Hoy, en plena era de la robótica, puede parecernos naif hasta Karl Marx. Él, exponente máximo de la lucha de clases y el análisis económico encaminado a una sociedad más justa, definió el trabajo en su día como “un proceso entre el hombre y la naturaleza”. Es decir, el hombre actúa y transforma la naturaleza para producir bienes que satisfacen sus necesidades y, en este proceso, se transforma a sí mismo. En resumen, el trabajo o la producción es un rasgo esencial del ser humano que le define. Curioso leer esto en los tiempos del paro más allá de los 18 millones de personas (sólo en España).
De hecho, el propio Marx impuso algunas condiciones para que el trabajo se convirtiera realmente en una fuente de autorrealización del hombre. Para ello, éste debe producir su vida de acuerdo a su voluntad y conciencia, debe desplegar y expresar sus capacidades ampliamente, debe desarrollar su naturaleza social a través de ese trabajo y con la producción que deriva de él conseguir rebasar la mera subsistencia.
Fácilmente comprensible, pero más difícil de poner en práctica. Quizá porque durante años nos han educado en el paradigma de trabajos que no requieren ninguna transformación, porque se limitaron a transferir directamente el capital o recursos hacia las élites sin ningún esfuerzo físico. El negocio bancario ha sido un claro ejemplo de una industria que soñaba con producir riqueza, cuando lo único que hacía era jugar al casino con la base de la pirámide productiva, es decir los obreros y la clase media que depositaban en ella sus ingresos y, más aún, sus ahorros. Disculpen el tono populista, pero la realidad avala la afirmación.
Jeremy Rifkin es un sociólogo y economista estadounidense que posee y divulga una visión igual de revolucionaria y lúcida que, en su día, pudo tener Marx. Ya en 1977 creó una fundación basada en el análisis activo de políticas públicas relacionadas con el medio ambiente, la economía y el cambio climático. Es decir, los issues o temas que están de rabiosa actualidad hoy en 2017. Hace justamente 40 años. En 1995 preconizó en su obra El fin del trabajo la automatización, la reducción del número de empresas y de número de puestos de trabajo, además del creciente papel de la tecnología en el proceso productivo.
De un tiempo a esta parte, más aún tras la debacle económica global de 2007, todos somos conscientes de que el trabajo es un bien escaso y la formación un aliado imprescindible aunque no infalible para poder desempeñar una labor que nos ayude a sentar unas bases de vida sostenibles. Es decir, poder planificar más allá de seis o doce meses. La autorrealización que definía Marx en todos los aspectos – físico, emocional, social – del ser humano.
Todos somos conscientes de que estamos inmersos en esta Tercera Revolución Industrial basada en el conocimiento, pero es que hasta el hombre que tuvo un mayor impacto en la era de la informática – Bill Gates- ha afirmado que los cambios se están produciendo a un ritmo tan frenético que ponen en peligro la estabilidad social. Es decir, siguiendo los cálculos de la OCDE el 9% de las profesiones desaparecerán en los próximos años (en España, el 12%). Otras investigaciones en EEUU elevan la cifra hasta el 47%.
Ante este escenario dantesco por lo que implica, la cuestión es nuestra aportación como ciudadanos a esta realidad y cómo podemos enfocarla hacia el bien común.
Rifkin ofreció en su día tres propuestas básicas:
- repartir el trabajo asalariado
- reducir la semana laboral
- establecer un nuevo contrato con la sociedad civil basado en la economía colaborativa instaurando además un “ingreso anual garantizado”, algo parecido a la tan polémica renta básica.
La cuestión fundamental es si nuestros más que endedudados Estados se pueden permitir el lujo de hacer frente a una renta básica y mantener un sistema de protección social sostenible como el que hemos venido disfrutando. Los números no cuadran bien, ¿verdad?
Bill Gates va un paso más allá y afirma que las empresas que adquieren robots deberían pagar un “impuesto” que cubra de alguna forma los gastos que implican la vacante laboral que ha dejado. Esos impuestos podrían venir del propio aumento de eficiencia que provocaría en la producción o de una especie de “cotización social” de la empresa.
Más aún, queremos imaginar que deberá haber una mano humana que supervise y vigile la labor de esos robots. No se trata de una boutade salida de un libro de Aldous Huxley, sino de una realidad que viviremos en muy poco tiempo. Y los ciudadanos debemos prepararnos para ella tanto desde el ámbito de la formación como de la participación política y social para lograr nuevas vías de entendimiento que nos permitan generar riqueza y desarrollo en esa Sociedad del Conocimiento que nosotros mismos hemos diseñado.