Como hija de mi padre, disfruto mucho conversar con la gente. En ocasiones genero las instancias para dialogar con algunas personas que, a primera impresión, me parecen portadoras de interesantes historias. De pequeña, siempre lo acompañaba al mercado y ahí, entre montones de fruta y vegetales, las carnicerías y gente regateando precios, estaban las mejores charlas, las mejores anécdotas. Mi padre siempre me dejaba opinar e interactuar y al final me estaba heredando en vida una de las experiencias humanas que hoy más disfruto: Conversar con las personas.
Tanto contacto tuvo su fruto…
De adulta, he aprendido a advertir sonrisas, miradas, alegrías y tristezas; cansancio y hartazgo de la gente. He podido ver, incluso, la ausencia que se esconde tras el iris de un ojo que ya ni observa, ni se deleita, sino que solo mira porque para eso está bajo el párpado. También he visto sonrisas, muchas sonrisas, de variadísimos tipos y calidades. Pero hay una sonrisa, acompañada de una mirada a veces altiva, otras gacha, es una muy puntual y que ahora observo con especial atención: la sonrisa del inmigrante.
Mi media isla está repleta de inmigrantes. De hecho, por motivaciones harto conocidas, el tema migratorio se ha vuelto un drama global. En el caso de mi país, los inmigrantes son tema viejo, presente, pero viejo. Haití, nuestro hermano país, ha estado presente en la historia de mi nación y en su ahora; y a partir de este pasado y presente es seguro que continuemos la mutual en el futuro. A pesar de que hace ya tres años una sentencia del Tribunal Constitucional de la República Dominicana retiró la nacionalidad a cientos de miles de dominicanos descendientes de padre o madre haitiano, tanto el Estado dominicano como el sector privado emplea a miles de nacionales haitianos para el trabajo de la construcción y otros rubros. Por otro lado, la migración de venezolanos al país los últimos meses ha sido tremenda. Cabe mencionar aquí, y me obligo a indicarlo, que la referida sentencia es violatoria de los Derechos Humanos y que hoy por hoy sigue siendo fuerte tema de debate en mi país.
Es desde hace tres años que empecé a poner específica atención a la sonrisa de estas personas. Pero no solo del inmigrante haitiano, ahora la veo en muchos venezolanos; he visto ese paréntesis ritual que adorna los labios de muchos que, por sobrevivir, por mejorar, por lo que fuere, dejaron su tierra y hoy viven en una distancia impuesta por una difícil combinación de circunstancias.
La nostalgia siempre será eso, nostalgia, pero en el inmigrante, la nostalgia es como un hilo invisible que le conecta irremediablemente con todo lo que dejó detrás. He visto sonrisas tejidas con ese hilo y su marca es notoria. Dicen: “hola, solo quiero trabajar, estar mejor, solo quiero vivir mejor, ahorrar lo que pueda y enviar algo de dinero a mi familia…”. Otras gritan algo mayúsculo: “… estoy sobreviviendo; de donde vengo, no hay vida. Muero allí…”. Algunas invitan al abrazo, porque no recuerdan el último recibido.
Soledad, alivio, ira, vacío… Puede haber tanto de todo eso en la sonrisa de un inmigrante. He visto sonrisas que ni existen, que solo están en mi imaginación, porque las observo en cuerpos que se hacen pasar por invisibles. Al final, en la mayoría de estas sonrisas he hallado dignidad, porque a veces lo único que mantiene de pie al inmigrante es eso: su dignidad.