Padezco de depresión. No puedo afirmar que nací con ella, pero sí sé que desde pequeña vivo días de intensa tristeza y desesperanza. Me considero una mujer exitosa, y lo soy; hasta hoy he acumulado logros que me hacen sentir valiosa e importante. He vivido momentos de plenitud y felicidad, generalmente tengo mucha vitalidad y energía. Si me miras, verás a una persona absolutamente normal, con brillo en la mirada, sociable, que sonríe y está presta para conversar y hacer bromas. Pero siempre la depresión ha estado ahí, rondándome cerca. Apenas descansa por tiempos, para regresar vigorosa.
Muchos dicen que soy hermosa, atractiva e interesante. No solía prestarle atención a mi apariencia porque la verdad es que nunca me gusté mucho. De un lustro a la fecha es que empecé a reconocerme en ese terreno; antes me concebí de lo más corriente, alguien que no llamaba mucho la atención. Hay días en que despierto y me siento lo más insípido que pueda haber como mujer. Ese día me disgusta mi pelo, mi panza, las piernas, todo. Salgo a la calle y solo quiero desaparecer; siento mil ojos sobre mis hombros y todo empieza a pesar. Solo que nadie lo sabe, solo yo.
En el transcurso de mi vida, una de las cosas que más gracia me da -y a veces hastío-, es cuando la gente comienza a bombardear con consejos que no he pedido y que son más que obvios. Veo que todos parecen estar listos para mostrarte su cura para la infelicidad. Lo hacen de buena fe, ¡lo juro y lo sé! Pero lamentablemente no siempre saben de qué están hablando. Me han dicho que me decida a ser feliz, que la felicidad está dentro de mí y que debo hallarla, aunque no siempre me indican cómo.
«¡Oh! Qué bien... Nunca se me había ocurrido ser feliz...!» Respondí una vez, con sarcasmo. «Tienes que luchar contra esa tristeza...». La verdad que nunca me imaginé que si le hacía la lucha, ella se iría... Por supuesto que comentarios de este tipo pueden servir muy poco para alguien que se ha pasado gran parte de sus años lidiando con estados de desánimo.
Les reconozco la buena intención y los dejo pasar porque no saben lo que significa vivir con esta enfermedad. No se trata de estar triste dos o tres días, o tener una semana de mierda porque te ha ocurrido algo feo o malo. No. La depresión es algo serio, tan serio como el cáncer, pero a diferencia de este, cuando sufres de depresión muchos te tildan de ñoño o débil. Sentencian: «¡debes poner de tu parte...!». Pero es que ni sospechan que la persona ya ha puesto toda la parte posible, que muchas veces solo queda la máscara del clásico "estoy bien".
Muchos creen que tener una mala etapa, o un bajón de ánimo prolongado, les da crédito para afirmar que han padecido de depresión y que la vencieron. Realmente no conozco una persona que haya tenido un diagnóstico de depresión y tenga años libre de medicación, terapia o recaídas. Si alguien sí tiene información al respecto, me encantaría escucharla. Otros se llenan de orgullo cuando cuentan que por ellos mismos salieron del hoyo y que con la ayuda de Dios lograron llenar el vacío que supone estar deprimido, porque aseguran que la depresión es la falta de ese Dios en tu vida.
Yo me pasé una gran parte de mi vida de jovencita en la Iglesia; tenía una excelente comunicación con esa idea de Dios con la que casi todos crecemos en Occidente, asistía a retiros espirituales en forma regular, conocí la paz, esa paz de la que muchos hablan, y que hoy solo reconozco como placebo, igual de alguna forma la depresión siempre estuvo ahí. Siempre se mantuvo latente, con sus picos y calmas.
Hay días en los que prácticamente me obligo a bañarme y salir a la calle. Días en los que no quiero hablar con nadie, no quiero que me vean la cara, donde veo todo realmente gris. Días en los que los ojos se pasan todo el día salados. Lloro por nada, me molesta mi voz y no puedo escuchar ningún tipo de música, ¡ninguna! Cualquier letra me conmueve hasta el tuétano. Durante semanas se instala un dolor mudo en mi pecho, un susto, un miedo sin origen aparente, sin razón. Sientes que algo va a ocurrir, pero no sabes qué rayos es. Caminas, y ves el fondo de la calle oscuro, aún sean las diez de la mañana del más soleado de los días. Llevas dos láminas de metal fino, transparente y pesado sobre los brazos. El aire pesa. Te pesa mucho. Cada paso es un logro, un reto vencido, dominado. La gente camina al lado tuyo y son gigantes. Tú apenas eres una hormiga, ellos te miran y te pesa. Tú los miras, y solo ruegas por llegar a destino y que todo acabe.
Vivir esto de cuando en cuando... así sucede. Y al ceder este estado, descansas, te das cuenta de lo maravillosa que es la vida. Te sientes fuerte, poderosa, tu belleza resalta, tu sonrisa eclipsa a cualquier astro de turno, y tú lo sabes. Te animas a salir, cocinar, tomar una cerveza, llamar a los amigos porque estas tan radiante, que no puedes dejar de compartirlo. Sabes que eres lo máximo, ¡te sientes lo máximo! Ese tiempo es uno de sol y lunas, mucha luz, viento que alborota, canto, sonrisa, alegría. Y luego de unos días o semanas empiezas a sentirte muy normal para luego despertar asustada y triste; te ocupa el mal humor, pero no sabes bien qué pasa, hasta que recuerdas con qué has compartido tu espíritu por décadas.
En torno a la depresión se han tejido muchos estigmas sociales. Si tienes cáncer, por citar una enfermedad tan común en este tiempo -como la depresión-, y lo anuncias, llueven las manifestaciones de apoyo, todos a tu alrededor te animarán a buscar las mejores opciones terapéuticas. Te darán seguimiento, y te reconocerán el valor por lidiar con ese mal que no conoce rostros, ni estatus, ni raza. ¡El cáncer es una enfermedad con todas las de la ley! Nadie dudará de tu valentía al afrontarlo, al asumir el reto de vida que significa, sea que le sobrevivas o que te venza. En ambos escenarios eres un guerrero, una guerrera. Con la depresión pasa distinto.
Lo primero es que mucha gente la padece y no lo sabe. Hay quien se evade con muchas formas de distracción para no dar de frente con un trastorno mental que no ha identificado aún. Otros atraviesan una etapa difícil, la superan, y en un futuro próximo empezarán a psicologizar alegremente a todo el mundo. En cambio hay quien le ha puesto nombre y apellido a su problema, ha visitado a un facultativo del área y sabe a qué se debe eso que no conocía bien, pero que le hace sufrir. ¿Se imagina usted a esa persona reuniendo a su familia para decir: «papá, mamá, esposa, esposo, hijo, hija... ¡quien sea! Tengo depresión»? No es un escenario muy común, ¿verdad? Reconocerse depresivo es exponerse al estigma de la debilidad, la sensiblería y la supuesta falta de voluntad, y muchas de tus acciones quedarán supeditadas a este hecho aunque no necesariamente tengan algo que ver.
Otra de las falacias que acompañan a los que padecen este mal, es que si estás estable es por la medicación, mas si tienes una recaída quizá no le has echado suficientes ganas. Entonces los méritos de paciente no son tomados en cuenta. Cuando lo cierto es que, como en todo trastorno físico y mental, la mejoría es resultado de la combinación entre la terapéutica -tanto psicológica como farmacéutica-, con el sujeto enfermo y su entorno.
El tratamiento que comprende una enfermedad como el cáncer es multifactorial y sistémico. En el caso del que padece de depresión lo es aún más, con el agravante de que hay padecimientos asociados al cáncer que son fácilmente detectados por el entorno cercano del paciente, lo cual puede implicar una oportuna intervención. En el caso de la depresión no siempre será así, por tanto, los significativos más allegados al enfermo deberán prestar especial atención, y esto solamente es posible cuando el depresivo está al tanto de lo que le ocurre, lo que lamentablemente no siempre sucede. Muchas personas no saben que padecen depresión, muchos de los que la padecen y lo saben no lo informan, y no todos a quienes se les comunica lo toman con la debida seriedad. Un cáncer se aprecia en su justa dimensión desde el mismo momento de la sospecha.
Nadie pasa por valiente ante la sociedad por padecer, vivir, luchar o vencer, día por día, la depresión. Nadie reconoce la gallardía y el estoicismo con el que muchas veces un paciente de depresión lidia el día a día en el colegio, el trabajo, los amigos, los compromisos cotidianos que supone el ritmo de vida actual. Nadie sospecha lo que es sonreír con miedo, comer sin hambre, perder el gusto por las cosas que sabes que te apasionan. Muchas personas viven este infierno personal y lo guardan para si.
Pocos imaginan el esfuerzo que significa escalar el propio estado de tristeza honda y absoluta, elevarte por sobre ella, erguirte e ir hacia allá, hacia la vida, cantar y decirle a tu mente: -Tú dices que no, ¡pero yo te digo sí!-, lo que es forzar a la esperanza y lograr luego sentir algo de mejoría.
A partir de mi experiencia recomiendo algunos síes y noes para tomar en cuenta, si usted conoce a alguien que padece de depresión.
• No rompa a dar consejos. Si realmente le interesa la salud de una persona que sufre de depresión, pregúntele qué puede hacer. Recomiéndele buscar ayuda si aún no lo ha hecho. Si no encuentra un escenario posible para hacer esto, contacte a algún familiar o a una persona que sí pueda hacer algo.
• No le insista en sus bendiciones y todas las cosas maravillosas que posee: familia, dinero, recursos materiales. La depresión no tiene nada que ver con eso. Puede despertar en la persona una sensación de mal agradecimiento con la vida y los suyos, y hacer que se sienta aún más miserable al saberse afortunado sobre tal o cual circunstancia, en relación a otros.
• Abrácelo/la. Ese simple gesto puede hacer maravillas.
• No le/la mire con pena, hágalo con una sonrisa, con respeto.
• Si le pregunta cómo está, sea genuino. Una de las mentiras más frecuentes de una persona que padece de depresión es el clásico: «muy bien...». Si no está preparado para lidiar con una respuesta distinta o si sabe que le va a mentir, mejor salude con un hola. Si de verdad le interesa, busque la manera de conversar.
• Un café o alguna otra bebida caliente siempre viene bien.
• No le diga que Dios lo ama, y que lo que le ocurre no es más que una prueba. Sea que el enfermo crea o no, la depresión no tiene que ver con creencias religiosas.
• Acompáñelo en su proceso, si está dispuesto a hacerlo. La depresión no es un asunto de dos días, o par de semanas. Es un proceso.
• Ponga atención a las señales. Hay un mito muy generalizado sobre el suicidio que argumenta que quien lo hace nunca lo avisa. Eso es falso. La mayoría de las veces el suicida ha gritado de mil y una formas que está acorralado y no soporta más.
• No lo invite a ser fuerte. Créame, ¡ya lo es!
• Mucho menos le diga que ponga de su parte. Esa persona ya está poniendo toda su parte, ha puesto su paz y su tranquilidad.
• Si usted atravesó un momento de dificultad similar, no se regodee de lo valiente que fue y como lo superó. Cada caso es distinto y puede que lo/la haga sentir un fraude por no poder superar su estado.
• Invítelo/la a la playa. La sal y el sol le hacen mucho bien al espíritu, y el sol energiza.
• No lo/la invite a tomar alcohol. Es un depresivo nervioso que lo pondrá eufórico y alegre solo al principio, luego será mucho peor que antes.
• Provóquele risas, vayan a shows de chistes. La terapia de la risa ayuda al subconsciente en el manejo de memorias dolorosas. Además que estimula la producción de endorfinas y serotoninas, hormonas del bienestar y la felicidad.
• Si es su pareja, hagan el amor. El orgasmo es uno de los mejores antidepresivos que existen. La intimidad emocional del buen sexo es verdaderamente reparadora.
• Ayúdele a comer mejor. Menos grasas saturadas, sodas, embutidos. Más alimentos rojos, verdes, amarillos, y no procesados.
• Si la persona toma algún medicamento, échele una mano con los costos. Las drogas destinadas a los trastornos mentales suelen ser muy caras y los tratamientos son largos.
• Llámele recurrentemente. Que sienta que puede contar con usted y que le puede buscar siempre que lo desee. La persona con depresión llega a hartarse de sentirse pésimo todo el tiempo y puede sentir que los otros están igual de hartos de escuchar su letanía. Si de verdad le importa, demuéstrele que siempre estará ahí para él.
Quizá algunos juzguen mal que exponga esta parte de mi realidad, mas yo no lo veo así. La mía puede ser la historia de uno de los más de 300 millones de personas en todo el mundo que padece de depresión. Y puede ser que usted, al leer estas líneas, se convierta en el apoyo de alguien, o al menos sienta que no está tan solo como pensaba. O en el mejor de los casos, evitar que algún conocido entre a la triste cifra de los cerca de ochocientos mil que se suicidan por año, según la Organización Mundial de la Salud.