Las obras de Roald Dahl han sido una rica fuente de inspiración para el séptimo arte. El universo del escritor galés, a medio camino entre la candidez infantil y los desengaños adultos, ha atraído y permitido expresar sus inquietudes a directores como Tim Burton (Charlie y la fábrica de chocolate), Danny DeVito (Matilda), Wes Anderson (Fantástico Sr. Fox), Henry Selick (James y el melocotón gigante), Quentin Tarantino (Four Rooms) e incluso Alfred Hitchcock (Alfred Hitchcock presenta). Esa lista se amplía ahora con la incorporación de Steven Spielberg y su adaptación de Mi amigo el gigante.
Presentada fuera de concurso en el último festival de Cannes, la cinta narra la historia de Sophie, una niña huérfana de Londres a la que una noche rapta un gigante bondadoso y solitario, dedicado a cazar sueños, que sufre las vejaciones de sus compañeros más grandes y fuertes. Pero la joven protagonista, tras desarrollar una relación de amistad con el enorme ser, no tolerará el acoso de los gigantes y se pondrá manos a la obra para acabar con esa situación.
Aunque la historia presenta ingredientes característicos del cine de Spielberg, incluidos la amistad, la fantasía, la soledad y la incomprensión, el realizador no consigue transmitir la magia y emoción que cabría esperar del relato. De hecho, el guion de la fallecida Melissa Mathison carece de un conflicto sólido y suficientemente elaborado que mantenga el interés y genere la implicación de un espectador asaltado por la indiferencia demasiado pronto.
Mi amigo el gigante propone una dinámica similar a la de E.T., el extraterrestre, de cuya escritura también se encargó Mathison, pero la relación entre Sophie y el gigante rara vez alcanza un impacto y trascendencia similares a la amistad de Elliot y su improbable mascota. Es cierto que los intercambios entre la niña y su raptor son auténticos y creíbles, con una inocencia y encanto nunca fingidos. Sin embargo, esas escenas de escasa originalidad enseguida parecen repetirse y apenas profundizan en la esencia de los personajes. Como durante los primeros dos tercios de la película no se desarrolla ningún otro acontecimiento de calado, salvo muy puntuales y breves enfrentamientos con los demás gigantes, el filme se derrumba sin prisa, pero sin pausa.
La narración solo recobra el pulso en un tramo final marcado por la intervención providencial y cómica de la monarquía británica, a medio camino entre la caricatura y la nada disimulada admiración hacia la institución. En este tercer acto, el conflicto con los gigantes, en un relativo segundo plano hasta entonces, adquiere un protagonismo algo forzado que evidencia su propia levedad e inconsistencia. Por momentos, genera la impresión de que a Spielberg solo le interesaba la simple relación de amistad entre los dos protagonistas, pero él y su equipo no han sido capaces de proporcionarle entidad suficiente como para contrarrestar las evidentes faltas de la presunta disputa principal de la película. Desde luego, adaptar una obra literaria no es tarea sencilla, menos aún si posee el estilo particular de Roald Dahl, pero Mi amigo el gigante ni lo traslada con acierto a la pantalla ni plantea una alternativa sólida.
El apartado visual resulta impecable, si bien no introduce novedades significativas en las aplicaciones narrativas del motion capture o en la interacción entre las criaturas virtuales y las de carne y hueso. Mientras tanto, la banda sonora de John Williams se ajusta a las necesidades de la trama, pero el acomodado compositor tampoco explora nuevos terrenos. De hecho, solo la extraordinaria labor de los dos protagonistas, Mark Rylance y Ruby Barnhill, brilla con luz propia en esta versión desganada y sin ideas.