Aquí presentamos la experiencia de varios colombianos que trabajan en Cataluña. ¿Cuáles son los choques laborales entre ambos mundos?
Todo comienza con las palabras. En España, ‘currar’. En Colombia, ‘camellar’. Ambas, las formas coloquiales de darle nombre a una misma cosa: trabajar, salir cada mañana para ganarse el sustento. Algo parecido a sobrevivir.
La primera, ‘currar’, según la RAE, designa el hecho de “trabajar en una actividad remunerada. Aplicarse con esfuerzo”, pero se especifica que es con el fin de obtener algo a cambio. Viene del caló, la lengua utilizada por el pueblo gitano, un pueblo que se adapta, que negocia: te doy, pero también recibo. De esta lógica se deriva que a la gente no le paguen sino que cobre –otra sutileza del lenguaje–. Cobrar le da el poder al trabajador, que se sabe merecedor y cobra lo que es justo por su trabajo.
La segunda, ‘camellar’, es un colombianismo que significa “trabajar arduamente” y, a falta de más detalles sobre su origen etimológico, se puede deducir que proviene del camello, animal de carácter pasivo, capaz de llevar carga a través del desierto sin tomar agua durante diez días. Es lógico, entonces, que este trabajador no cobre, sino que a él le paguen. El que el sujeto de la acción sean ellos –la empresa, el jefe, el patrón– les da el control y deja la sensación de que se les debe algo, como si el hecho de contratar, de algún modo, fuera un favor. Ha de ser una anomalía, o al menos un caso de estudio, que un pueblo elija, en dos ocasiones, a un presidente que les promete trabajar, trabajar y trabajar.
En España se piensa: “la empresa me debe”. En Colombia: “La empresa no me ha pagado”. Acción versus resignación. La historia se traduce en el lenguaje. Pero trabajar –independientemente de los sinónimos que se le designen– no es lo mismo en ningún lugar. Cambia la vida, la lógica, la normativa, y cuando se sale de un país en busca de nuevas oportunidades, se encuentran dos mundos, chocan, y de esta colisión surgen malentendidos, inconvenientes, pero también grandes aprendizajes. ¿Qué podemos aprender –o desaprender– el uno del otro?
Los de aquí, allá: colombianos en Cataluña
Llegaron para estudiar, sin pretensiones, la mayoría simplemente porque quería un cambio en su vida, porque se había cansado de Bogotá, la que llaman la “caótica”, la “agresiva”. Aunque eran profesionales con experiencia, volvieron a empezar desde cero, como practicantes, o becarios, como se les dice en España a quienes son contratados a través de un convenio con una universidad. Pero se pusieron en la búsqueda, y contaron con la suerte de moverse en campos que tenían cierta proyección en Barcelona. Alejandro, que trabaja haciendo pruebas de calidad como ingeniero informático, sostiene que en su área es más fácil conseguir trabajo allá, porque en Colombia lo que él hace es muy nuevo todavía. “Existe, pero no le ven importancia”. A Lorena, quien trabaja en el área de recursos humanos, le pasa algo similar. Asegura que ha encontrado más ofertas en Cataluña, “porque allá –en Colombia– la oferta que hay, quieren que uno esté en la universidad pero que tenga ocho años de experiencia, y normalmente la gente que entra a selección de personal, por medio de temporales, gana millón y medio de pesos”. Entonces piensa que no tiene sentido regresar a su país para ganarse lo mismo, como profesional, que en Barcelona como practicante. “Lo que me pagan acá trabajando medio tiempo es lo que me gano en Colombia trabajando de lunes a sábado, ocho horas diarias”, asegura. Y entonces la balanza se comienza a inclinar.
Ocho horas, pero solo si cuenta con demasiada suerte. Bien es sabido que en Colombia, y en general en Latinoamérica, aunque vaya contra la normativa, las jornadas suelen ser mucho más largas, de diez, doce, catorce horas… Esa sería otra ventaja de Cataluña, donde se procura respetar más ese horario, no solo porque la ley está más regulada sino porque el respeto de dichas horas es garantía de calidad de vida para todos sus ciudadanos. Dentro de la lógica europea, cuando acaba la jornada laboral es cuando comienza la vida. Se trabaja para después poder disfrutar, no se vive para trabajar.
Pero el que trabajen menos horas no necesariamente significa que sean menos productivos. Lo que implica es otra forma de utilizar el tiempo, de relacionarse con él. Ya que este es limitado, hay que sacarle el máximo provecho. “La gente se esfuerza más por tener su trabajo a tiempo, porque es lo que haga hasta las seis. Por eso aquí las reuniones entran más al grano”, cuenta Alejandro. El que se trabaje –y se pague– por hora y no por mes, cambia la mentalidad por completo. De hecho, el manejo del tiempo puede llegar a convertirse en una obsesión. Con el fin de controlar y maximizar la productividad, algunas empresas utilizan artilugios que en Colombia parecerían exagerados, de ciencia ficción, como cronómetros para medir la duración de las reuniones, planillas donde se lleva un registro de las tareas minuto a minuto, programaciones semanales, mensuales, anuales; decenas de documentos de Excel compartidos, alarmas, agendas y, por supuesto, el tradicional reloj, que suele ser mirado de reojo –y con reproche– cada vez que alguien llega con algunos minutos de retraso.
Camila, diseñadora gráfica que se ha enfocado en marketing digital, defiende este modelo. “Yo creo que en menos horas la gente también puede ser productiva”. Ella lo ha podido comprobar personalmente, trabajando en horario de verano. Se trata de una metodología que usan varias empresas y que consiste en que, durante los meses cálidos, los trabajadores pueden hacer una jornada más corta, de ocho de la mañana a tres de la tarde, pero sin descanso, sin siquiera hora para comer. Y, según cuenta, era cuando más trabajaba. “Llegaba y sabía que me tenía que ir a las tres. Iba a toda, ya no estaba pensando en si quería tomarme un cafecito, sino en hacerlo rápido”. En cambio en Colombia “tú estás acostumbrado a tener muchas horas, y a veces ni te alcanzan porque también te vuelves muy adicto al trabajo y te metes muchísimo. Aquí la gente yo veo que a veces son las seis y se va”.
A esa hora, en punto, comienza la carrera. Apagan el computador, recogen las cosas rápidamente y muchos se van sin despedirse –ni el saludo ni el adiós están garantizados–. Otros animan a sus compañeros para que también se vayan, a modo de solidaridad, y para evitar que a la empresa se le haga costumbre y comience a exigir más tiempo de todos sus empleados. Quedarse de más puede ser algo mal visto, aunque a raíz de la crisis es cada vez más común que los españoles alarguen su jornada, por miedo a perder su puesto o porque trabajan por objetivos y no pueden irse hasta que terminen sus tareas. El horario de salida en Colombia, en cambio, no está tan relacionado con la autonomía del trabajador, sino que depende más de la supervisión. Es una relación casi paternal, de “hágale hasta que el jefe se vaya”.
En Cataluña el jefe no da tanto miedo. Se sabe que tiene un cargo superior, pero no se ve tan autoritario. La relación quizá sea un poco más fría, estrictamente profesional, “pero aquí por ser jefe la gente no es más petulante, ni de creerse más ni de mirar por encima del hombro”, cuenta Alejandro. En Colombia, por el contrario, convertirse en jefe representa un ascenso social y económico tan grande que puede hacer que el recién nombrado olvide sus orígenes y ejerza un exceso de poder con tal de mantenerse en tan anhelada posición. Ser jefe implica un aumento de sueldo, un estatus, una mejora sustancial en la calidad de vida. De ahí las ansias. En Cataluña, al haber una calidad de vida más estándar, hay menos afán por ascender. La igualdad de oportunidades adormece la ambición. “Acá tú vives en la misma calle de tu jefe”, vas a sus mismos restaurantes, puedes llevar una vida más o menos similar. Pero eso puede hacer que la gente se vaya para el otro lado, “que sea muy conformista. Aquí pueden durar diez años haciendo lo mismo, puede gustarles o no, pero no se plantean ascender ni cambiar, porque acá la gente por mil euros de diferencia no va a tener una calidad de vida tan diferente”.
Quizá sea la posibilidad de vivir bien sin necesidad de tener mucho dinero una de las principales razones por las cuales muchos colombianos se radican en el exterior. Pablo, que trabaja en el área comercial de una multinacional, sostiene que en Cataluña “con cualquier salario mediocre te puedes sostener dignamente. Y allí no. En Colombia los salarios son bastante malos, y si tienes un trabajo simple, no especializado, vas a estar hasta el cuello para llegar a fin de mes”.
Lo cierto es que un vínculo más horizontal entre empleado y jefe transforma la manera en la que estos se relacionan. Pasa en todas las empresas del mundo, “pero acá se nota que critican mucho al jefe. Lo cuestionan”, señala Lorena, como si pensaran que no es lo suficientemente competente para el cargo que ocupa. “En cambio nosotros, los colombianos, guardamos más el respeto, pensamos que si un jefe está allá es por algo. Acá los toman como si fueran pares, iguales, como si hubieran llegado allá por un golpe de suerte. La gente critica mucho, y se queja mucho acá”.
En toda comida, en toda charla, el jefe es el tema favorito de conversación, lo que hizo, lo que dejó de hacer. Puede llegar a convertirse en una obsesión colectiva. No hay un café que se tome sin hablar de él. Ese es otro punto en común: “que todos vamos a tomar café para chismosear. Eso es igual en Colombia y acá. En Colombia puede ser un momento en el que se habla de temas personales, mientras que aquí es más: uy, a este lo echaron, entonces a quién van a poner, cómo lo sacaron, cuánta plata le dieron…”.
En el caso de Lorena, ella tuvo “una jefe que era discriminatoria, por ser de otro país, de otro continente. Piensan que no tenemos las mismas habilidades o competencias. En cambio, en Colombia, sí me sentí como más parte del equipo. El jefe es más líder. La gente está como más preparada para ser jefe”. Ella misma, que trabaja en procesos de selección, fue testigo de cómo, en múltiples ocasiones, sus jefes descartaron personas que cumplían con el perfil que buscaban por el hecho de ser latinoamericanos.
A Pablo también le “chocó el tema del racismo”. Durante más de un año estuvo buscando trabajo y, aunque no puede decir exactamente que le hicieran un comentario racista, sí “sentía actitudes racistas. Actitudes de: ¿qué permisos de trabajo tienes? Y te preguntan un poco como si debieras algo”. Entonces, ¿cómo lo logró?, ¿cuál es el secreto para encontrar trabajo?...“A ver, yo creo que el secreto de encontrar trabajo en España ahora mismo es tener idiomas, no te digo un trabajo bueno, pero sí un trabajo fácil. En cambio, en Colombia no tanto, porque no es tan internacional, entonces allá dependes más del currículum que tienes, la universidad de dónde vienes, de qué colegio saliste. Es un poco más clasista, pienso yo”.
En lo que coinciden todos los entrevistados es que en Cataluña hay muchas cuestiones que a los colombianos, acostumbrados a un lenguaje y ambiente de cortesía –por favor, gracias, a usted le gustaría tal cosa, con mucho gusto– pueden resultarles rudas, agresivas, irrespetuosas. Pero con el tiempo también descubren que no se trata de una intención de ofender sino de una manera de comunicarse diferente, más directa, sin rodeos ni introducciones –no hay largos correos electrónicos, ni por medio de la presente, ni será que me podrías ayudar–.
Incluso detectan algunas contradicciones, como que su frialdad expresiva contrasta con una solidaridad humanitaria que no han recibido en su cálido país. Ante ausencia por enfermedad, por motivos personales, por trámites, etc., encontraron a alguien cercano, comprensivo, que puso a la persona por encima del trabajador, y entonces comenzaron a sospechar que las cosas no siempre son lo que parecen.