Walter aún vivía, mucho antes de palmarla en un taxi improbable en Manila. Estábamos en un «resort», en Maitencillo, historia de pasar el fin de semana respirando aire puro, antes de regresar a ahogarnos en Santiago. Ni tan puro el aire: entre los huéspedes estaba el primo Tocho, que rápidamente rebautizamos Totoche (chupete, en francés). Tocho, tú ya sabes, ese que en sus cumpleaños de niño soñaba con comerse toda la torta, solito. Tocho, alma de empresario desde la cuna.
Si evocas la Declaración de los Derechos del Hombre delante de Roberto Garretón, escucharás inmediatamente su indefectible observación: «La de 1793… la de 1793». Roberto conoce sus clásicos.
La Declaración de 1789 es la de los poderosos, más preocupados de consagrar la intangibilidad del derecho a la propiedad que la justicia en la Tierra. ¿Te sorprendería saber que, de 1789 a 1793, la Asamblea Constituyente, la Legislativa y la Convención no descansaron hasta establecer la inviolabilidad y el carácter sagrado de la propiedad? Danton fue hasta declararla eterna.
Dios les importaba un cuesco: eran mayoritariamente volterianos. Pero la propiedad debía ser sagrada, divina, digna de veneración y respeto. Régis Debray señala que lo sagrado precede a dios:
«Una sacralización (…) es el acto reflejo de un instinto de conservación frente al riesgo de la inpermanencia. Lo que lo hace intratable y paradojalmente mortal apenas toma posesión de una lucha política. No siendo del orden de lo cuantitativo, y por ende de lo negociable, lo sagrado suscita la ascención a los extremos. Cuando una comunidad lucha por salvar su piel (…) no escatima los medios: la lucha es a muerte, porque lo que está en juego no es lo que tiene, sino lo que es».
(Régis Debray. «Éloge des frontières»).
Dicho de otro modo, si la sagrada propiedad está en juego, los poderosos tiran a matar.
Cuando los hambreados proletarios del Faubourg Saint-Antoine se rebelaron, en mayo del año 1795, el general Pichegru los masacró dentro de la iglesia Nôtre-Dame-de-Paris. François-Antoine de Boissy d’Anglas pudo decir: «Una nación bien organizada es gobernada por los propietarios». En virtud de lo cual la República le dio su nombre a la calle que va del Boulevard de Malesherbes a la Place de la Concorde.
El historiador Jacques Godechot fue lúcido al escribir: «¿Qué es la revolución francesa? Después de todo no fue sino el paso del sistema feudal agonizante al naciente sistema capitalista».
Si la Declaración de 1789 estableció que los hombres nacen libres e iguales, los girondinos se las arreglaron para conservar el esclavismo y limitar el derecho a voto, que quedó ligado al nivel de ingresos. Peor aun, para ser candidato tenías que pagar al menos un «marco de plata» en impuestos, o sea disponer de una renta significativa. Así nació la distinción entre ciudadanos activos –los que podían votar–, y ciudadanos pasivos, o sea los pringaos. Libres e iguales, pero unos más libres y más iguales que los otros.
La Declaración de los Derechos del Hombre de 1793 es otra cosa, es la de Hérault de Séchelles, la de Saint-Just. La de Robespierre. De allí vinieron la abolición de la esclavitud, el sufragio universal, la limitación del derecho a la propiedad, el derecho de resistencia a la opresión y la libertad de prensa. El artículo 25 de la Declaración de 1793 precisa que la soberanía reside en el pueblo. Su texto garantizaba la libertad de culto, así como la libertad de comercio y de industria. Si no sabías por qué guillotinaron a Robespierre y sus amigos, ahora lo sabes. ¿A quién se le ocurre echar a perder el negocio?
Apuesto a que no escapó a tu atención que la Declaración de 1793 estableció un límite al derecho a la propiedad. En mi Liceo de San Fernando me lo explicaron con manzanas: «El derecho de cada ciudadano se termina allí donde comienza el derecho del prójimo». Por consiguiente, el derecho a la propiedad se termina allí donde su acumulación es dañina para el derecho de los demás.
En el año 1820, poco antes de su muerte, David Ricardo le escribió a Thomas R. Malthus una carta en la que, a mi modesto parecer, tomó cuenta del principio que limita la propiedad:
«En su opinión, la economía política es una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza. Yo estimo por el contrario que debe ser definida como una investigación sobre la distribución… Cada día que pasa estoy más convencido que la primera es vana y decepcionante, y que la segunda constituye el propio objeto de la ciencia».
Si no tienes nada más importante que hacer, cuéntaselo a Warren Buffet, a Luksic, a Piñera, a Eliodoro Matte. Sin olvidar a Nicolás Eyzaguirre y otros zascandiles como él, que te explican que Chile no está preparado para proceder a la justa distribución de la riqueza creada con el esfuerzo de todos. De paso le envías esta nota al decano de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile: en una de esas se entera.
De todos modos servirá de poco: la regla que se impuso –la que impusieron– no es la del reparto, no es la de la distribución ecuánime, sino la de la concentración de la torta en pocas manos. Triunfó el primo Tocho, o Totoche como hubiese dicho Walter si no la hubiese palmado en ese taxi improbable, en una calle aún más improbable, de la lejana e improbable Manila.