Antes de la llegada del cine a Bogotá el tiempo transcurría de otra manera. Estaba el circo, la plaza de toros, las peleas de gallos y los partidos de fútbol; o el teatro, la ópera y la zarzuela para los más adinerados. Eventos esporádicos, diurnos. La gente madrugaba mucho, y se acostaba a las seis de la tarde, porque ya no había nada más qué hacer. ¡Hasta que llegó el cine!
Es difícil establecer con certeza cuál fue el primer encuentro entre los bogotanos y el cine, qué película se proyectó, cuándo, dónde. Pero Germán Mejía Pavony, historiador experto en Bogotá, asegura que “las primeras proyecciones estaban más asociadas a aparatos de feria, que mostraban imágenes en movimiento”. Eran solo figuras proyectadas sobre una superficie, algo así como unas “sombras chinescas”. La primera vez que pudo haber pasado algo así, según relata, fue en el altillo del bazar Veracruz, a finales del siglo XIX, donde “para ingresar al almacén se mostraban este tipo de artilugios en movimiento, que fueron generando la expectativa para el cine”, preparando al espectador para lo que estaba por venir.
Y es que el cine fue primero que las salas. En San Victorino –y luego en el Parque de la Independencia–, “se proyectaba sobre unas sábanas enormes entre dos postes, y cuando había viento las figuras se alargaban o se embombaban”, cuenta Andrés Ávila en su tesis de maestría sobre las transformaciones sociales en torno a las salas de cine en Bogotá. Era una especie de “fenómeno de feria” que se proyectaba en espacios abiertos, como plazas y parques.
Así lo hacían los hermanos Francisco y Vicente Di Domenico, unos inmigrantes italianos que llegaron a Colombia a comienzos del siglo XX, junto con Juan Di Ruggiero. Armados con dos proyectores y con el claro objetivo de hacer cine, se dedicaron a viajar por el país para divulgar las películas del momento, así como sus propias producciones. Hasta que llegaron a Bogotá, donde lograron interesar a un grupo de inversionistas, entre los que estaba el empresario Nemesio Camacho –que le daría el nombre al estadio de fútbol de la capital– para construir la primera sala en la que se exhibiría cine de una manera cómoda y permanente: el Salón Olympia, en la calle 25 con novena, frente al Parque del Centenario.
En el libro Crónicas del cine colombiano, Hernando Salcedo Silva entrevistó a Donato Di Domenico, miembro de la familia, quien le contó que el 8 de diciembre de 1912 fue la primera función que ofreció el Salón Olympia. Aquel día se presentó la película italiana La novela de un joven pobre. Donato también relata los problemas de censura a los que se veían sometidos. Por ejemplo, cuando el cine dejó de ser mudo, los más puritanos comenzaron a quejarse de los besos. Antes podían verlos, pero ahora les resultaba insoportable su sonido baboso y pegachento. El público bogotano de la época prefería las escenas que mostraban amaneceres o puestas de sol y, exaltado, respondía a las imágenes con un fuerte aplauso.
De acuerdo con este libro, la extensión del Olympia “era para miles de personas, distribuidas en dos partes exactas, división que exasperaría a cualquier atrasado demócrata, y establecida por el gran telón blanco, con cenefa negra, tantas veces roto, incendiado, destruido, en los célebres escándalos del salón cuando al respetable público no le gustaba la película que estaban viendo”. Uno de los episodios más recordados fue una gresca que se formó entre los espectadores que veían la película Match Siki-Carpentier, quienes se enfurecieron porque en una escena de boxeo el contrincante blanco fue vencido por el negro. El incidente causó importantes daños en puertas, ventanas, el telón y varias sillas.
La pantalla partía el salón por la mitad: de un lado se sentaban los elegidos, quienes pagaban más para ver la película al derecho. Del otro, los de boletería general, la veían al revés; tenían que usar espejos que revirtieran la imagen, e incluso pagaban para que personas con dicha habilidad les leyeran los subtítulos invertidos. Así que mientras los niños del primer lado devoraban “unos helados excelentes de un sabor que nunca más se experimentó”, los segundos podían “ingerir alimentos mucho más sustanciosos que los sofisticados helados, porque sólo por unos centavos y en hojas de papel periódico les servían una especie de ‘piquetes’ abundantes y preparados en algún rincón del salón”.
No menos divertidos eran los intermedios, narra el libro de Salcedo Silva. Los “adultos gastaban en pasearse entre los pasillos de las butacas, mirando al mayor número de muchachas posibles y hasta estableciendo idilios, los más afortunados, maniobras completamente desapercibidas por la gente menuda que en los intermedios gastaba su vitalidad jugando gambetas junto al telón”.
Los espectadores se apiñaban y rozaban en las largas bancas de madera, que no se caracterizaban por ser las más cómodas. Luego, estas se quitaban y reacomodaban, para que el lugar quedara disponible para otro tipo de eventos. Ya que el cine era una actividad incipiente, el Salón Olympia, como muchas de las salas que vendrían después, tenía un uso mixto. No obstante, al ser el primer espacio que fue pensado específicamente para ver películas, transformó el entretenimiento capitalino, llenándolo de maravillosas anécdotas que quedaron retratadas en el libro En tiempos del Olympia.
Tras él, comenzaron a surgir teatros similares. En 1924 se inauguró el Teatro Faenza. En 1925, el San Jorge. En 1933, el Teatro Rivoli; en 1935, el Granada; en 1936, el Teatro Atenas. Y el Rex llegó en 1938. Todas estas salas se convirtieron en espacios populares y democráticos, que fueron creando un público que abarcaba todos los estratos sociales, al tiempo que fue naciendo una nueva generación de empresarios que veía en la construcción de salas de cine una oportunidad de negocio.
Además, “la arquitectura para la exhibición de cine fue de las primeras manifestaciones de modernidad en Bogotá, porque los empresarios, en su búsqueda por llamar la atención de los clientes, experimentaron formalmente con fachadas, con colores, con materiales, con composiciones, que de cierta manera trajeron la modernidad”, relata Alfredo Montaño Bello, arquitecto y profesor de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, quien, junto con otros dos docentes, realizó una investigación sobre la arquitectura del teatro.
El Faenza, ubicado en la carrera quinta con 21, también “se destaca en la historia de la arquitectura en Colombia por ser uno de los primeros edificios en incorporar el concreto reforzado como novedosa técnica constructiva para la época y por el diseño de su fachada, caracterizada por su arco y detalles que remiten al estilo Art Nouveau”. En este teatro, además de cine, se hacían reinados de belleza, peleas de boxeo y hasta combates de animales salvajes. Por su parte, el Teatro San Jorge, en la calle 15 con 13, es otro ejemplo de las innovaciones arquitectónicas que trajeron las salas de cine. Aunque su interior está completamente vaciado, aún se puede apreciar su fachada con referencias al estilo Art Déco.
Poco a poco, y gracias al cine, los bogotanos fueron desprendiéndose del entretenimiento privado, en el seno de la familia, y abriendo sus ojos a la modernidad. Como estas salas ofrecían funciones nocturnas, la ciudad empezó a adquirir una mayor vitalidad. A nivel urbano, incluso, fue un elemento orientador, de seguridad, porque las calles se iluminaban más y había más comercio.
El historiador Germán Mejía Pavony llama la atención sobre uno de los problemas que tuvo que enfrentar el cine en Bogotá: el analfabetismo. El cine comenzó a llegar a un público masivo, sí, pero muchos de los asistentes no sabían leer. Con el cine mudo este no era un inconveniente, pero cuando se incorporó el sonido a muchos espectadores se les dificultaba la lectura de subtítulos. Solo un nuevo protagonista, que quedaría arraigado en la cultura popular colombiana para siempre, lo habría de resolver: el cine mexicano.
Al país llegaban películas producidas en distintos lugares del mundo. Antes de la Segunda Guerra Mundial se proyectaban muchos filmes europeos, norteamericanos, argentinos. Pero fue con el cine mexicano, que se comenzó a ver desde inicios de los treinta, con el que más identificada se sintió la clase obrera. El público adaptó costumbres, formas e incluso la música de ese país. Las rancheras no se dejarían de oír jamás.
La variedad de oferta, las salas llenas y los avances tecnológicos permitieron que en las décadas de los cuarenta y cincuenta las salas de cine en Bogotá vivieran su época de mayor esplendor. Un público en crecimiento impulsó la construcción de nuevas salas, en distintos puntos de la ciudad. Surge entonces el Teatro Colombia (hoy convertido en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán), construido en 1941, el Alameda (1943), el Ayacucho (1945), el Capitol (1946), el Ariel (1946), el Mogador (1947), el Dorado (1948), el Coliseo (1949), el Egipto (1950) y El Cid (1951). También encontramos, todos construidos en 1957, el Teatro Sua, el Atlas, el Lido y el Tequendama. El Teatro Caracas, el Azteca, el Radio Teatro, La Carrera, el Ópera, el Bogotá, el Embajador y el Metropol habrían de llegar en los años siguientes.
Estos teatros se construyeron en lo que hoy es el centro de la ciudad, un centro vivo, residencial, y desde allí se fueron extendiendo a los barrios que iban surgiendo alrededor. “El teatro se vuelve un elemento de planeación de los barrios. Entonces comienzan a hacer pequeñas salas que hacían parte de la planeación urbana. La exhibición de cine, que nació en el centro, comenzó a irse a Chapinero, a las unidades de habitación modernas”, sostiene Montaño Bello. Los teatros se empezaron a descentralizar y apareció, por ejemplo, el Teatro Caldas, hacia Chapinero, o el Metro Teusaquillo; el Teatro Cadiz, en Antonio Nariño; el Teatro Junín, en el barrio Santa Sofía; el Santa Cecilia, en el Olaya Herrera; el Unión, en la Perseverancia; el Oskar, en el barrio Santa Fe, y los teatros Las Cruces y Quiroga en los barrios del mismo nombre.
Para ese momento, aunque las salas de cine ya no estaban pensadas como grandes templos a los que les cabían más de 1.000 personas –incluso con el Olympia se ha llegado a fantasear con que le cabían entre 3.000 y 5.000– sí eran consideradas una parte fundamental de la vida dentro de la ciudad, tanto así que –agrega Montaño– “dentro de la planeación urbana aparecía la Iglesia, el centro de salud y empieza a aparecer la sala de cine como un equipamento para la vida de la gente [...]. Y fue muy importante hasta los años sesenta y setenta, cuando las grandes salas empiezan a perder protagonismo, sobre todo porque hay más formas de entretenimiento y más variedad. Además, el centro de la ciudad también tiene un cambio, porque para ese momento la mayoría de personas que vivía ahí, que en principio era la élite, empieza a irse hacia el norte y dejan de ir a estas salas majestuosas”, señala el arquitecto.
¿Cuándo se desencadena el declive?, ¿cuándo los bogotanos dejaron de ir a estos espacios gigantescos que les prometieron la modernidad? Mejía Pavony considera que la crisis de las salas de cine tradicionales comienza cuando se asociaron con los centros comerciales. Los primeros fueron el Teatro El Lago y el Teatro Almirante, “que nacieron a mediados de los sesenta, pegados a un centro comercial, al estilo norteamericano”. Incluso en el centro de la ciudad se comenzó a incorporar el modelo, en Terraza Pasteur. Aunque actualmente no está en funcionamiento, si alguien se anima a explorar el último piso encontrará los vestigios de la antigua sala. Luego vendría Unicentro, uno de los primeros centros comerciales que incluyó las salas de cine dentro de su diseño.
Hubo dos factores determinantes, uno urbano y otro técnico. En la década del setenta, Bogotá crece a un ritmo descontrolado, improvisado, y “pasa a ser una ciudad que se moviliza más por todos lados, y la inseguridad va a atentar contra los cines de barrio”. En el centro comercial, en cambio, todo parece estar controlado. A esto se suma “la llegada del Betamax, a mediados de los años ochenta, a un precio razonable. Lo que pasa es que llega en un momento de inseguridad, entonces la gente empieza a decir: me quedo en la casa viendo películas en la televisión en lugar de salir”, concluye Pavony.
La industria comienza a flaquear. En respuesta, los dueños de las salas vuelven a la estrategia inicial: intentar darle un uso mixto, para no depender únicamente de las entradas al cine, pero en la mayoría de casos no funciona. Con el tiempo, estas grandes salas fueron cambiando de propietario, de rumbo, de forma, y terminaron demolidas o convertidas en parqueaderos, salas pornográficas, tiendas o bancos. El Teatro El Lido, en la calle 16 con sexta, el Cid, en la novena con 24, y el legendario Olympia están ahora en manos de entidades bancarias.
Algunas metamorfosis fueron radicales: el Teatro Tequendama, en la carrera 13 con 20, hoy es una bodega de almacenamiento. El Teatro Roxi, luego convertido en el Lux, en la octava con 19, fue adquirido por una compañía de telefonía móvil. En el Teatro Astral ahora funciona el Casino Caribe, mientras que en el Tisquesusa se encuentra el Casino Aladdin. El Teatro Atlas también atravesó una importante transformación: actualmente es una sala X, ubicada entre una lechonería y ‘La barra del gordo’.
Se cuentan con los dedos de la mano las salas de cine que aún conservan su uso. El Múltiplex Embajador, en la calle 24 con sexta, es uno de los pocos ejemplos. La enorme sala fue subdividida en otras más pequeñas que ofrecen una variada oferta de películas. También está el Teatro Opera, donde se construyó un centro comercial, pero que mantuvo una parte del teatro con el fin de reconstruirlo y ofrecer la opción de ir a cine. Otras salas son utilizadas como auditorios de universidades. Tal es el caso del Teatro El Dorado, que actualmente le pertenece a la Escuela Colombiana de Carreras Industriales (ECCI), o del Teatro México, que hace parte de la Universidad Central. Justo al frente queda el Faenza, cuya reconstrucción quedó a cargo de esta universidad, que piensa utilizarlo, entre otros eventos, para la proyección de cine.
Hay viejas salas que hoy son conocidos lugares para conciertos, como el Teatro Mogador, donde funciona el DownTown Majestic, o el Teatro Metropol, pero la mayoría de los espacios fantásticos donde los bogotanos se dejaron sorprender por el cine quedaron irreconocibles en su intento por sobrevivir. El Teatro Sua, en la séptima con 22, no fue construido con una imponente arquitectura. Al pasar por el frente, no hay nada que lo delate, nada que insinúe que B’Estilo no fue siempre B’Estilo. En esta tienda de variedades, entre ropa y artículos en promoción, ningún cliente mira allá arriba, ese techo que desciende, cubierto en tela, ni esa pequeña ventanita desde donde, décadas atrás, se proyectaron las películas del momento.