Al observar lo que está sucediendo en el mundo, nos asalta una profunda inquietud por el futuro inmediato ante una serie de fenómenos que están desestabilizando a países y continentes enteros. Las viejas formas democráticas y republicanas no son asediadas por revoluciones marxistas sino por “populismos derechistas” de corte ultranacionalista, que ponen en riesgo todo el proyecto globalizador y las formas democráticas occidentales que parecían consolidar una “nueva lógica del capital” en este siglo.
En lo político se acentúa el autoritarismo y en lo cultural este nuevo modelo se muestra enemigo de los medios, en una clara proximidad con los fascismos del siglo pasado, con el riesgo de una inminente guerra comercial, una carrera armamentista, un control de los flujos migratorios y un intencionado descuido de los graves problemas medioambientales.
Ante un debilitamiento de las ideas progresistas, crecen la desigualdad social y el desempleo en todo el mundo, al igual que la crisis ecológica y el calentamiento global. Si este modelo se extiende, es probable que todo el andamiaje internacional entre en crisis, desde la ONU a la OTAN, pasando por los Tratados de Libre Comercio o los Acuerdos de Cambio Climático.
La implosión de esa nueva oleada progresista de los primeros tres lustros del tercer milenio en América Latina desató una contraofensiva regional de las derechas en los planos político, mediático, cultural y económico, que ya exploró diversas modalidades. Aun cuando algunos de esos Gobiernos progresistas después fueron derrocados o tuvieron reveses electorales, nada excluye que los movimientos que les dieron origen puedan rehacerse, ni que en distintas naciones de nuestra región afloren otras opciones de izquierda que también ganen elecciones en estas democracias formales que solemos respetar demasiado, y que muchas veces son corsés que impiden imaginar otros caminos.
Algunos “críticos” pretenden que estos reveses suponen la extinción del proceso, pero sus causas no han cesado, como tampoco las indignaciones y expectativas sociales que ellas generan, ni su urgencia de encontrar soluciones alternativas. Este proceso continúa como un fenómeno en desarrollo. Las luchas por la igualdad han sido luchas tradicionales en América Latina, un continente muy desigual. Las desigualdades se han profundizado a lo largo de las últimas décadas, excepto quizás en los últimos 12 o 15 años. Algunos Gobiernos, salidos muchas veces de movimientos populares, lograron realizar alguna redistribución social aprovechando el boom de los commodities y el alza de precio de los productos primarios.
Con eso integraron en el consumo –aunque no en términos de ciudadanía, por lo menos en el consumo–, a millones de personas en el continente, logros que son frágiles y reversibles y que están siendo cuestionados en varios países. Y sacaron e la pobreza extrema a millones y millones de personas.
Incluso, empoderaron a los pobres, garantizándoles acceso a la educación, la alimentación, la salud, la vivienda. También en el nuevo milenio resurgió una lucha por el reconocimiento a la diversidad, protagonizada, sobre todo, por los movimientos indígenas y afrodescendientes, que tuvieron un impacto enorme sobre algunas de las constituciones, como las de Bolivia y de Ecuador.
El hecho de que los precios de las materias primas hayan caído es una mala noticia para productores, comerciantes y mercaderes, y también para el fisco, pero –seguramente- en todos nuestros países complicará las contradicciones de clase y sus consiguientes alternativas. La demora en hacer un balance e incluso una autocrítica facilita la proliferación de teorías (el papel aguanta todo) como las del péndulo o la del flujo y reflujo, la del fin de las ideologías o el fin de la historia y la del remplazo del ciclo progresista por una presunta regresión posprogresista, todo esto en medio de una contraofensiva de derecha. La meta parece ser (a conciencia o inconscientemente) negarle perduración y hasta legitimidad a las izquierdas.
Lo que intento es una provocación. Provocación al análisis de lo sucedido en nuestros países en los últimos tres lustros, donde Gobiernos surgidos de las movilizaciones populares, trataron de poner a los más humildes como sujetos de política y no meros objetos de ella.
En las últimas tres décadas del siglo (y del milenio pasado) se quiso imponer la teoría de “los dos demonios” según la cual se trató de equiparar los actos de violencia, genocidio y terrorismo perpetrados por las dictaduras y los Gobierno cívico-militares en las décadas de 1970 y 1980 en el Cono Sur con las acciones de las organizaciones guerrilleras que luchaban contra ellos. Lo curioso, entonces, era que algunos supuestos “hombres de izquierda” avalaron la teoría, que tuvo en los circuitos de la socialdemocracia europea a sus más entusiastas difusores.
Más de cuatro décadas después nos sorprendemos al escuchar de boca de supuestos intelectuales progresistas la teoría de que no existieron Gobiernos progresistas en nuestra región y que la lucha se dirime hoy entre dos derechas, una modernizante o desarrollista (del siglo XXI) y la otra oligárquica (del siglo XX). Y siguiendo estos libretos que hablan de un “neoliberalismo transgénico”, propagados desde ámbitos académicos progres y socialdemócratas (con apoyo, generalmente, de fundaciones y ONGs europeas), es bien triste ver a indígenas y trabajadores inducidos a votar para la oligarquía para que desde la “resistencia” se puedan refundar los movimientos de la izquierda y buscar transiciones.
Quizá existe una enorme frustración, tensiones y cansancio provocados por algunas personalidades pedantes y autoritarias, que lanzan consignas en verborragias sin ideas, muestran su incoherencia disfrazada de idealismo y hasta esbozan un macartismo estúpido y perverso contra algunos movimientos sociales.
Pero ésta coexiste con la necesidad de aquellos desplazados del poder de buscar caminos para acceder al mismo, no ya para buscar la consolidación de sociedades socialistas, sino para poder descarrilar para siempre las ideas de democracias participativas, dignidad e inclusión social, soberanía e integración regional.
Otro dilema que surge al debate es si nuestros países debieran ir por un fortalecimiento republicano o ayudar a su derrumbe: aparece como un auténtico tabú de nuestra política y hace necesario un debate en las fuerzas progresistas. La democracia representativa, la propiedad privada, la cultura eurocentrista, el sufragismo y los partidos políticos son algunos de las “verdades reveladas” que organizan nuestra vida institucional, nuestra democracia declamativa, que venimos arrastrando desde las constituciones del siglo XX.
La profundidad de la crisis actual cuestiona a la modernidad y al capitalismo, matrices sobre las cuales se han construido los valores que sustentan esta civilización y los Estados que la expresan. Ya no se trata de reformar al Estado (ya lo plantearon los socialdemócratas en la última década del siglo XX) sino de cambiar los paradigmas que hacen a su vigencia, existencia, constitución y organización.
En nuestra realidad, importantes luchas sociales, terminaron siendo cooptadas por sucesivos Gobiernos y gran parte de las luchas sindicales terminan agotándose, al ser utilizadas como monedas de cambios entre los aparatos sindicales y el propio Estado. Y, así, las mejores ideas y expectativas en las políticas electorales naufragan en las viejas instituciones de la democracia representativa, lo que nos plantea la necesidad de redefinir qué democracia queremos.
Muchos dirigentes populares, ilusionados por el espacio institucional, emigraron de los movimientos (o fueron cooptados) para ocupar espacios en el parlamento y en el gobierno, lo que quitó experiencia acumulada a los movimientos y su práctica desaparición de las calles. En esa relación Gobierno-Estado-movimientos populares, el error principal, quizá, fue de los movimientos.
La realidad es que el Estado siguió siendo burgués y los gobiernos atados en sus programas sociales y de distribución de renta.
Desde el campo popular se insiste en que hoy necesitamos un Estado para la transición civilizatoria que demanda también un Estado transicional que apoye con mayor potencia a la organización del poder dual promovido por las fuerzas antisistémicas, en cuya construcción la izquierda debiera comprometer su acción cotidiana: acompañar –no solo en la calle- la resistencia del conjunto, sino avanzar convencidos de la necesidad de la construcción desde abajo del nuevo poder, sustento de la emancipación.
Debemos tener conciencia de que hoy todo parece tener más velocidad que antes. Se sucede una dinámica de cambios impensable hace apenas dos décadas, ya en lo tecnológico, ya en lo cultural. Marshall McLuhan decía que pasamos de la secuencialidad, de hacer las actividades una a la vez, a la simultaneidad, hacer muchas –o todas- juntas. No queremos perdernos de nada, pero carecemos de un relato capaz de articular los hechos.
Lo que nos produce la sensación de aceleración es que la realidad se fragmenta en continuos presentes sin pasado ni futuro, donde nada es importante porque no hay posibilidad de comparar ni contexto. Por eso hay que darse tiempo para pensar, para reformular el pensamiento crítico latinoamericano, para insuflar de esperanza a las nuevas generaciones que, en esta realidad, deben ser las protagonistas de su propio futuro.
Decía que ésta es una provocación: rescatemos el pensamiento crítico. Hace 525 años que venimos resistiendo a todo y todos, y quizá nos hemos olvidado de construir (nuevas democracias, por ejemplo). Obviamente es mucho más fácil la denunciología y el lloriqueo (en los cuales tenemos posgrados) que la construcción, que siempre se hace desde abajo, ladrillo a ladrillo, hombro con hombro, colectivamente, soportando que las paredes se caigan para comenzar nuevamente. Cuidado: lo único que se construye desde arriba, es un pozo.
Las realidades (tecnológicas, políticas, económicas, sociales, culturales) son muy diferentes a las de cuatro décadas atrás, aunque los desafíos siguen siendo los mismos, para lo cual es imprescindibleterminar con los vendedores ( y con los eternos compradores) de espejitos y la colonización cultural.
¿Década ganada? ¿Década perdida? Vale la pena analizar con detenimiento y calma los aciertos y errores del progresismo latinoamericano en el gobierno. No me animo decir en el poder, porque una cosa es el Gobierno y otro la toma del poder.
Pero para poder aceptar el desafío, lo primero que debemos democratizar y ciudadanizar es nuestra propia cabeza, reformatear nuestro disco duro, nuestro chip. El primer territorio a ser liberado son los 1.400 centímetros cúbicos de nuestro cerebro. Debemos aprender a desaprender, para desde allí comenzar la reconstrucción.