La ‘revolución’ venezolana llega a su último peldaño. El plan iniciado por Hugo Chávez se ha cumplido y, con toda certeza, orgullecería al mandatario que, desde sus primeros años en el poder, dio pistas sobre el norte político, social y económico de su proyecto. Las promesas de una sociedad igualitaria, distanciada del sistema capitalista y epicentro de la opinión internacional se han materializado en una población que, de forma casi igual, padece los efectos del desabastecimiento e inseguridad, que está obligada a modelos de economía retrógrada como el trueque (tan anhelado por el “comandante”) y rodeado de la preocupación mundial por el riesgo que representa para la seguridad de su población y el crecimiento de la región.
La destrucción del modelo productivo nacional era una de las grandes metas de Chávez, quien dedicó grandes esfuerzos por la expropiación de tierras, latifundios, empresas y otras formas de propiedad privada con la única finalidad de poner en jaque al sistema de producción. Una línea que sigue fielmente el actual presidente, Nicolás Maduro, quien se ha sumergido en una guerra campal contra el último bastión: Empresas Polar. Todas las medidas (expropiación, presiones militares, cambio de las leyes y otros) tenían una segunda lectura: obligar a la población a una situación de precariedad máxima en la que se preocupen más por dónde encontrar comida que de su futuro político.
Aunque la izquierda internacional asegura que se trata de campañas de la “derecha fascista y los medios de comunicación”, los discursos del fallecido Hugo Chávez ponen en evidencia que la situación actual del país no es casual. ¿Cómo es posible que un país donde hay más de 25.000 muertes violentas al año no encuentre una solución durante más de una década? La respuesta está en el respaldo gubernamental a grupos armados y paramilitares que, a cambio de su respaldo bélico a la ‘revolución’, tienen un permiso tácito de actuación criminal en las calles del país (y qué mejor forma de garantizarlo que con el pleno control oficialista de todas las fuerzas policiales del país, sumándose hace unos días la última que aún quedaba imparcial: la policía de Chacao).
Los últimos años han servido para evidenciar, aún más, que las carencias nacionales son el producto de una estrategia organizada. En los años del mandato de Nicolás Maduro se han puesto en evidencia los vínculos estrechos con el narcotráfico (explicando el interés que mostraron Chávez y el actual presidente por dominar las zonas fronterizas con Colombia), las cuentas millonarias de políticos y familiares afines al chavismo (mientras se aplica un control cambiario con la excusa de una supuesta fuga de capitales de los opositores) y las violaciones a los derechos humanos de sus manifestantes (siendo una forma de asustar a quienes pretenden un cambio político).
Ahora, con todas las cartas en la mesa, el gobierno de Nicolás Maduro prepara la última jugada: terminar de bloquear la salida de los ciudadanos (con más limitaciones de cupo viajero y conseguir pasajes) y vetar cualquier nueva iniciativa electoral en la que puedan perder la alta concentración de poder adquirida. Con todos los pilares del país minados, la solución final es romper las resistencias restantes e instaurar una dictadura disfrazada de una democracia moderna o, como les gusta llamarla, una ‘revolución del siglo XXI’.