La vuelta tras el paréntesis vacacional siempre implica un halo de nostalgia por la pérdida del tiempo gestionado por y para nuestro disfrute, a nuestra voluntad. Ese tiempo libre de la tiranía de los deadlines, las reuniones, las responsabilidades. Casi como cuando éramos niños. Precisamente como todo tiene una cara positiva y negativa, creo que todos podríamos recordar esa «vuelta al cole» sin tanta nostalgia y con más ganas. Reencontrarse con amigos, con el olor de los libros por estrenar, con las responsabilidades sí, pero también con las ilusiones de todo lo que quedaría por aprender en todo el curso.
En una época que en ocasiones parece marcada por la anarquía del sentimiento – me apetece o no- la desgana, la falta de expectativas y de asunción de responsabilidades – la culpa es del otro – es refrescante encontrar historias de éxito que precisamente empiezan en un colegio frente al mítico estadio de Wembley en Londres: Michaela.
Ésta es una institución pública no precisamente elitista puesto que el corpus de sus alumnos lo forman hijos de una de las zonas obreras de Londres y en sólo tres años ha alcanzado la más alta calificación de la oficina de inspección escolar del Gobierno británico (Ofsted). Sin embargo, su éxito radica precisamente en claves muy sencillas: la motivación de sus alumnos para alcanzar la excelencia a través del ejemplo – se premia y destaca a aquellos que se portan bien, a los que ayudan a sus compañeros, a los que sacan las mejores notas – la disciplina a seguir unas normas y la generación de expectativas de que pueden aprender cuanto deseen y llegar donde quieran en su proyecto de vida. Esto se lleva a cabo de forma incluso inconsciente, puesto que hasta las mesas del comedor del centro tienen los nombres de respetadas instituciones universitarias, lo que genera un sentimiento de pertenencia a algo importante, hacia una excelencia de la que quieren formar parte.
Disciplina, exigencia y grandes objetivos parecen conceptos anacrónicos, de tiempos oscuros y represivos cuando en realidad son la base del fundamento del ser humano: la libertad, el progreso.
Actualmente estamos rodeados de una sociedad ambivalente y contradictoria. De un lado es consumista y se guía por modas momentáneas – la extrema delgadez como norma estética, el dinero como fin y no como medio que ayuda a gestionar esa libertad, el trabajo casi como una tiranía esclavizante que absorbe nuestra capacidad creativa y energías- Por otra parte, nos movemos en valores puramente hedonistas, que buscan sólo la gratificación instantánea y la relajación de lo que se conocía estrictamente como «norma moral» hacia una ética personalista , egocéntrica y narcisista del «porque yo lo quiero así y lo valgo: el mundo me lo debe».
Hay personas que se limitan a seguir el curso de los acontecimientos y personas que buscan más allá de un plan una visión de vida y luchan diariamente para conseguirla, desde el punto en el que estén. Desde cualquier parcela de su vida – profesional, familiar, físico- psicológica – para lograr marcar la diferencia y llevar a la sociedad un cambio positivo.
Por eso, en este septiembre lleno de anhelos, proyectos y objetivos, debemos mantener esos estándares de exigencia, de perseverancia para borrar la nostalgia y centrarnos en todo lo que nos queda por hacer, que es mucho, y todo lo bueno que podemos aportar, que es aún mayor.
Porque una vuelta no siempre tiene que ser triste, sino una oportunidad para seguir mejorando. Ojalá que cundan más ejemplos como el de este colegio británico que muestran como algo bien hecho sobre una base sólida de valores siempre cala en la sociedad. El éxito y el fracaso son efímeros, las dos caras de la misma moneda, por lo que muchas veces tenemos que quedarnos en el sólido canto que mueve esa moneda en el suelo como el motor que mueve nuestra vida. Llegando lejos apegados a la realidad.