Capturados, humillados, maltratados, torturados para asegurar la dominación por la debilidad y el miedo. Expuestos cual mercancía, un hombre muestra sus cuerpos, sus dentaduras, los músculos de los hombres, describe su condición física para el trabajo y sus talentos; después exhibe a las mujeres, sus senos, sus glúteos, sus vientres, que evidencian su capacidad para la fornicación y la procreación. Hombres y mujeres negros, africanos, reducidos a objetos, deshumanizados, traficados, subastados y vendidos como esclavos.
No, este no es un relato de la esclavitud en el periodo colonial -contrario a lo que se cree-, la esclavitud y el colonialismo no han desaparecido. Estos hechos fueron evidenciados en Libia y las imágenes de una subasta de hombres en Trípoli dieron la vuelta al mundo cuando fueron mostradas por la cadena de noticias CNN en agosto de 2017; desde entonces, no han dejado de aparecer evidencias y testimonios de la violación de derechos fundamentales, y por tanto, de un crimen de lesa humanidad.
Las víctimas son inmigrantes africanos, la mayoría provienen de Somalia, Sudán, Egipto, Nigeria, Mali, Guinea, Senegal y Costa de Marfil, quienes huyendo de la pobreza y de la violencia de sus países -la cual con frecuencia es generada por las guerras proxy impulsadas por los países a donde ellos se dirigen-, atraviesan Libia en su afán de llegar a Europa en la búsqueda de una vida mejor. Sin embargo, el importante tránsito de africanos por Libia, el desmantelamiento de institucionalidad en este país y el racismo, se articularon y dieron paso a la consolidación del tráfico y trata de personas en la región, específicamente migrantes africanos, así como, a la restauración de la trata negrera y el mercado esclavista.
Algunos traficantes secuestran a los viajeros, los obligan a entregarles todo lo que llevan consigo y les solicitan altas sumas de dinero para poder recuperar la libertad y continuar su camino, la mayoría no los tienen y son sometidos. A otros se les obliga a contactar a sus familiares, quienes se ven obligados a vender sus pocas pertenencias para enviar los recursos que permitan liberar a sus parientes. Una cantidad importante de los migrantes privados de su libertad son asesinados ante la imposibilidad de obtener el dinero que le es solicitado, otros, enfermos por los maltratos, el hambre y la tortura son abandonados en el desierto donde su muerte se hace inminente.
Aquellos que sobreviven y no tienen la posibilidad de comprar su libertad, son finalmente vendidos a comerciantes libios como mano de obra esclava. Las mujeres por su parte, durante el cautiverio son sometidas a maltrato físico, psicológico, pero sobre todo a las violaciones; para posteriormente ser vendidas como otrora para para el trabajo de servicio y como esclavas sexuales. Así mismo, se ha denunciado que los precios de estos neoesclavos oscilan entre los 400 y 4.000 dólares.
Estas prácticas han despertado la atención de la comunidad internacional y la indignación de las organizaciones que luchan por los derechos humanos de los migrantes, los africanos y contra el racismo. Pese a ello, hay quienes afirman que estas prácticas se vienen realizando desde hace mucho tiempo, pero también que esto está ocurriendo en otros países de la región, pero la indiferencia y la inacción prevalecen ante estos crímenes.
Las Naciones Unidas denunciaron estos hechos y reclamaron medidas concretas, incluidas sanciones, para acabar con la venta de inmigrantes como esclavos en Libia y proteger los derechos de las personas que tratan de llegar a Europa. Al respecto, el Alto Comisionado para los Refugiados de la ONU, Filippo Grandi, ha afirmado que «los graves abusos perpetrados contra migrantes y refugiados en las rutas del Mediterráneo central ya no pueden ser ignorados»; no obstante, la realidad es que hombres y mujeres africanos continúan siendo vendidos, mientras que la trata negrera y la esclavitud se rearticulan y fortalecen bajo la complicidad y la indolencia de los Gobiernos y los organismos internacionales.