Existe el mito, nos dice Foucault, de que la época victoriana (siglo XIX) era de represión sexual.
La gente no podía hablar de la sexualidad, ni enseñar nada sobre ella. Las mujeres, se creía, eran frígidas y no tenían interés pasional. Tanto cubrían sus cuerpos por vergüenza de lo erótico, que hasta las patas de los pianos debían llevar calcetines. La Reina Victoria era el símbolo de la sociedad casta.
Sin embargo, el mismo filósofo, nos dice que esto era una farsa.
No existió una sociedad más promiscua sexualmente que la victoriana. La prostitución, el abuso, el colonialismo sexual, la violación, el incesto y todo tipo de patologías, estaban por doquier. También nace ahí la nueva disciplina de la psiquiatría, que se obsesionaría con la vida sexual de los europeos. Por un lado, entonces, podría estar la reina, pero por el otro, Jack El Destripador, que gozaba con descuartizar a las trabajadoras del sexo. Lo que hacía puritana a esta época era simplemente el mandato de no hablar de sexo públicamente. En la vida privada, el cielo era el límite.
Con respecto a nuestra América, tenemos una concepción igual de falsa.
Creemos que los años de 1950 eran de represión. En lo público, no existía ni educación sexual, ni liberación femenina, ni movimientos gais. Tanto el cine como la televisión tenían prohibido tocar el tema. Los programas que veíamos eran comedias apolíticas que retrataban la vida idílica del matrimonio heterosexual.
De acuerdo con esta visión tradicional, los movimientos de liberación sexual surgirían hasta los años 60. Su origen se suele achacar a la influencia de otros de tipo político, como la lucha por los derechos civiles y en contra de la guerra de Vietnam.
Esto, es, otra vez, falso: la época de 1950, en el campo de la sexualidad, ha sido una de las más radicales.
En la televisión, por ejemplo, veíamos grandes propuestas de liberación, lo que pasa, es que no lo sabíamos porque el mensaje era inconsciente. Este inconsciente no sería el de Freud, que lo miraba dentro de nuestras cabezas, sino el de Lacan, que es el que está afuera de ellas, o sea, en nuestra producción sociocultural.
Pensemos en programas como Hechizada o Mi Bella Genio o la misma Yo quiero a Lucy. Aunque en apariencia exponían la vida en suburbios de la clase media norteamericana, en lo inconsciente, nos decían otra cosa. Samantha o Jennie o Lucy, no eran mujeres sumisas, no gustaban hacer las labores domésticas y se las ingeniaban para huir de ellas. La prohibición de ejercer el poder especial de Samantha o Jennie no era difícil asociarlo con la situación de las mujeres norteamericanas después de la guerra. Primero, habían sido llamadas a laborar en la industria de armamentos y ahí gozaron de libertad de movimiento y financiero pero, una vez finalizada la guerra, les pidieron que se fueran devuelta para sus hogares. La razón: dejarles sus trabajos a los hombres. Aunque nuestras protagonistas no lo expresaran públicamente, luchaban todo el tiempo por mantener su poder secreto.
Las famosas series de los Munsters y La Familia Adams no eran menos provocadoras. Una vez más, tenemos que las mujeres protagonistas son más poderosas que los hombres, o que las mujeres «tradicionales» y «femeninas» como la sobrina Marylin. Para los que pertenecíamos a minorías, cuyas familias no eran nada convencionales, con acentos fuertes, manierismos extraños o parientes medio trastornados, que no calzaban con las expectativas, existía un mensaje de liberación: podíamos ser distintos y encantadores. Además, en años en que los psiquiatras mandaban a todos los inconformes a los hospitales, un mensaje revolucionario: los discapacitados y los dementes ( La Mano y el Tío Cosa) debían estar en los hogares.
Pero no hubo una serie más radical que Mr. Ed. Quite el caballo, quédese con la voz masculina y tenemos una relación gay simulada de dos hombres. Wilbur, dedicado a la arquitectura (una profesión nada masculina en los años 50), casado con una mujer con la que no tiene una relación profunda, mantiene la comunicación más intensa con Ed, quien lo aconseja, lo salva, lo ayuda, lo cela y lo ama. Este amor debe mantenerse en total secreto, aun de su misma esposa, que sospecha pero que nunca lo verbaliza. Un retrato de la vida gay del clóset de la época.
La normalización de estas relaciones prohibidas, tanto para gais como para mujeres, fue la escuela que sembraría las ideas de que uno podía ser distinto y no morir por ello.
Es aquí donde empezó la liberación de los años 60: con el primer caballo gay.