El filósofo francés Michel Feher acaba de publicar un libro en el cual analiza el modo en el que el centro de gravedad del capitalismo se desplazó de las empresas industriales hacia los mercados financieros. Según Feher, eso invita a reorganizar las luchas sociales en función de ese desplazamiento.
Por su parte, Vladimir Ilich Ulianov –conocido como Lenin– escribió en el año 1916 y publicó en el año 1917, hace justo un siglo, una obra titulada El Imperialismo, fase superior del Capitalismo. En ese libro Lenin escribe lo que sigue:
«El imperialismo es el capitalismo llegado a un estadio de desarrollo en el que se afirmó el dominio de los monopolios y del capital financiero, en el que la exportación de capitales ha adquirido una importancia de primer plan, en el que la repartición del mundo comenzó entre los trusts internacionales y en el que se completó la repartición de todo el territorio del globo entre los más grandes países capitalistas».
Si lo señalo es porque Feher parece descubrir la pólvora con un siglo de retraso, mientras la llamada clase política hace como que no se entera. Es difícil encontrar una huella de este hecho fundamental en la reflexión política, aparte algunas banalidades acerca de una globalización que comenzó hace milenios.
Gracias a la desbordante creatividad de los poderosos, en cada elección asistimos a una disputa entre opciones –para llamarlas de algún modo– que coinciden en lo esencial: mantener al vulgo, a los pringaos, al personal, al margen de las decisiones reales.
Con el tiempo las formas cambiaron. El sufragio censitario le cedió el paso al sufragio universal, la separación entre ciudadanos activos (los poseedores) y ciudadanos pasivos (los miserables) desapareció al menos formalmente. No obstante, los centros de poder y los centros de decisión están a buen recaudo, lejos de la influencia malsana del populacho, de la canalla.
La apabullante victoria ideológica del capitalismo logró que todas las opciones, o para decirlo en el lenguaje basto y brutal de los líderes modernos, todas las ofertas electorales, coincidan en lo esencial.
La ausencia de reflexión, de debate y de análisis crítico sobre un hecho esencial, a saber, el desplazamiento del poder real del capital mercantil al capital industrial primero, y al capital financiero más tarde, es alucinante. Tal o cual avanza programas económicos centrados en payasadas como el crecimiento, los empleos de calidad, la modificación de la matriz productiva, el excedente estructural y las oportunidades para todos, sin tocar lo esencial: ni el modo de distribución de la riqueza que David Ricardo consideró ser la única cuestión importante en la economía, ni los fundamentos de la soberanía y del ejercicio del poder. Chile vive aun hoy bajo el imperio de la Constitución de Pinochet. ¿Gracias a quién?
Tratándose de Chile, los candidatos se esmeran en no hablar ni del cobre ni de las riquezas básicas. La acelerada destrucción del medio ambiente, la contaminación del mar y del aire, el pillaje de la Naturaleza, la sumisión de la mano de obra al gran capital, la mercantilización de todo y de todos, la concepción de las relaciones humanas como un contacto puramente comercial, la ausencia de los derechos más elementales (los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos…), y partiendo el derecho soberano de los ciudadanos a dotarse de la Constitución y las leyes que estimen convenientes, son temas juzgados –a priori– ininteresantes o bien demasiado complejos para un pueblo primario, inculto, incapaz de alzarse a la altura de quienes sí saben y pueden: los líderes.
De ahí que las elecciones presidenciales chilenas giren en torno a cuestiones ancilarias, secundarias, irrelevantes, caricaturales. Para convencerse basta leer lo que queda de prensa, sometida como está al poder del dinero, y carente del más mínimo asomo de pluralismo. El lenguaje fue rebajado a la condición de cortina de humo funcional al mensaje que se desea propagar. En este caso, conviene recordar que etimológicamente propagar y propaganda tienen el mismo origen.
Así, El Mercurio puede poner en primera página, de manera recurrente, titulares como el que sigue: «La mayoría de los chilenos vuelve a creer que su bienestar es responsabilidad propia y no del Estado». O bien, «Los trabajadores que desean un aumento de su salario prefieren dirigirse a su patrón que al sindicato».
Admitiendo que así fuese… ¿qué interés tiene participar en una elección presidencial? El Estado, definitivamente subsidiario, no se ocupa sino de los marginados del sistema. Sobre ese zócalo se edifican las políticas de focalización. Lo demás, o sea todo, lo resuelve el mercado. La sociedad no existe, decretó Margaret Thatcher, y si hubiese necesitado una prueba tenía Chile a mano. Solo existe el individuo. El Mercurio se encarga de propagar la buena nueva.
Contemporáneamente, el Parlamento es una cámara de registro de lo que desea el gran capital. Los diputados reciben los artículos de las leyes que deben votar directamente desde los directorios de las grandes empresas. Más de alguno ha confesado que ni siquiera lee las leyes que vota. Aun cuando hay algún parlamentario procesado por tal comportamiento, una investigación periodística tendría más dificultades en encontrar las excepciones a la venalidad que en identificar la masa de obligados. Así las cosas, ¿qué sentido tiene elegir parlamentarios?
En las últimas elecciones presidenciales votó menos del 40% del padrón electoral. Poco a poco el establishment va logrando llegar al equivalente del sufragio censitario. En la masa reina la indiferencia, la resignación. Es lo que hay, es la frase lapidaria con que la inmensa mayoría responde a los cuestionamientos al sistema y a su propio desinterés. Los más osados en la clase política parasitaria proponen regresar al voto obligatorio, en una suerte de acoso democratoide. Queda por explicar las razones por las cuales la ciudadanía debiese ser constreñida a lo que no quiere, en lo que pudiese ser asimilado a la violación de su consciencia.
Si, como se dijo, los centros de poder y de decisión no están en juego, es fácil comprender el desinterés de la población por lo que parece un jueguito de sillas musicales: Bachelet le cede el sillón a Piñera, que le cede el sillón a Bachelet, que le cede el sillón a Piñera…
Alguna star del periodismo proclama: La suerte está echada. Una publicación progresista de la web sentencia: solo queda votar por el mal menor, o sea, lo que ese sector ha sugerido hacer durante más de 25 años, sin interrogarse acerca de los resultados de la acción política en la que ha participado.
La plétora de candidatos ofrece el espejismo de la abundancia. Desde el filofascismo de Juan Antonio Kast, al paleocomunismo de Eduardo Artés, un stalinista que no teme exhibir su simpatía por Kim Jong-un. Desde el arqueoliberalismo de Piñera, un delincuente financiero condenado más de una vez por la justicia, al integrismo neoliberal de Guillier, un independiente (no se sabe de qué) apoyado por… ¡el PS y el PC! En medio, el zoológico ofrece de todo, desde ME-O, un amigo de Macron que fue financiado por el yerno de Pinochet (en su descargo hay que decir que prácticamente todos los partidos lo fueron), hasta algún díscolo –Alejandro Navarro– que quisiera ser alguien pero no sabe quien y duda entre Groucho y Karl: ambos le han jurado amor eterno a la coalición que ha regentado el lupanar durante un cuarto de siglo. Finalmente, una suerte de ensalada niçoise, en la que la ambigüedad y la ausencia de norte de Beatriz Sánchez, la candidata, solo es superada por la de las numerosas legumbres y verduras que componen la ensalada.
En el país de Salvador Allende, por primera vez, no hay una opción democrática, republicana, revolucionaria y humanista. Lo que permite medir al grado de delicuescencia de la política local.
La principal preocupación de los expertos, para no hablar de los candidatos, es el lugar que Chile ocupa en el ranking Doing Business 2018 del Banco Mundial. La segunda, en orden de importancia, es no contrariar a los inversionistas.
Quien sea elegido tiene poca importancia, así le pese a los periodistas distinguidos que comentan los sondeos de opinión de la mañana a la noche.
Ante mis ojos reaparecen las palabras de David Rothkopf en su libro Superclass: The Global Power Elite and the World They Are Making (2008). Allí el autor cuenta una conversación con uno de los potentados de la docena de familias que controlan la economía y la política chilenas: «David, si quieres comprender Chile, tienes que entender que esto no es un país. Es un Club privado, y nosotros somos los dueños de ese Club privado».
¿Quién será el próximo capitán del bote a pedales? Me vale madre…