Venezuela está en guerra. Hace largo tiempo que lo está, pero en estos últimos meses todo indica que esa guerra entró en una fase nueva. Para quienes la provocan, pareciera que apuestan a que este sea el momento final de ese enfrentamiento. Es decir: una guerra que tiene que tener un desenlace y, como en toda guerra, uno de los bandos en pugna debe alzarse vencedor, pero para el caso –según lo que se desprende de los actuales acontecimientos– aplastando al derrotado, no negociando sino neutralizándolo totalmente, no dejando espacio para la reacción.
De hecho, todo indica que se está incubando una guerra de invasión. De momento las acciones son mediático-psicológicas, pero preparan condiciones para –muy probablemente– una posterior intervención armada. ¿Por qué esta guerra? La misma no se puede entender solo por causas endógenas, específicas del país: debe verse en el marco de lo que significa Venezuela y el papel jugado globalmente por la principal potencia capitalista mundial: Estados Unidos. Lo que mueve todo esto es la afanosa, imperiosa necesidad de la gran potencia por el petróleo.
Las reservas de oro negro que tiene Venezuela aseguran un aprovisionamiento para la economía estadounidense para todo lo que resta del presente siglo, considerando aún el aumento geométrico de la demanda. Eso es vital para el funcionamiento de la primera economía capitalista (el petróleo mueve el mundo), y vital para las grandes multinacionales petroleras que lucran con ese negocio, estadounidenses principalmente, y también europeas:
«Así como los gobiernos de los Estados Unidos [y otras potencias capitalistas] necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte».
(James Paul, Global Policy Forum).
Dicho más claramente aún: la guerra que se libra en Venezuela es la guerra de unos grandes pulpos comerciales que no quieren perder un hiperrentable negocio que les asegurará miles de millones de dólares por muchas décadas. Guerra que busca, además del oro negro, otros productos no menos importantes y rentables, como el gas (el país caribeño tiene la tercera reserva a nivel mundial), hierro, minerales estratégicos (como la bauxita y el coltán, de los que la nación venezolana tiene enormes reservas), agua dulce y biodiversidad de la selva tropical del Amazonas, vital para la ingeniería genética, la industria farmacológica y la de los alimentos transgénicos. Guerra, por último, que se articula con una derecha nacional que fue siempre la burocracia administradora y testaferra de las grandes compañías petroleras extranjeras y que ahora, con la Revolución bolivariana en curso, se encuentra desplazada.
Como se ha dicho en reiteradas ocasiones, contrariando la versión oficial que da la prensa comercial: en Venezuela no hay una «dictadura castro-comunista»; en Venezuela no hay una «narcodictadura». En Venezuela hay mucho petróleo…, y las multinacionales van por él. Así de simple… ¡O de patético!
Para que haya violencia física desatada, organizada, planificada sistemáticamente (eso es la guerra), es necesario preparar las condiciones que permitan no ver al otro como un ser humano sino como un “enemigo”, un peligro, un posible atentado contra mi propia seguridad. Para lograr eso, existen las llamadas operaciones psicológicas (guerra de cuarta generación, como se le ha dado en llamar recientemente). En otros términos: la Psicología, en tanto ciencia, a favor de un proyecto de dominación (lo que la transforma en mera tecnología ideologizada, en práctica vasalla al servicio del poder, quitándole su pretendida seriedad científica). Para el caso, ese enemigo peligroso y despreciable es el «chavismo». Ahora bien: no se puede invadir Venezuela de un día para otro. Hay que crear el clima para que el Gobierno nacionalista/socialista actual (iniciado por Hugo Chávez, continuado por Nicolás Maduro) se aleje del poder.
Hasta ahora, todas las maniobras desplegadas (por el Gobierno de Estados Unidos, por la derecha vernácula, por el coro conservador que acompaña esas iniciativas a lo largo del mundo) fracasaron. Pero la guerra acrecentada a partir de abril de este año parece que está logrando otros resultados. Es más que probable que el Departamento de Estado, en Washington, ya tenga trazados todos los planes que seguirán, con sus distintas variantes. Todo indica que lo que se viene puede ser mortal para la Revolución Bolivariana. Van por la cabeza de Maduro, van por terminar de una buena vez con todo ese proceso popular…, pero en realidad, y fundamentalmente, van por las inconmensurables reservas de petróleo bituminoso de la franja del río Orinoco. Lo que comenzó ahora es una brutal guerra psicológico-mediática, seguida de operaciones terroristas que completan el cuadro. El resultado de todo ello posibilita presentar la visión del país como un caos invivible, con desabastecimiento absoluto de los productos básicos («¡Los venezolanos pasan hambre!», grita ese coro mediático), con violencia desatada, con una población que está al borde del colapso.
En el documento «Plan para intervenir a Venezuela del Comando Sur de Estados Unidos: Operación Venezuela Freedom-2», de inicios del 2016 –guion de la novela ya escrita– puede leerse como algunas de las acciones a seguir:
«(…) c) Aislamiento internacional y descalificación como sistema democrático, ya que no respeta la autonomía y la separación de poderes. d) Generación de un clima propicio para la aplicación de la Carta Democrática de la OEA».
¿Qué sigue ahora en la Revolución bolivariana de Venezuela? Todos los indicios muestran que el plan de la Casa Blanca repite los patrones de lo hecho ya en Irak o en Libia, donde se «inventaron» guerras civiles que permitieron derrocar a los «dictadores» correspondientes: Saddam Hussein y Mohamed Khadafi. La guerra psicológica prepara el escenario para, luego, derrocar al gobernante de turno utilizando la fuerza bruta. Es por todo ello que debe denunciarse categóricamente esta campaña de desinformación.
Pero, ¿qué es una guerra psicológica? Steven Metz lo dice sin ambages:
«Generalmente busca generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente; requiere una evaluación previa de las vulnerabilidades del oponente y suele basarse en tácticas, armas o tecnologías innovadoras y no tradicionales».
En otros términos, es el aprovechamiento del saber psicológico para la manipulación de un gran masa con fines no confesados (agenda oculta), realizados con suma precisión. De hecho, esas operaciones dan resultado. La publicidad comercial trabaja con esos criterios, y sin ningún lugar a dudas ¡da resultado! El resultado, por supuesto, es el esperado por quien impulsa esas iniciativas, que consiste siempre en engañar, mentir, manipular. Es decir: forzar la voluntad del otro. Si para ello hay que inventar cosas y mentir descaradamente, pues se hace. La primera víctima en una guerra, se ha dicho repetidas veces, es la verdad.
«¿A quién debe dirigirse la propaganda: a los intelectuales o a la masa menos instruida?», se preguntaba el iniciador de estas estrategias de guerra psicológica, el ministro de propaganda del régimen nazi, Joseph Goebbels:«¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (...) Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel en el límite de las facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes se dirige». De ahí su famosa frase:
«Miente, miente, miente. Una mentira repetida mil veces se termina transformando en una verdad».
Ese tipo de iniciativas son cada vez más moneda corriente en la práctica política de los grandes grupos de poder. De hecho, hace parte de lo que la geoestrategia estadounidense llama guerra de cuarta generación. Uno de sus principales ideólogos, el polaco-norteamericano Zbigniew Brzezinsky, lo dijo magníficamente: «En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón».
La situación real de Venezuela no es ingobernable, no es lo que pinta la prensa comercial en todas partes del mundo; pero la guerra psicológica desatada actualmente lleva a que lo sea. Las muertes de personas –entre ellos, un joven chavista linchado por hordas antichavistas–, el asesinato producido por francotiradores de la oposición y presentado como agresiones de las fuerzas de seguridad bolivarianas, la quema de unidades de transporte, los ataques a edificios gubernamentales, son reales, sin duda. Su magnificación, la forma en que se presentan, los artificios que logran las tomas televisivas que muestran «cientos y cientos de miles de personas hastiadas del régimen castro-comunista del dictador Maduro» han logrado disociar/esquizofrenizar la opinión pública global (la venezolana en principio, la planetaria luego), para pedir a gritos una «solución». Y esa solución puede ser la intervención de fuerzas extranjeras.
Pero una vez más entonces: en Venezuela no hay una «dictadura castro-comunista»; en Venezuela no hay una «narcodictadura». En Venezuela hay mucho petróleo…, y las multinacionales (Chevron-Texaco, Exxon Mobil, Royal Dutch Shell, British Petroleum, etc.) van por él.