Hay una expresión que todo el mundo conoce y que se puede aplicar a muy diversos campos de la vida: te tengo agarrado por los huevos. La frase, que trae a mi mente la imagen de un sudoroso machito italiano con un mondadientes en la boca (absténgase de comentar cualquier psicoanalista que leyera esto), viene a significar que ya no hay opciones, que sólo quedan la espada y la pared y que la persona atrapada no tiene más margen de maniobra que aceptar el destino que la garra castigadora designe.
Desde que sé que el 26 de junio tendremos que volver a pasar por las urnas y que, en vista de la fidelidad de los votantes de la derecha, no puedo dejar pasar la oportunidad de votar a una confluencia de izquierdas, sueño cada noche con ser garra.
Como cualquier español que no sea tertuliano, estoy harto de oír perogrulladas entre conatos de pactos a derecha, izquierda, centro, arriba, abajo y demás ubicaciones del tablero político (qué cansado estoy también de la expresión tablero político), así que intento disipar el ruido mediático de la forma que más me gusta: leyendo. El problema es que cuando algo se hace demasiado presente lo invade todo, como el humo de un incendio que avanza las llamas y te asfixia lentamente, así que cada línea que entra por mis ojos me trae el olor del sobre y la papeleta. Vamos, que todo es en clave electoral (otra frasecita que…). El caso es que el otro día estaba disfrutando de una cuidada edición de Blackie Books de la obra Crónicas de ciencia improbable, que recopila varios de los artículos que Pierre Barthélémy escribió para Le Monde, y tuve una idea que a cualquier español de bien, es decir, con un buen nivel de cabreo político, le parecerá genial.
La ocurrencia surgió a propósito del experimento llevado a cabo en 1933 por los investigadores ingleses Herbert Woollard y Edward Carmichael, quienes decidieron indagar sobre la propagación del dolor testicular, para lo que uno de ellos no dudó -previa inyección de novocaína- en colocar su testículo (desconocemos si sacrificó el derecho o el izquierdo o si era un hombre de centro) bajo una bandeja que se iba llenando progresivamente de pesas… Estaréis de acuerdo conmigo en que esto sí es un sacrificio y no el tener que salir de tu país becado por una universidad extranjera. Así que, jóvenes científicos: dejad de quejaros y echadle huevos al asunto, ni este gobierno, ni creo que los próximos, van a arreglar vuestra situación. En realidad a nadie que huela a poder en España le importa la ciencia.
Volviendo al asunto, resulta que Woollard y Carmichael se repartieron las tareas de forma bastante desigual, ya que uno de ellos prestaría su escroto de posavasos (posabandejas, se podría decir) mientras que el otro iría aumentando el peso mediante la adición de pesas desde los 300 gramos hasta el kilogramo; simultáneamente, el claro sacrificado de este experimento, que desconocemos ya que decidieron nunca revelarlo, iría describiendo sus sensaciones, las cuales variaron desde “una difusa molestia inguinal del lado del testículo comprimido” hasta un intenso dolor que llegaba hasta el centro de la espalda. Esta es una clara muestra de que los avances científicos, en muchas ocasiones y exceptuando las felices casualidades que han surgido a lo largo de la historia, se consiguen con mucho sudor y muchas lágrimas, pero su verdadera validez se hace palpable cuando se pueden aplicar a distintos campos de la vida y ahora, a mediados del año 2016, en esta España zarandeada por unos políticos cuya forma de expresarse es una pura estrategia con un fin claro, ganar unas elecciones, propongo repetir el experimento de los abnegados (al menos uno de ellos) científicos londinenses con todos aquellos que aspiran a gobernarnos.
La forma de proceder sería muy sencilla: habría que empezar por olvidarse de los clásicos debates entre candidatos, nunca sirven para aclarar nada, así que imagínense un plató de televisión en el que los señores Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera, Alberto Garzón y todos los que quisieran sumarse, aparecieran con sus testículos bajo unas urnas electorales de hierro en las que miles de invitados-garra, previamente seleccionados por sorteo, fueran depositando las respectivas papeletas grabadas en plomo. Propongo que ganase, independientemente de los votos obtenidos, el candidato que aguantase el mayor tiempo posible -con un mínimo de, digamos, 5 minutos- sin gritar y sin que una sola lágrima rodara por su mejilla. Con este sistema nos aseguraríamos algo muy importante, y es que ninguno de los presidenciables pasaría quince días pidiéndonos nuestro voto.
Por otra parte, mucho me temo que volverá a ganar Rajoy, porque ¿qué dolor podría sentir en los testículos Soraya Sáenz de Santamaría?