuenta es la absoluta certeza de que amanecerás en el mismo reino, que no habrá cambios significativos, salvo algún intempestivo sismo, porque si tenemos algo revolucionario y amenazante, es la inestabilidad telúrica del largo territorio asentado sobre un centenar de volcanes activos. Pero el miedo abisal a los desastres naturales fortalece nuestra impronta conservadora y el prurito del encierro. Este es el contraste, la paradoja que hace más fuerte el endémico conservadurismo nacional: ni siquiera los violentos sucesos geológicos serán capaces de alterar nuestra fatal parsimonia de isleños sin océanos por conquistar (y hay quien tuvo la osadía de calificarnos como los «ingleses de Sudamérica»). El mar, salvo para los chilotes, nunca fue un desafío para los habitantes de esta isla enjuta e interminable; tampoco la cordillera con sus cumbres colosales. Este no es país de marinos ni de montañeses, sino de ceñudas gentes de tierra adentro, asiduos a los valles tranquilos que invitan al reposo, al olvido y al ocio inútil.
Entre las tibias y tímidas leyes que logró plasmar la administración Bachelet, estuvo la llamada «ley del aborto», que no es otra cosa que la aprobación reglamentada de tres causales básicas e incuestionables, salvo en Chile, donde las fuerzas reaccionarias, incluyendo a la más retrógrada de las versiones del catolicismo: la Iglesia Católica chilena, no trepidaron en calificar de «asesinos» a los promulgadores de una iniciativa necesaria y justiciera en la lucha por la dignidad de la mujer, cuyo estatus de derecho, en este país, solo es comparable con el de sus pares en las naciones más atrasadas del orbe.
En un par de días más, asumirá la presidencia de nuestra añosa República, el empresario y especulador internacional, Sebastián Piñera Echeñique, biznieto de inmigrantes que suele despotricar contra las nuevas migraciones a Chile, haciendo malos chistes racistas acerca de los haitianos y de otras etnias menos favorecidas.
Cabría pensar que habrá cambios radicales en su gestión, borrando con el codo lo que pudo escribir su antecesora de «centroizquierda». Nada de eso. La política económica seguirá siendo la del modelo neoliberal, en su versión «salvaje». Es probable que disminuyan ciertos asistencialismos de parche y se incrementen las iniciativas «emprendedoras» de quienes privilegian los resultados macroeconómicos por sobre el bienestar de las grandes mayorías. Pero no se tratará de cambios sustanciales. La única esperanza en contrario, a favor de políticas de incentivo social, podría recaer en el conglomerado que apoyó en las primarias a Beatriz Sánchez. Sin embargo, desde el pesimismo al que adhiero, diré que es solo cuestión de tiempo para que esta nueva fuerza se fosilice, ahogada por la nebulosa del quietismo.
Un buen amigo me hace ver la importancia del reciente triunfo cultural que nos hizo acreedores al Oscar, por el film Una Mujer Fantástica, y su implicancia para generar cambios en las políticas de cultura. Le retruco que nuestra próxima ministra del ramo es una ingeniero (¿ingeniera?) comercial, imbuida hasta la médula de los principios de eficiencia y productividad. Ella adelantó ya que disminuirán los aportes del Estado para iniciativas culturales, pues habrá que recabarlos del mundo empresarial... Será como pedirle peras al olmo. En la sobremesa de esta familia tradicionalista que llamamos Chile, mientras se degustan los bajativos, se alzan voces mesuradas por la prudencia y las buenas costumbres, para recordarnos que las fuerzas del mal –marxistas, librepensadores y ateos- han logrado infiltrarse en las instancias de la cultura y el espectáculo para premiar una obra de contenido inmoral y perturbador. ¡A dónde iremos a parar! Un travesti consagrado artista universal y aplaudido en los cuatro puntos cardinales.
En el momento en que sirven en la mesa las aguas carminativas, mientras saboreo una infusión de apaciguadora salvia, estoy a punto de decir a los comensales: «A no preocuparse tanto. Con un poco de paciencia (y mucha fe en la Patria y en nuestras instituciones) también podemos hacer de Daniela Vega una figura conservadora».
Porque no es cosa de perder así no más nuestro paraíso.