Fueron 450 los chilenos, entre dirigentes políticos, exparlamentarios, militantes en exilio, chilenos a la deriva, los que participaron en la Primera Escuela de Verano en el puerto de Róterdam. Allí, al debate de los grandes temas sociales que tenían como finalidad acercar la dispersa comunidad chilena a través de foros sobre los diversos aspectos de la realidad nacional y la del exilio, se unió, de manera totalmente imprevista, un evento de jóvenes poetas chilenos.
Entonces, algo, una magia, hizo posible una alianza espontánea entre los escritores lo que propició un happening en modo carpe diem: nos apropiamos de la tribuna irrumpiendo en la discusión política con nuestros textos, éramos Radomiro Spotorno, Mauricio Redolés, Felipe Tupper, Alejandro Lazo, Ricardo Cuadros, Mariano Maturana, Juan Heisson, Loreto Corbalán, Luis Badilla.
Poco después nos encontramos en España y logramos reunir en torno a nuestra propuesta un exilio que clamaba ser visto y reconocido. Este input detonó una serie de circunstancias creativas que, si bien es cierto que hasta ese momento habían nacido de la precariedad, también lo es que ponerlas en contacto nos daría la posibilidad de hacernos de una identidad, y eso era en definitiva lo que estábamos buscando.
Había una gran necesidad de componer un rompecabezas, la necesidad de supervivencia que siempre nos ha acompañado, de buscar, digerir, filtrar, deconstruir, buscar y apropiarnos de cualquier indicio de identidad. Partimos con la intención de entender nuestra historia, pero no nos bastó, participamos en encuentros, convenios, talleres, con muchos de nuestros compatriotas en exilio, pero esto tampoco fue suficiente. Nos esforzamos por encontrar coetáneos esparcidos por el mundo. Entonces se dieron algunos encuentros importantísimos.
Estos encuentros y las ideas de aquellas conversaciones me vuelven a la mente hoy como si fuera ayer; éramos hijos de una diáspora interna en términos de tiempo y espacio, como una suerte de preámbulo.
Este panorama fue la cuna donde nacieron Berthe Trepat, el fanzine que hacían en Barcelona Roberto Bolaño y Bruno Montané, Palimpesto, que habíamos concebido Francisco Smythe y yo, directamente en Florencia y Roma, y de alguna manera América joven, que se publicaba en Róterdam.
«Me divierte jugar a publicar a mis amigos, jugar también a detener un panorama móvil, como lo es, para mí, o me gustaría que fuera, la poesía chilena», me escribió Roberto Bolaño en 1983. Un año antes, junto a Francisco Smythe, habíamos pensado la misma cosa y habíamos publicado una revista en la que ocurría exactamente lo que decía Bolaño. La revista fue un modo de encontrarnos.
De nuestras discusiones nacieron lecturas, correspondencias, lecturas.
Después, algunos de nosotros nos encontramos en Holanda y sucesivamente nos reunimos en París en el Primer Coloquio de Literatura Chilena.
En Madrid apareció un folleto y con su estrella mágica nos propuso una idea de camino:
«evitando dispersiones teóricas, les revelo lo que ya ha sido escrito hasta en los últimos átomos del mundo y de la estética: no es posible hacer nada si no se parte de la experiencia o incluso de la circunstancia… no hay otra poesía que la de la circunstancia. Naturalmente siempre que esta circunstancia se transfigure, que vaya hacia el simbolismo, hacia un ejercicio simbólico que trascienda esta circunstancia».
Era Gonzalo Rojas. Me sorprendió su generosidad, su totalidad. Nos dijo:
«¿Cómo pueden llevar a cabo una construcción propia, una visión y expresión del mundo? Pienso que viviendo afuera y adentro, sin perder nunca el contacto, ni siquiera un segundo, aunque provoque aflicciones y laceraciones, aunque sea doloroso. No pierdan nunca el vínculo genuino y vivo. No es fácil explicar por qué dejo el país, el hecho es que he elegido vivir en la periferia, pero para vivir adentro. Este es el ejercicio dialéctico...».
Por aquellos días rodaba la Incitación al diálogo y proposición Palingenésica o carta cadena, que era la respuesta a un texto de Cristian Warnken de título Apurar Cielo. Nos había llegado a nosotros, que acabábamos de conocernos y que ya éramos inseparables. Hice mías aquellas palabras desde el primer momento, al punto de dudar si era yo quien las había escrito. En el texto, Cristian reflexionaba sobre el aislamiento de nuestra generación. Nos habíamos conocido en la Segunda escuela de Verano de Róterdam, y pasamos un tiempo juntos en Roma hasta su regreso a Chile. El método entonces nacía de manera natural, era hijo de ese cuchillo implacable del que hablaba Warnken que separó nuestro cuerpo en dos : desde entonces la encarnación del mito eterno (Judío errante, Adán y Eva, que buscan la costilla complementaria)
Había en todo esto mucha emotividad, fue un verdadero impacto emotivo, de reconocimiento. Sin embargo, tendría que agregar que lo que nos acompañaba era más bien un espíritu lúdico, irreverente. Estábamos en agosto de 1981 y nuestra declaración advertía que «Pinochet había sido una realidad devastadora para nuestra alma», «hijos de Violeta Parra y John Lennon, Huidobro y Liv Ulman, Caperucita Roja y el lobo feroz, Carlos Gardel y Janis Joplin, Lucho Barrios y Edith Piaf, Pasolini y la Pila Cementerio, La Virgen de San Cristóbal y el Pensador de Rodin».
Exactamente el mismo espíritu que tendría posteriormente el periódico Noroeste, publicado en Chile (1987) y que incitaba a la vida peligrosa, y lo publicaban, no casualmente, Cristian Warnken, Santiago Elordi y Beltrán Mena. Creo que nos une una pulsión generacional, hijos de una concatenación de episodios; de una generación que, como decía Radomiro Spotorno, «aún no había decidido nada». Sin embargo, fui feliz de haber llegado en bandeja de plata a Noroeste (la mejor apuesta del siglo, cito a Santiago Elordi).
Esa fue mi casa en Chile, mi salvavidas, mi Chile personal. El único que me fue concedido.
En todo este panorama, la estudiosa Soledad Bianchi contribuyó de manera fundamental a nuestra supervivencia. Hasta aquel momento no nos habíamos topado con nadie que, como ella, se dedicara en cuerpo y alma a ayudarnos a sobrevivir, a resistir, a combatir. Le dio oxígeno a una serie de circunstancias creativas que si hasta entonces habían nacido de la precariedad, el hecho de ponerlas en contacto (hoy en día se diría crear un link), abría la posibilidad de otorgarles un pasaporte, una identidad, que era en definitiva lo que estábamos buscando. Coincidencia extraordinaria con el Chile de los 80.
Este escenario se presenta como una prueba. Se trazan los confines de otro territorio. Hechos inmediatos, dandismo y fuerza salvaje, un puente lanzado sobre un horizonte que iba desde el nuevo cine alemán hasta el punk progresivo. Era como vivir un elixir metropolitano, ya que entre el cómic y la ciencia ficción hay una sincronía, una afinidad que reflexiona sobre ciertos modelos artísticos. Una verdad más sustancial, una fantasía creativa que se devora a sí misma hasta los extremos de la experiencia del dolor. Se trataba al final de declarar en libertad a esa fiesta de la creatividad, esa «fiesta efímera demencial» en la que estábamos participando no como simples espectadores sino, finalmente, en calidad de actores de nuestra verdad.