Me encantan los libros. Y me gustan especialmente los diccionarios porque ellos son los notarios de nuestra lengua y su evolución. Hace pocos días, hojeando un viejo diccionario de 1845, mis ojos dieron en la palabra “silencio”, que definía como “privación voluntaria de hablar” y metafóricamente como “la quietud o sosiego de los lugares donde no hay ruido”. Exquisita definición esta última.
Y en mi afán por saber algo más de la palabra “silencio”, consulté la definición del diccionario de la Real Academia Española. Quedé desolada, nada queda en ella de esa hermosa realidad de quietud y sosiego de mi viejo diccionario. La definición es fría: “abstención de hablar”, “falta de ruido”.
No me podía resignar a aceptar esa definición tan aséptica, de modo que decidí experimentarlo y hacer mi propia descripción del silencio. Cerré entonces las ventanas y permanecí callada para descubrir por mí misma cuál de las definiciones era la correcta, la que hacía honor a la realidad. He de decir que durante los primeros minutos me sentí algo incómoda, como si algo me faltara; “la Academia tiene razón, el silencio es solo falta de ruido” —reconocí muy a mi pesar.
Como probablemente habrás adivinado, no me resigné a admitir que solo es falta de ruido. Permanecí en silencio durante varios minutos, diez, quince, ¿tal vez una hora?, y vinieron entonces a mi memoria recuerdos de mi infancia, de las sobremesas en el cuarto de estar de casa, me encantaba ese silencio… era como un cálido abrazo, se respiraba una quietud inefable que solo rompían algunos sonidos que recuerdo con cariño: los trazos de mi lapicero sobre la cartilla intentando seguir esas líneas de puntos que parecían gusanitos traviesos, o el lento aleteo de las páginas del libro de mi madre…
Ese silencio era algo más que la ausencia de ruido, ese silencio tenía cuerpo… tenía vida. Se podía escuchar y se podía oler. Ese silencio era el que daba aliento a aquellos débiles sonidos, esos susurros que solo cobraban vida porque el silencio dulcemente moría a cada instante por ellos.
Recordé también ese delicioso silencio que me atrapaba en los ojos de mi primer amor, ese silencio que estaba desierto de palabras pero inundado de sentimientos, y que tozudo hacía que nos tomáramos de las manos sin más deseo que no romperlo.
Al igual que cuando besamos, que cerramos los ojos para sentir con toda su fuerza el amor, cerré los ojos y permanecí en silencio buena parte de la tarde acompañada solo por el ruido de mis pensamientos, a veces tranquilos, a veces atalantados, revoloteando en mi cabeza.
¿De verdad es el silencio la ausencia de ruido? Yo no lo creo… ¿y tú?