Colombia vivió en 2016 un año que debía ser el de su transformación. El momento de superar un conflicto armado que ha dejado miles de asesinados y fallecidos en un país que se había quedado sin energía. Para ello, Colombia celebró un plebiscito que dio la vuelta al mundo por su importancia, en el que la mayoría de los ciudadanos votó No al acuerdo con las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. La historia ya la sabemos: el Gobierno de Juan Manuel Santos acabó modificando algunos puntos del acuerdo, especialmente en asuntos como la reparación material por parte de la guerrilla a las víctimas o modificaciones en la Jurisdicción Especial para la Paz.
Este último punto pasó algo desapercibido mundialmente cuando Colombia llegó a las portadas de la inmensa mayoría de periódicos del mundo por su aterrizaje en la paz teórica. Recordemos que para la práctica falta mucho: sólo en 2017, más de 120 de líderes sociales y comunitarios han sido asesinados en el territorio colombiano. Pero ese asunto parece ser enfrentado por las administraciones públicas como algunos de los últimos coletazos de una guerra sin cuartel que ahora sí tiene las horas contadas. Sabremos en el futuro si esa postura no se hunde en una terrible hipocresía.
La Justicia Especial para la Paz, creada por los Acuerdos de La Habana para tratar de esclarecer y condenar aquellas personas que tuvieron una participación sangrienta a lo largo de los más de 50 años de guerra, ha centrado las críticas los sectores más conservadores del país, encabezados por el expresidente, Álvaro Uribe y su partido, el Centro Democrático. La pasada semana culminaba un periodo habilitado por el Gobierno en el Congreso denominado fast track que debía servir para tramitar leyes y actos legislativos de implementación del acuerdo de paz. Dentro de este procedimiento, el Congreso ha dado forma a esta Justicia Especial para la Paz que se situará por encima del resto de tribunales que existen en Colombia.
La idea era atractiva. La gran mayoría de los siempre enfrentados sectores políticos y sociales de Colombia aplaudieron la creación de este tipo de justicia. El problema se situaba en el plano del procedimiento. ¿Cómo sería esa justicia? ¿Qué delitos perseguiría? ¿Quién debería presentarse ante ella? Rápidamente, todas las partes implicadas en la justicia trataron de manosearla, cuartearla y atraerla a sus intereses. El sector conservador, preocupado por el hecho de que este tribunal apuntara directamente a las relaciones entre el Estado, en la presidencia de varios presidentes encabezados por Uribe, y los grupos paramilitares que asesinaron a miles de personas por todo el territorio colombiano, trató rápidamente de erosionar y despreciar este tribunal. Los guerrilleros de las FARC que ahora se introducen en el pestilente mundo de la política de partidos también dieron sus pasos para que muchas de las decisiones que tomaron cuando se levantaron contra el Estado colombiano no fueran castigadas. Un enfrentamiento sin cuartel que ahora, al menos, se produce sin armas.
Lo que sí parece claro es que este estamento judicial ayudaría a esclarecer todo o gran parte de lo que ocurrió durante décadas de violencia. El conflicto en Colombia ha estado presente a todos los niveles durante años, auspiciado por muchos sectores a los que parecía beneficiar el enfrentamiento. Da la sensación de que la Justicia Especial para la Paz es la única forma de que algún día los ciudadanos colombianos puedan enfrentarse a lo que ocurrió con toda su inmensidad. Un sistema para lograr comprender una mínima parte de por qué se tomaron algunas decisiones inexplicables. Y por qué no, perdonar a los verdugos que debieron transitar por caminos que nunca se les deberían haber abierto.
Pero no sólo se trata de una medida para lograr el esclarecimiento de todo lo que ocurrió. Se trata de una fórmula para perpetuar ese esclarecimiento. La pasada semana, la miembro de la Cámara de Representantes de Colombia por el Centro Democrático, María Fernanda Cabal, aseguró que la Masacre de las Bananeras acaecida en 1928 en la localidad de Ciénaga, cerca de la ciudad colombiana de Santa Marta, fue «un mito histórico». En este exterminio de trabajadores en huelga de la compañía estadounidense United Fruit Company murieron 1.800 personas. Casi 90 años después, la ausencia de una comisión que hubiera sido capaz de oficializar e investigar todo lo que ocurrió en ese momento tiene como consecuencia que algunos dirigentes políticos actuales puedan decir exabruptos como el que afirmó Cabal sin respetar las víctimas de una masacre impulsada por un Estado.
Tras la efervescencia del plebiscito, los líderes políticos de todos los sectores colombianos deben adquirir una altura de la que no han tenido noticias durante décadas. Las causas sociales, las venganzas, la guerra, en definitiva, puede ser una justificación. Pero hoy, todas las personas que participaron en esta despreciable mediocridad deben hacer todo lo posible para que todo se esclarezca. Y todas aquellas personas que tuvieron algún tipo de participación deberán pasar por la justicia para mostrarle a la ciudadanía que tarde o temprano todo se paga.
Despreciar esta Justicia Especial para la Paz con coartadas partidistas significa cimentar que en el futuro los líderes políticos puedan repetir y reiterar nefastas aseveraciones como la realizada por Cabal. Una Comisión de la Memoria ayudará a que las víctimas inocentes de este conflicto enorme y que se escapa de una simple versión puedan comprender qué ocurrió y a que en un futuro no se pongan en duda los testimonios de los millones de colombianos que sufrieron a causa de un conflicto que fue tan enorme que no se zanja con un simple plebiscito. Políticos, sigan haciendo el trabajo para el que han sido encomendados.