Las tramas de corrupción destapadas en la política española siguen extendiendo la convicción de que «los políticos roban mucho». El 47,5% de los españoles consideraba no hace mucho que el segundo mayor problema del país es la corrupción.
En respuesta a la indignación ciudadana, los partidos rivalizan en proponer medidas anticorrupción y en establecer controles para eliminar de sus filas a los indeseables. El problema parece circunscrito a una casta política desvergonzada, que no está a la altura del nivel ético que pide la sociedad.
No se trata de hacer aquí un inventario de prácticas corruptas, ni de casos de corrupción. Es necesario reconocer que la actitud de poner los propios intereses por encima de todo no es exclusiva de los políticos, que a fin de cuentas han salido de la sociedad que hoy les denuncia. Es, junto con los políticos, el propio tejido social también el que necesita una regeneración ética. Pues si algo ha revelado esta crisis es que el progresismo supuestamente ilustrado de los que se definen de derechas, cuando miran a su bolsillo, ha fracasado en la vertebración ética de la sociedad española.
En España el repliegue ético fue saludado como un progreso social. Por fin el ciudadano iba a comportarse como una persona autónoma, sin la presión sofocante de la religión ni el sentimiento de culpa. Su conciencia sería el mejor sostén de su comportamiento cívico. Pero la autonomía no ha sido más que individualismo en la mayoría de los casos. Es cierto que la inspiración cristiana de antes era compatible con no pocas deficiencias éticas individuales y sociales. Pero es cada vez más claro que, debilitada la influencia ética de las formas educativas clásicas, el armazón moral de la sociedad no ha encontrado un sustituto. Muchos echaron por la borda esas éticas religiosas que marcaba unos límites a las propias apetencias, y acabaron pensando que las fronteras de la ley también eran franqueables.
La insistente llamada a la regeneración democrática no se va a resolver con un cambio en la esfera política, si no cambian también los comportamientos individuales.
Hace tiempo, el director del diario El Mundo, Pedro G. Cuartango se preguntaba cuál era el valor de la palabra dada en estos tiempos que se definen de posverdad, ahora que el lenguaje está al servicio de la manipulación, la retórica es un instrumento de los demagogos y los compromisos duran lo mismo que un castillo de arena construido en la orilla de la playa. Todo es circunstancial y relativo.
Lo increíble no es que estos políticos prefieran aferrarse al cargo a costa de quedar como unos mentirosos. Caso tenemos y ejemplos podíamos poner varios. Lo incomprensible es que haya un amplio sector de la sociedad que justifique estas conductas sea por puro sectarismo o por laxitud moral.
La política se ha desacreditado, entre otras razones, porque la ética brilla por su ausencia en muchas de las actuaciones de quienes nos representan. Se podría decir que bastantes españoles han abandonado al PP y al PSOE porque perciben con nitidez que los compromisos electorales se convierten en papel mojado cuando llegan al poder. Para recuperar la credibilidad de la política, lo primero que hay que hacer es dignificar el lenguaje y ser coherentes con la palabra dada, algo por lo que algunos han sacrificado su vida y que hoy, al parecer, no vale nada.
Y otro tema en lo que reflexionar este mes y voy a pensar en voz alta sobre la juventud y la edad adulta. Antes, la entrada en la edad adulta estaba marcada por ciertas etapas: acabar los estudios, irse de casa de los padres, lograr la independencia económica, casarse y formar una familia. Ahora, entre los 20 y los 30 años, muchos jóvenes viven lo que algunos sociólogos han llamado los “años de odisea”.
La edad media del matrimonio en España ha subido hasta los 32,3 años para las mujeres y los 34,5 para los hombres. Las mujeres retrasan cada vez más su maternidad. La edad media para tener el primer hijo ha subido hasta los 30,6 años, lo cual supone que las españolas son, junto con las italianas (30,7), las que son madres más tarde en la Unión Europea.
Pero cuando se constituye una familia los jóvenes deben afrontar unas dificultades, que se han agudizado durante los años de las crisis. La renta media de los hogares jóvenes, aquellos cuyo cabeza de familia cuenta con menos de 35 años, descendió un 22,5% entre 2011 y 2014. Se nota que los jóvenes han debido afrontar no solo una mayor tasa de paro, sino también un acceso al mercado laboral con sueldos más bajos que sus predecesores. Los jóvenes con contratos temporales fueron las principales víctimas de la destrucción de empleo.
Una conclusión: a medida que nuestra sociedad envejece, los Gobiernos son más sensibles al peso político y social de los mayores. Pero si queremos que el Estado de bienestar sea sostenible, habrá que prestar más cuidado a la inserción de los jóvenes.