Ya tuve la ocasión de afirmar –con Howard Zinn– que, aparte leer libros de Economía, no hay nada más aburrido que escribir sobre Economía. Heme aquí, sin embargo, retomando este involuntario apostolado.
El duopolio periodístico desata una campaña del terror a propósito de la creciente deuda pública chilena, movilizando a sus ignorantes expertos. Hasta ahí nada nuevo bajo el sol: El Mercurio y La Tercera no son sino la voz de su amo. Ahora bien, el amo ordena catequizar día y noche los arcanos del pensamiento único, el dogma del libre mercado, el Consenso de Washington, la primacía de los mercados financieros, el equilibrio de las cuentas públicas y la virginidad de María. Business as usual.
Por el contrario, lo que resulta insoportable es escuchar a Tomás Mosciatti proferir tanta sandez sobre la deuda pública y el régimen tributario. Moschiatti es un excelente periodista, no cabe duda. Suele informarse antes de afirmar algo, lo que le distingue de la inmensa mayoría de sus pares. Mejor aún, sabe leer y escribir, lo que me hace dudar de que haya estudiado periodismo.
Hace más o menos un año, Mosciatti tuvo la amabilidad de recibirme en su oficina y sostuvimos una amable charla sobre temas preferentemente económicos. Si comprendí bien su punto de vista, Radio Biobío se reconoce una debilidad en la materia. Mosciatti me invitó a redactar crónicas económicas e incluso a grabar alguna nota audiovisual. Quedé de enviarle un par de notas, lo que hice en un plazo prudente… y de ahí en adelante nunca más oí hablar de nuestra incipiente colaboración.
Mosciatti –como El Mercurio y La Tercera–, dispara las sirenas de alarma ante lo que llama un comportamiento «irresponsable» de parte del gobierno de Bachelet, agregando que ese Gobierno «ha faltado a la verdad» y «no ha cumplido sus promesas». Yo no voy a meter las manos al fuego ni por Bachelet, ni por su Gobierno, y aun menos por sus tres ministros de Hacienda.
Pero el discurso de Mosciatti sobre la deuda no resiste ningún análisis. Veamos.
Mosciatti afirma que «el ritmo del crecimiento de la deuda pública es insostenible»: el año 2006 la deuda pública representaba un 6% del PIB, en el 2016 alcanzaba un 21,7% del PIB, para llegar el presente año a un 25%. Por si sus auditores, aterrorizados, aún no se hubiesen cortado las venas, Mosciatti señala que, según el FMI, la deuda pública llegará, en el año 2020, a un 30% del PIB.
Pasemos sobre la absoluta falta de confiabilidad del FMI, dirigido desde hace décadas (1986) primero por un incompetente notorio (Michel Camdessus), luego –y hasta ahora– por tres rufianes condenados por la justicia ordinaria (Rodrigo Rato, Dominique Strauss-Kahn y Christine Lagarde) por estafas, prevaricación, incuria y fraude al Estado. Para no hablar de sus eminentes economistas (Olivier Blanchard, Daniel Leigh) que confiesan equivocarse en sus cálculos cuando los errores son descubiertos por estudiantes en prácticas.
Pasemos sobre la noción de PIB, cuyo inventor (Simon Kuznets) declaró desde el inicio (1934) que para medir el bienestar, y aun la riqueza de una nación, es perfectamente inservible.
Pasemos sobre el hecho que la deuda pública no se paga con el PIB, sino con el excedente primario de la parte del PIB que levanta el Estado bajo la forma de impuestos, o sea el Presupuesto de la nación: en nuestro caso un pinche 20% del PIB, lo que hace que la deuda pública representa ya un 125% de los ingresos anuales del Estado.
Pasemos sobre el hecho que la maduración de la deuda pública no interviene en un año, sino en 5-6 años, lo que reduce la proporción anual a un 6% –y aun menos– del PIB anual.
Pasemos sobre el hecho que hasta el Consenso de Washington (1989) los Estados no tenían deuda pública: la financiaban con emisiones del Banco Central que no era «independiente». Antes de que sufras una crisis de caspa considera que los EEUU siguen utilizando y abusando de ese procedimiento al punto que Milton Friedman pudo decir –muerto de la risa– que los EEUU no le deben nada a nadie: «Nuestra deuda pública está expresada en dólares… y como los dólares los fabricamos nosotros…».
Sobre lo que no podemos pasar es el hecho que el Estado no define solamente el volumen del gasto público, sino también el volumen de la recaudación tributaria. Si aumentas los gastos sin aumentar las entradas, se produce un desequilibrio: no hace falta salir de Harvard para darse cuenta. Tomás Moschiatti no debiese mirar tanto el nivel del gasto como el insuficiente volumen de entradas de un sistema tributario que se aparenta al de un paraíso fiscal.
La media de la OCDE es un 33%. Chile ostenta un pijotero 20%. En otras palabras, Chile es un paraíso fiscal para las grandes empresas. Lo digo porque ellas benefician, además de un bajo nivel de impuestos, de exenciones tributarias que cada año representan en torno a 12.000 millones de dólares. Suprimiendo las exenciones tributarias la deuda pública desaparecería en seis o siete años sin necesidad de aumentar los impuestos.
Mejor aún. Los Presupuestos del Estado no los financian las grandes empresas, que pagan poco o nada (para no hablar de los Golborne, los Piñera, los Luksic… que disponen de cuentas en paraísos fiscales del Caribe para evadir impuestos), sino esencialmente el IVA que pagan los hogares modestos que no pueden evadirlos. Si al producto del IVA le sumas lo que genera el tabaco y el alcohol, amén de otras tasas aplicables al personal, constatas que en torno a un 85% de los Presupuestos del Estado los financian los pringaos. El gran capital Contribuye apenas con un 15%, aun cuando recoge –como remuneración– hasta un 70% del valor agregado generado por la actividad económica anual.
Eso es lo contrario de lo que preconizaba Adam Smith en su célebre obra La Riqueza de las Naciones (1776) en la que estima que cada cual debe contribuir al financiamiento del gobierno civil en exacta proporción a lo que obtiene de la sociedad en la que vive.
El riquerío, menos que nadie, puede oponerse al pago de impuestos, visto que el mismo Adam Smith explicó para que sirven:
« Los ricos, en particular, están necesariamente interesados en sostener el único orden de cosas que puede asegurarles la posesión de sus ventajas (…). El gobierno civil, en cuanto tiene por objetivo la seguridad de la propiedad, es instituido en realidad para defender a los ricos contra los pobres, o bien, aquellos que tienen alguna propiedad contra aquellos que no tienen ninguna [sic]»
(Adam Smith. The Wealth of Nations,1776)
Cuando Tomás Mosciatti declara que «la deuda pública la tendremos que pagar entre todos, entre todos los chilenos… o sea que nos metieron la mano en los bolsillos», se equivoca. La docena de familias que controla la actividad económica (pesca, banca, telecomunicaciones, educación, salud, previsión, minería, etc.) no se deja meter la mano en las faltriqueras.
Luego… no deja de sorprender que un hombre inteligente y talentoso se asuste con una deuda pública que representa, según él mismo, un 25% del PIB.
Los rigurosos criterios de Maastricht adoptados por la Unión Europea bajo la inspiración –y la voluntad– de los mercados financieros, decretan que cada país puede tener una deuda pública del 60% de su propio PIB sin que ello genere ningún problema.
En la realidad esa proporción es más alta: como conjunto, la UE tiene una deuda pública del 83,5% de su PIB global, lo que no impide que el euro siga siendo una moneda dura, incluso demasiado dura.
Alemania ostenta una deuda pública del 68,3%, Francia un 96%, Italia un 132,6%, España un 99,4%, Croacia un 84,2%, Portugal un 130,4%, Bélgica un 105,9% y Estonia… un 9,5%, pero… ¿a quién le importa Estonia?
Bajo otros cielos, los EEUU han acumulado una deuda federal del orden del 130% del PIB, sin contar la deuda de los Estados, ni la deuda municipal, ni la deuda del fondo de garantía de los fondos de pensión, ni siquiera la deuda impaga del equivalente del crédito con aval del Estado de los estudiantes (la nada misma: un billón de dólares…). Japón, por su parte, se conforma con una deuda pública del 250% de su PIB: ¡doscientos cincuenta por ciento!
Que uno sepa, Moschiatti no ha lanzado ninguna alerta relativa a los EEUU o en su defecto a Japón.
Mosciatti se inquieta de los intereses de la deuda pública chilena. Con razón. Antes del Consenso de Washington, los Estados le ordenaban una emisión a sus Bancos Centrales para pagar lo que fuese menester. Eso constituía una deuda que, cuando pagaban, no tenía intereses. En la actualidad –no puedes detener el progreso–, los Bancos Centrales son «independientes» y tienen prohibido prestarle dinero directamente a los Estados.
De modo que los Bancos Centrales le pasan el dinero a los bancos privados –a tasas del cero por ciento– y estos se lo prestan a los Estados cobrando tasas usureras, haciendo un pingüe negocio. La deuda no es mala: ¡es el business!
Lo de las tasas a 0% no lo invento yo: es la tasa actual del Banco Central Europeo y fue, durante 12 años, la tasa de la FED, el Banco Central de los EEUU, que ahora cobra un 0,50% que se sitúa por debajo de la tasa de inflación (o sea que la FED paga por prestarle plata a los bancos privados).
En honor a la verdad tendría que explicar porqué la deuda pública es buena, pero más allá de los argumentos técnicos bastaría con señalar que un país que no dispone de una red de transportes (aeropuertos, puertos, ferrocarriles, carreteras, etc.) digna de ese nombre, no puede desarrollarse sino apostando en el futuro, o sea, en la deuda.
Un país cuyo sistema de Educación está en una crisis terminal no puede desarrollarse sin recurrir a la deuda. Un país que ocupa los peores lugares de los rankings (que tanto le gustan a El Mercurio) en materia de servicios públicos, en materia de seguridad (empleo, previsión, salud, delincuencia…) no puede ofrecer soluciones sino recurriendo a la deuda pública.
La deuda, o lo que es lo mismo un proyecto de financiación, no es sino la confianza que se pone en el flujo financiero futuro derivado de la realización de un proyecto, que sirve como principal recurso para pagar el crédito que permitió realizarlo. No hace falta ser keynesiano para saberlo: todos los expertos que se ganan la vida evaluando proyectos y los créditos necesarios para llevarlos a cabo lo practican cada día.
Por lo demás, si la actividad económica del gran capital pagase los impuestos que le corresponden, y no practicase la evasión fiscal en escala industrial, si los Estados no rescatasen los bancos quebrados en medio de la borrachera especulativa con dineros públicos, no habría tanta deuda soberana.
Para dar un ejemplo, la evasión fiscal representa en Francia unos 70.000 / 80.000 millones de euros anuales, lo que bastaría para reducir en un quinquenio la deuda pública que tanto da que hablar. En Chile la proporción es similar. Pero tenemos un agravante: el poder ejecutivo –como ha sido probado– interviene y presiona al Servicio de Impuestos Internos para que la evasión quede impune.
De modo que me permito, una vez más, reivindicar la deuda pública, así como los impuestos sin los cuales viviríamos en la jungla sometidos a la voluntad del más fuerte.
Provocador como soy, pero apoyado en la historia de siglos de gestión pública, me atrevería a decir que los impuestos hacen la diferencia entre la civilización y la barbarie. Por su parte, la deuda pública nos separa de los bonobós. Los bonobós no tienen deuda pública, aun cuando se sitúan entre las especies más evolucionadas de los simios.
En cuanto a Tomás Mosciatti, oso esperar que reconozca su error. Y evite en adelante aullar con los lobos.