«Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos».
(Carlos Dickens, Historia de dos ciudades)
Claro que haya un desfile del orgullo gay es un paso adelante. Claro que respeto a los que le ponen todo el esfuerzo en organizarlo.
Claro que cuando cuatro gatos tuvimos que recoger los cadáveres de nuestros amigos en bolsas de basura y nos los entregaban defecados, orinados y sucios y sin atender en muchos hospitales de la región, en los primeros años de la epidemia del sida, jamás hubiéramos creído que, años después, miles desfilarían en las calles de nuestros países.
Claro que cuando mi vecino se mató porque sus padres lo mandaron a hacerse "hombre" a una academia militar, en los años 50, un desfile le hubiera hecho reconsiderar no tomarse el frasco de pastillas. Claro que hubo centenas más de gais que se las tragaron.
Claro que en mi caso, si hubiera habido un grupo al qué recurrir, no me hubieran obligado a recibir tratamientos de testosterona a los diez años para hacerme hombre y así dejarme calvo y con problemas médicos de por vida. Claro que si hubiera conocido otros muchachos gais en un desfile, me habría convencido de no acostarme con una prostituta para quitarme la mariconada de encima. Y eso que tuve la suerte que a mis padres no se les ocurrió una lobotomía. Claro que si esta gente hubiera organizado en los 50 y 60 un desfile, miles de gais o lesbianas o travestidos no hubiéramos tenido que irnos al exilio, donde aún viven muchos que no regresaron jamás.
Claro que si hubiéramos podido vernos unidos en alguna de nuestras avenidas, muchos de los "hombres solos", no habrían terminado siendo asesinados por los homofóbicos, con los genitales cortados o como con uno de mis cuñados, con la sábana metida hasta el fondo de su estómago y con 25 puñaladas. Y la justicia no importándole un pepino.
Claro que si estos desfiles se hubieran dado antes, decenas de travestidas no hubieran sido atacadas por las turbas de chiquitos de papá, azuzados por el odio de sus familias, las que se morían de risa cuando sus hijos les contaban que se fueron a dispararles, a tirarles bolsas de orines y apedrearlas en la calle. Y tendríamos a muchas aquí y no en España o en Italia.
Claro que con demostraciones de orgullo, se hubieran salvado miles de vidas y miles de personas obligadas a casarse con el sexo opuesto para que las familias mantuvieran su buen nombre, sin un homosexual de qué avergonzarse, haciendo una miseria de sus vidas.
Claro que es un derecho ganado poder hacer un desfile gay y que no ha sido fácil obtenerlo.
Claro que debemos pensar en San José, Costa Rica, o en Quito, Ecuador, si una marcha al estilo de las de Nueva York, Chicago, o Ámsterdam, es una buena idea. Porque por imitar a los desfiles norteamericanos y europeos, es probable que más rechazo promovamos.
Claro que cada marcha es mejor que la anterior. Cada año, se llenan más; decenas y decenas de miles de activistas desfilan por las calles. Las carrozas son cada vez más lindas: tenemos cientos de muchachos en tanga, otros con los culos pelados; vienen los sadomasoquistas y no faltan los jóvenes con grandes tetas de silicona; los machos de gimnasio hacen ver sus lindos pectorales de testosterona. Estamos tan felices que nos besamos en las calles y si nos envalentonamos con el cristal, hasta el sexo oral practicamos.
Claro que son las peores marchas porque la prensa solo se interesa en poner fotos de lo más estrafalario, de lo que asusta a la población, de lo que pareciera ser una réplica de Sodoma y Gomorra. Claro que estas marchas más bien fortalecen a los sectores religiosos y conservadores y entre más escandalosas, más lejos nuestros derechos.
Claro que son las mejores marchas; claro que son las peores.