Supongo que Donald aprendió a decir desde pequeño aquello de «pero si no es tan grave». Intuyo que con el tiempo ha desarrollado esa levedad del ser y maneja sus decisiones de Estado con la misma alegría.
El presidente de los Estados Unidos ha reconocido a Jerusalén como capital de Israel, así, un día cualquiera de su agenda. Además informó a los medios de todo el mundo que trasladaría su embajada desde Tel Aviv.
Este segundo punto en la actualidad puede ser una novedad, pero en términos históricos desde la creación del Estado de Israel muchos países han situado en Jerusalén su embajada ante Israel, incluyendo varios países africanos y latinoamericanos, e incluso Holanda por parte de Europa. Pero esto no implicaba el reconocimiento de la capitalidad, siempre ha sido una cuestión práctica, dado que el Gobierno, el Parlamento y las principales instituciones israelíes están en Jerusalén.
En esa levedad marca Trump, el presidente añadió que su decisión «es buena para el proceso de paz». Supongo que miles de palestinos no lo ven así. Menos de 24 horas después del discurso del presidente, la respuesta en la zona de Gaza y Cisjordania ha sido: «Jerusalén es la capital del Estado de Palestina», «Muerte a Estados Unidos», unos bonitos eslóganes que se escucharon también en Jordania, Líbano, Turquía, Pakistán, Yemen y Afganistán.
El ambiente depresivo en Jerusalén Este contrastaba con la normalidad en la zona judía en la que aparecieron algunos carteles de agradecimiento a Trump con el lema JerUSAlem. Donald les ha dado su regalo de Navidad, sobre todo a los votantes evangélicos norteamericanos, a los que debe su elección.
El anuncio del presidente de EEUU rompe setenta años de consenso internacional sobre el statu quo de Jerusalén, dividida desde 1948 en dos mitades: la occidental, israelí, y la oriental, palestina. Desde 1980, Israel declaró Jerusalén como su capital incluida en la parte oriental de la ciudad, ocupada en 1967 tras el final de la Guerra de los Seis Días. El mundo nunca reconoció la anexión y el estatus de la ciudad empezó a ser considerado uno de los problemas centrales del conflicto palestino-israelí. Por eso todas las embajadas extrajeras en Israel se encuentran en Tel Aviv.
Israel considera a Jerusalén su capital de forma indivisible algo que ningún país reconoce, ahora lo hace EEUU. Por su parte, los palestinos aspiran a declarar Jerusalén Este como capital de su futuro Estado. La comunidad internacional siempre ha entendido que el estatus final de la ciudad debe decidirse en un acuerdo entre israelíes y palestinos. La declaración de Trump no distingue la parte oriental ni occidental y habla sólo de Jerusalén, lo que legitima la aspiración de Israel y frustra los deseos palestinos de establecer su soberanía en el Este.
Jerusalén es la ciudad sagrada para las tres principales religiones monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el Islam. Los palestinos practican tanto el cristianismo como el Islam, mientras que los israelíes profesan la fe judía mayoritariamente. Jerusalén Este, la parte palestina ocupada por Israel, incluye la Ciudad Vieja, donde se encuentra la Explanada de las Mezquitas, el Muro de las Lamentaciones y la iglesia del Santo Sepulcro. La población de la ciudad es de 850.000 personas, de las cuales los palestinos conforman el 37 por ciento y de estos, más del 80 por ciento viven en la absoluta pobreza.
Antecedentes históricos
La Declaración Balfour, en 1917, fue el documento en el que por primera vez el Gobierno británico respaldó el establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina. El texto fue incluido en 1922 por la Liga de las Naciones en el Mandato Británico sobre Palestina, mediante el cual el Reino Unido quedaba formalmente encargado de administrar esos territorios.
Después de la Segunda Guerra Mundial y tras el Holocausto, aumentó la presión por crear un Estado judío. Tras la fundación de Israel en mayo de 1948, la tensión pasó a ser una guerra abierta en la zona. Al día siguiente, Egipto, Jordania, Siria e Irak invadieron el territorio.
Tras la creación del Estado de Israel y el desplazamiento de miles de personas que perdieron sus hogares, el movimiento nacionalista palestino comenzó a reagruparse en Cisjordania, controlado por Jordania y en Gaza, controlados por Egipto.
Tras años de matanzas, la Organización para la Liberación de Palestina, liderada por Yasser Arafat, e Israel firmarían en 1993 los acuerdos de paz de Oslo, en los que la organización palestina renunció a la violencia y el terrorismo y reconoció el derecho de Israel a existir en paz y seguridad. Un reconocimiento que la organización palestina Hamás nunca aceptó.
Desde los acuerdos de Oslo las perspectivas de paz son cada vez más irreales debido a la continuidad de la ocupación israelí de los territorios palestinos y a la política de construcción de asentamientos judíos en Cisjordania, factores que hacen que la soberanía palestina sobre su tierra sea limitada y fragmentaria. Aunque la comunidad internacional sigue apegada a la llamada solución de dos Estados, uno israelí y otro palestino, que convivan en paz, la realidad sobre el terreno la hace inviable.
¿Por qué ahora?
El Congreso de EEUU adoptó en 1995 una ley para trasladar de Tel Aviv a Jerusalén su embajada en Israel. Entonces el Senado aceptó la resolución por 93 votos a favor y 5 en contra. La Cámara de Representantes votó 374 a favor y 37 en contra. Se ordenaba el traslado de la embajada a la capital de Israel, es decir a Jerusalén. La intención es acabar con una anomalía y un carácter provisional que no responde a la realidad ya que Jerusalén alberga todas las instituciones de la única democracia de Oriente Medio.
Trump prometió en su campaña electoral que trasladaría la embajada en Israel a Jerusalén, entre las razones que justifican su posición está su hija Ivanka Trump, y su yerno Jared Kushner, que profesan el judaísmo y tienen una cálida relación con Benjamín Netanyahu, así como la población protestante evangélica norteamericana (alrededor de un 25 por ciento de la población total) que votó en masa por Donald Trump el año pasado, y tres cuartas partes de la misma apoya con entusiasmo la política del presidente.
El evangelismo protestante es una corriente transversal que subraya «el renacer de nuevo» y el carácter nuclear y exclusivo de la Biblia. Su piedra angular es la fe exclusiva en la Escritura y esto significa primordialmente para el destino de Israel que Jerusalén sea su capital. Para ellos estar contra Israel es estar contra Dios.
En el núcleo del evangelismo norteamericano ha germinado el sionismo cristiano, un concepto que se desarrolló en Estados Unidos en el siglo XIX (antes en Inglaterra en el siglo XVII) y que defiende la reunión del pueblo judío en Israel, requisito imprescindible para la segunda y definitiva venida de Cristo a la tierra. Jerusalén, por tanto, para ellos es la capital única y eterna, tal como también establece la ley israelí aprobada en 1980.
De todo esto se podría deducir que Trump cumple con sus promesas electorales. También se podría pensar que sus asesores geopolíticos expertos en Oriente Medio estaban encerrados y amordazados en el cuarto oscuro de la Casa Blanca, o que de cara a la Navidad precisa que todo esté en orden en Jerusalén para el nacimiento del Niño Dios.
A decir verdad yo creo que le ha hecho un flaco favor a su colega Netanyahu, ya que su decisión a corto plazo puede ser un reconocimiento para Israel, pero su movimiento expone y debilita al mandatario israelí, que necesita estrechar sus relaciones con los países de la región para contrarrestar a Irán. No trenzaría yo aún la corona de laurel.
Si algo ha demostrado Donald Trump es que le encanta llevar la contraria a todo el mundo, y siempre podrá decir que el apoyo a Israel no es un asunto político sino una cuestión bíblica.
¿Es realmente grave reconocer a Jerusalén como capital de Israel cuando es territorio palestino ocupado desde 1967? ¿De facto o de iure? Para aquellos que piensan de iure: ¿qué hacemos con los asentamientos judíos en territorio palestino?