La Secretaría de Estado Vaticana, una suerte de ministerio de Relaciones Exteriores del Papa, emitió un comunicado dirigido a Venezuela en el que solicita que «se eviten o se suspendan las iniciativas en curso como la nueva Constituyente que, más que favorecer la reconciliación y la paz, fomentan un clima de tensión y enfrentamiento e hipotecan el futuro».
Esta es una hipótesis de mi propia cosecha, respetuoso lector de la Biblia y candoroso autodidacta de la Historia de la Iglesia. Hela aquí: en una de esas Francisco entiende propagar el modelo democrático vaticano en el que no hay Parlamento y, mejor aún, no se admite la oposición.
Los cristianos solían decidir soberanamente de todo lo que toca a los dogmas, la teología, los ritos, los textos sagrados y la estructura de su Iglesia. Por dar un ejemplo, cada cual escogía los Evangelios que le daba en gana, y los adoptaba como su Biblia personal. En esos años se acuñó el célebre aforismo Vox Populi, Vox Dei, –La Voz del Pueblo es la Voz de Dios–, lo que significa que la opinión popular de la gente ordinaria revela la voluntad de Dios y debe obedecerse. Sí, leíste bien, «la opinión popular de la gente ordinaria revela la voluntad de Dios y debe obedecerse».
Pero los creyentes sufrieron un verdadero golpe de Estado cuando al emperador romano Constantino I, convertido al cristianismo, se le ocurrió convocar el Concilio de Nicea en el año de gracia de 325 de nuestra era. Constantino ya había dado conmovedores testimonios de su infinita piedad cristiana asesinando a su hijo Crispo, y más tarde haciendo hervir a Fausta, su segunda esposa. En esa época Ricardo Rincón hubiese sido no solo feliz, sino también un mignon de Constantino.
Fue el Concilio de Nicea el que tocó el pito anunciando el fin de la libertad para adorar a Dios como a cada cual le salía de las narices. El Concilio estableció, entre otras cosas, el dogma de la virginidad de María, cuestión que hasta ese momento le importaba un cuesco a todo dios (si oso escribir), definió cuáles Evangelios eran la verdad revelada y cuales una burda manipulación de los descreídos, e inventó un truco genial para el que la Iglesia debiese reclamar la propiedad intelectual y el cobro de royalties: la infalibilidad del Papa.
De ahí en adelante, quienquiera osó pronunciar las palabras «a mí me parece que…» fue sistemáticamente condenado como hereje. Si no me crees, pregúntale a Giordano Bruno, a Galileo Galilei y otros teólogos que pretendieron dárselas de razonadorcitos. A partir del Concilio de Nicea se pasaron la Vox Populi, Vox Dei por el arco de Trajano, y se impuso el definitivo y cáustico Roma locuta, causa finita, lo que en cristiano quiere decir: «Como se te ocurra seguir dando el coñazo te va a pasar lo que le pasó a Jeanne D’Arc».
Justamente… ¿qué le pasó a Jeanne D’Arc?
Te ahorraré los episodios fantásticos (Jeanne escuchaba voces, como Longueira, le caían armas del cielo como a Al-Qaida en Siria, y tenía visiones, como el muro de Trump en la frontera mexicana ) y la temporada guerrera en plan Game of Thrones, para resumir los últimos días de la Pucelle d’Orléans, en mayo del año 1431.
Después de expulsar a los ingleses de territorio francés (estoy resumiendo: el rey de Inglaterra era francés, la Historia de Francia es todo un lío…), Jeanne fue hecha prisionera por los mismos que había liberado: les bourguignons de Jean de Luxembourg. Tú ya sabes, los Gobiernos son ingratos y la gente es mala.
Como la ley de la oferta y la demanda ya estaba en vigor, los burguiñones la vendieron a… los ingleses: no hay lucro pequeño. Como una refinada venganza, los malvados ingleses la entregaron a un Tribunal Eclesiástico para que fuese juzgada como herética. En aquella época no existían los Tribunales chilenos, lo que era un lástima, dígolo porque nadie era condenado a penas de libertad.
Aunque no lo creas, después de haber cumplido la misión que le encargase Elohim, o Yahvé si prefieres, en persona, la Iglesia le reprochó terribles crímenes: vestirse con ropas de hombre, un intento de suicidio (hubo un testigo encapuchado, como en La Araucanía…), y sobre todo sus visiones y las voces que decía escuchar, que según ella venían directo del Cielo: 4G, dijo.
Como en aquella época aun no inventaban el Smartphone, no le creyeron. Maliciando lo que le esperaba, Jeanne abjuró de sus errores. No de manera espontánea, es cierto, ni de muy buena gana. Las malas lenguas dicen que era un poquillo quejica y terminó cediendo ante algunas banales torturas. Lo cierto es que salvó el pellejo porque la condenaron a prisión perpetua, condena que, habida cuenta del estado de las prisiones de entonces, quería decir una o dos semanas.
Creyendo haber evitado lo peor, Jeanne se retractó. Craso error. La declararon relapsa. Ahora bien, la pena de (como dicen ahora) ‘los relapsos y las relapsas’, era nada menos que la hoguera.
De modo que el 30 de mayo de 1431, en la ciudad de Rouen, juntaron madera, pusieron a Jeanne encima, y afortunadamente alguien tenía fósforos porque ese día hacía una ventolera de no veas. El escritor francés Jean Teulé inicia su libro Je, François Villon contando los pormenores como quien comenta un partido del Real Madrid: en vivo y en directo:
«El cuerpo carbonizado humeaba aun entre las cadenas del poste fijado sobre un alto zócalo de piedra. Su pierna derecha se había desmoronado, provocando un curioso contoneo de cadera. El busto se inclinaba hacia delante. Las volutas ondulantes, elevándose del cráneo, le hacían una divertida cabellera vertical. Un soplo de aire, como una bofetada, le arrancó una mejilla de ceniza, descubriendo ampliamente su mandíbula en la que las encías flambeaban. En la caja craneana, el cerebro se había hundido. Se le veía hervir a través de las órbitas oculares de donde desbordó y fluyó en lágrimas de pensamientos blancos. El verdugo lanzó un pequeño golpe de pala lateral en las caderas. La pelvis se desmanteló arrastrando la pierna izquierda en una nube de polvo y de fragmentos óseos. Del torso aun encadenado al poste, pendían las costillas flotantes. El corazón se deslizó de allí y cayó, aun rojo. Le echaron encima brea y azufre. Se inflamó. Otro golpe en el esternón y el resto se desplomó. Los brazos se deshilacharon entre las cadenas…
Dos hombres de armas de la escolta inglesa se aproximaron en cota de mallas recubierta de una túnica con una gran cruz pintada en el pecho. Juntaron las cenizas y las carbonillas óseas en dos baldes de madera que fueron a arrojar al Sena entre los juncos temblorosos donde se oyó croar una rana. Soplaba un viento oceánico. Las cenizas rodaron sobre el agua y se volaron. A lo largo del camino de sirga, hombres de carga, el torso desnudo y en bragas anudadas a la cintura y las rodillas, arrastraban río arriba una barcaza cargada de sal.
Las cenizas se elevaron alto en el cielo hacia el oriente, siguiendo los movimientos serpenteantes del río. Bosques magníficos rodeaban tierras en barbecho, campos desiertos, aldeas abandonadas y campanarios demolidos. Brillaba en el horizonte una profunda tristeza. Los gallos de los campanarios pueblerinos relucían, duros, sobre las nubes. El vuelo anguloso de un gavilán rapaz rayó el cielo y su grito rauco rechinó en el espacio.
El Sena se estiraba –y se estiraba aún– como una serpiente jaspeada de verde y oro… El viento aún se estremecía. Luego, en el seno de un valle delicioso que coronaba un círculo de colinas decoradas de viñas, trigos aun verdes, centenos ya dorados, una ciudad gótica ornada de bellas murallas… La más grande ciudad de Europa: doscientas mil almas, cuatro veces Londres. Esta ciudad legendaria, rebosante de palacios, iglesias, jardines, tiendas, baños, fuentes, levantaba sus altos techos de locas dentaduras. Allí flotaban banderas. Flores de lis recubiertas de un león erguido se agitaban encima de París, la ciudad de cien campanarios bajo dominación inglesa».
Tal vez piensas que sugiero hacer con Leopoldo López y Lorenzo Mendoza lo que la Iglesia hizo con Jeanne D’Arc y debo confesar que la idea me ocupó el magín por algunos microsegundos. Seguir el modelo Vaticano me ganaría el Paraíso con más seguridad que una Indulgencia comprada a buen precio directamente allí en donde esas cosas se venden y se compran: el Vaticano, o en estricto rigor Amazon.
No obstante, soy fiel a mis convicciones. Que cada palo aguante su vela. Que los venezolanos resuelvan sus propios asuntos como les de la real gana. Las intervenciones exteriores, sobre todo cuando provienen de la «comunidad internacional», suelen terminar en interminables guerras.