A duras penas logré sacarla de la cama. Eran las siete treinta de la mañana y yo estaba a medio vestir. Entre el desorden de la habitación, la vocecita de Peppa la cerdita en la TV, y lo pesado de un cuerpo que se resiste a abandonar las sábanas, era seguro que llegaríamos tarde. Cuando pudo incorporarse, coloqué la camiseta color crema sobre sus brazos en alto, a seguidas las medias y el pantalón. Se sentó al borde del colchón, murmurando quejas y onomatopeyas de lamento infantil, cuando exclamó: «No quiero ir a la escuela... ¡ya no tengo nada qué aprender¡». La abracé.
Ya me había dicho antes: «en la escuela no hay mucho tiempo para jugar... el recreo se acaba muy rápido». Expresiones como estas llaman a mi reflexión sobre el modelo de escuela que impera, no solo en mi país, sino en gran parte de América Latina. El orden de las butacas, una tras otra -un calco exacto de los regimientos militares-, los horarios, los calendarios, las agendas, los programas, el esto sí y aquello no; todo eso, me parece, es un choque tremendo para la mente de un niño, cuyas pulsiones básicas son saltar, correr, experimentar y conocer el mundo por medio de los sentidos.
Algo anda muy mal en un mundo donde los niños anhelan que sea viernes, cuando apenas es martes». Esto ya lo había expresado a algunos amigos a propósito de una expresión que escuché de un niño. Le había preguntado por qué decía eso de desear que fuera viernes. Me explicó que ese es el último día de clases y que el sábado puede despertar a la hora que desee y jugar. La escuela, para todo niño sano, debe ser el lugar donde divertirse y aprender, siendo que para ellos, exponerse a lo desconocido, cuando es divertido y adecuadamente dirigido, resulta en una experiencia exultante y enriquecedora. Tal parece ser que cualquier forma de placer empieza a ser objeto de censura desde la más tierna edad del ser humano.
El agotamiento que supone el ritmo de vida de muchos adultos hoy día puede traducirse en amargura, aburrimiento, apatía, cultura de isla, estrés crónico agudo, sentimiento de fraude, evasión del propio ser y mucho más. Así las cosas, resulta realmente desesperanzador ver a niños abrumados por programas escolares, malhumorados por falta de sueño, molestos por no tener el tiempo suficiente para jugar con sus amiguitos en el aula, manteniendo un silencio y posturas rectos, para los que ni están aún biológicamente diseñados. Es triste saber de esta realidad, porque el sistema solo termina fabricando seres profundamente infelices, solo que no necesariamente sabrán que lo son cuando se enfrenten a la adultez, ya que, si el modelo es la norma no siempre pueden advertirse los síntomas.
En plena era de la información, donde todo está a la distancia de un simple clic, no le veo mayor sentido a dedicar tanto tiempo a la memorización de datos, fechas, personajes y hechos, solo puede haberlo en tanto que el propósito sea el de perpetuar los patrones que ya nos gobiernan y han mantenido a nuestros países justo en el estado en el que están: progresando, más no necesariamente desarrollándose. Otro fin podría ser el impedir que la creatividad innata del ser humano siga su curso, lo cual significa el más malévolo de los planes.
Cada vez se hace más necesario educar por medio de la experiencia, siendo los insumos imprescindibles el alumno y su entorno. El propio niño ya es todo un universo, y lograr formarlo en el autoconocimiento y manejo de sí mismo mediante su relación con sus semejantes y su ambiente, es una faena tan necesaria como vital para lograr adultos sanos. Aprender a reconocer, identificar, valorar, mesurar las emociones y los sentimientos por medio del contacto social, debe ser tan o más importante que memorizar el nombre del puerto de donde partió Cristóbal Colón en su primer viaje de expedición.
Resulta vivificante y sumamente positivo involucrar activamente a los niños en actividades relacionadas a las artes -un campo tan amplio como diverso-; la agricultura por igual, oficios manuales como la carpintería, la alfarería, relacionarse directamente con los animales y la naturaleza en general. Dinámicas de este tipo no miden el desarrollo del alumno por medio del arcaico sistema de exámenes, porcentajes ni promedios -modelos que más que nada producen angustia, no garantizan el aprendizaje ni generan espacios para la convivencia-, más bien fomentan el trabajo en equipo, la sinergia y la competencia saludable.
Si un niño debe despertar sobre las seis de la mañana cada día de lunes a viernes para ir a la escuela, cargar con una mochila atestada de libros, solo dispone de media hora de recreo para jugar en un patio y debe procurar mantenerse quieto y "portarse bien", y para colmo llega a la casa con mil tareas por hacer, es de entenderse que extrañe con tanta pasión los viernes y que vea la escuela como un lugar donde no quiera ir.