“¡Toque y cambio de sitio!” “¡El balón es el que tiene que correr!”. Eran mediados los noventa. Y no, las voces no venían del Camp Nou, ni de la Massia. Era el grito firme de Paco “el negro”, el entrenador de un equipo juvenil de un barrio de Madrid. Mi entrenador. Consignas que repetía hasta la saciedad y que todos asumíamos como un padrenuestro. Las revoluciones empiezan desde abajo y solo triunfan cuando las asume la sociedad como algo cotidiano. Eso es globalizar, no solo poder comprar el último modelo de iPod en un lugar recóndito del planeta, sino que una idea viaje a través del tiempo y de las personas. Esto avala la idea de que Johan Cruyff fue un genio. Alguien dotado de un talento innato y acompañado de una inteligencia superior. Estos días he leído mucho que fue una leyenda, pero fue más que eso. Las leyendas quedan en los anales, pero no implican revolución, cambio o creación. El flaco revolucionó la escena futbolística, cambió los paradigmas sobre los que se sujetaba y creó todo un anclaje nuevo. Una nueva partitura que sirviera tanto para una orquesta sinfónica como para tocarla en el salón de tu casa.
“He visto que los jugadores españoles se santiguan antes de entrar al campo. Si hiciera efecto, quedaríamos empate todos los partidos”, dijo poco después de llegar a España. No creía en la divina providencia. Ni siquiera tras salir vivo de un infarto de miocardio la noche del 27 de febrero de 1991, donde rozó la muerte. Su convencimiento y tozudez seguro que jugaron a su favor, como casi siempre, y pudo terminar su obra, esta vez con un chupa chups en la boca.
El balón, el centro neurálgico de sus teorías. En la práctica, como jugador, lo llevaba pegado a la bota en esos infinitos slaloms que le caracterizaron. Lo escondía, lo enseñaba y ¡pum! Cambio de ritmo. Para muestra queda aquella jugada desde el centro del campo en la final del Mundial del 74, que acabó en penalti y en el primer gol del partido. “El balón es lo más importante de este juego. Si lo tienes tú, no lo tiene el rival”. Primer axioma de su filosofía como entrenador y tan obvio como discutido en el fútbol del momento. Todo giraría en torno a la pelota. Una disposición táctica nueva y atrevida, el 3-4-3, que buscaba aglutinar el mayor número de efectivos en el centro del campo para mantener la posesión. Un cambio radical en las características de los jugadores. “Los jugadores pequeños han tenido que aprender más cosas que los demás”, decía para justificar la elección del talento y la técnica frente al físico. Y un sistema de entrenamiento basado en un ejercicio, ahora mundialmente conocido, el rondo. Al Cesar lo que es del Cesar: Cruyff conoció este ejercicio en su época como jugador en el Barça. Laureano Ruiz, un hombre de la casa azulgrana, lo tenía como método para automatizar el control del balón y los movimientos de los jugadores.
Nadie en la historia fue tan influyente, siendo jugador y técnico. De todos los titulares y epitafios que leí estos días me pareció brillante el de De Volkskrant, un medio digital holandés: “Cruyff, el inventor de la electricidad”. Cierto, en su versión física, Johan era pura corriente. Un chispazo que aceleraba los partidos a su antojo y que fue la energía principal para que una selección casi amateur y desconocida deslumbrara al mundo con su juego. “Perder el Mundial del 74 fue una victoria”, decía en relación al juego desplegado por La Naranja Mecánica en aquel campeonato. Años antes, en el Ajax de Amsterdam, su influencia fue decisiva para ganar tres Copas de Europa consecutivas y situar al equipo neerlandés en el mapa. Quién imaginaba que esto podría ser una realidad cuando el pequeño Hendrick Johannes pateaba un balón en la fachada de su casa que colindaba con las instalaciones del Ajax, por entonces un equipo de aficionados. Un expediente de oro para entrar sin discusión en el cuadro de honor de los mejores de la historia, hasta entonces ocupado por Pelé y Di Stéfano. Un orgullo para Cruyff estar al lado del que para él fue el mejor. Nunca ocultó que Di Stéfano fue su ídolo y siempre recordaba con orgullo cuando fue recogepelotas en la final de Copa de Europa Real Madrid-Benfica que los blancos perdieron 5-3 y que se disputó en Amsterdam. Quedó maravillado con el hispano-argentino y siempre dijo que “fue al único futbolista al que le pedí un autógrafo en mi vida”.
Es cierto que Cruyff, de todos los grandes jugadores que componen el Olimpo de los mejores (Pelé, Di Stéfano y Maradona), es a Di Stéfano al que más se parezca en una versión más contemporánea. Mi padre, a modo de leyenda, asegura que vio a La Saeta jugar hasta de portero. Johan era de esa estirpe inquieta en el césped. Lo veías arrancar por izquierda, por derecha, y si la cosa no pintaba bien se situaba de libre a sacar el balón. Braceaba y señalaba con el índice colocando a sus compañeros. Era un líder nato. Instinto de mando que olía a entrenador desde que vestía de corto.
Y de un modo metafórico, el holandés encendió la luz de un nuevo escenario. Iluminó un camino que se alarga hasta hoy en día. La continuidad es la gran obra de Johan Cruyff. Haber establecido unas bases más que sólidas que estén por encima de jugadores, equipos y presidentes. Hincó el dedo en los conceptos reinantes del momento, desafiando el torrente empedrado de sistemas defensivos y estrategias tácticas complejas que venían desarrollándose en torno al catenaccio. Apostó por el espectáculo, por la belleza. “Prefiero ganar o perder 6-3, que 1-0”, dijo en una de las muchas frases que forman parte del ideario cruyfista. Le cambió la velocidad al fútbol, le puso una marcha más. El juego debía ser atractivo y tener ese componente lúdico por el que la afición paga para ir a un estadio. Puso en jaque y patas arriba el contenido y el continente del fútbol del momento. Devolvió la alegría de los extremos que recordaban a los Gento o Garrincha de una época en blanco y negro. Además, los puso a pierna cambiada, suponiendo un hándicap para el defensor rival. Censuró el fútbol atlético y fornido reinante. “En el fútbol se juega con el cerebro y se utilizan los pies”, decía. Dibujó toda una teoría sobre la utilización de los espacios, lo más importante para él. Un tablero de ajedrez, donde los jugadores debían estar “en el lugar adecuado, en el momento adecuado, ni demasiado pronto, ni demasiado tarde”. Triángulos y rombos tácticos como guías de pase para circular el balón. Poco o nada importaban los nombres en la filosofía Cruyff. De hecho el solía hablar de números (cuando todavía se organizaban las alineaciones del uno al once). Todos debían saber qué hacer en la posición en la que estuvieran. Contaba en una ocasión cómo le explicó a Guardiola la importancia de la distancia y el espacio. “¿Que no sabes defender tanto campo? Tú eres responsable de que por derecha e izquierda haya dos compañeros siempre a tu lado. Problema resuelto”. Una serie de automatismos básicos que, una vez asimilados, correspondía a cada jugador dar rienda suelta a su talento e imaginación. “Nada es más eficaz que el talento”, dijo Valdano en una ocasión. De eficacia hablaban los italianos con el peso que les dio el Mundial del 82, pero Cruyff les demostró que había una forma igual o más productiva, pero con una puesta en escena absolutamente más atractiva. Claro, la apuesta era más compleja y arriesgada. La retranca argentina de Don Alfredo lo definió muy bien: “Para construir una casa tengo que ir cinco años a la universidad. Para destruirla solo necesito un martillo”.
No es menos cierto que antes de su llegada la liga española ya conocía un juego de salón y un espectáculo fabuloso. La Quinta del Buitre se paseaba por los campos de España a ritmo de toque de balón y una contundencia goleadora que batía records. Quien diera nombre a esta generación, Emilio Butragueño, fue la predilección confesada de Johan Cruyff. “Cuando Butragueño se para en el área es capaz de irse a tomar un café y volver para materializar el gol”, así definí Cruyff su juego en el área. Una admiración mutua, ya que para el Buitre, Johan fue su ídolo de juventud, y siempre ha contado cómo influyó en su juego. La Quinta fue una brillante casualidad generacional que duró lo que les llegó la gasolina a aquellos cuatro chicos madrileños que salieron de la cantera blanca. Lo que Cruyff consiguió tuvo un calado más profundo. Por supuesto, su lienzo fue el F.C. Barcelona. Un lienzo en blanco, tal cual. Cuando Johan Cruyff llegó a Barcelona en 1988, el club atravesaba una dramática crisis institucional. Deportivamente poca o nula trascendencia a nivel de éxitos. “Estaba todo tan mal que, como a peor no podía ir, pude hacer lo que quise”. Los éxitos en forma de copa son más que conocidos, pero consiguió algo mucho más importante, cambió la mentalidad tanto del club como de una parte de la sociedad catalana. Les enseñó a ser ganadores y ambiciosos cuando lo que reinaba era un sentimiento pesimista y negativo. Ahora, otra cuestión es que Cruyff sea exclusividad del Barça. Johan es y será patrimonio del fútbol y, a pesar del intento estéril de ponerle barreras desde “allí arriba”, su legado convive en cualquier parte del mundo, en cualquier escuela de fútbol o en un equipo profesional a miles de kilómetros de Barcelona.
No hay título que le defina mejor que el de gobernador. Liderazgo, autoridad y mando. El fútbol es un juego que se define por antagonismos. Libertad y orden, imaginación y equilibrio, ganar o perder. Cruyff aglutinaba las cruces de estos binomios. Por personalidad y convicción, y para darle sentido a su concepción de fútbol-espectáculo. Lo cual no quiere decir que no hubiera control de todo lo que sucedía. Le encantaba el poder, no el de mandar, si no el de que imperaran sus ideas. Siempre fue consciente de su poder dentro y fuera del campo. Impagable la anécdota que le ocurrió a un joven Jorge Valdano cuando jugaba en el Alavés y se enfrentó al Barça de Johan Cruyff, y que define perfectamente la pasta de qué estaba hecho el holandés. Cuenta Valdano cómo vio a un jugador que durante el encuentro no paraba de mandar a los compañeros. En un momento en el que un jugador del Barcelona estaba lesionado, Johan llamó a los médicos para que entraran. Todo esto con el balón debajo del brazo, como si fuera suyo. Valdano se acercó le dijo: ¿Porqué no te quedas tú esa pelota y nos das otra a los demás para que juguemos?, y contestó: “¿Cómo te llamas tú?”, “Jorge Valdano”, respondió. “¿Y cuántos años tienes?”, volvió a preguntar. “Veinte”. Cruyff resolvió la conversación: “Pues con veinte años a Johan Cruyff se le trata de usted”. Una arrogancia que, acostumbrados al clásico insulto barriobajero dentro de un campo de fútbol, engrandece su figura más que reprocharla. El liderazgo va más allá de lo que puedas mandar. Es algo que se tiene o no. No era ajeno a su papel y sus maneras. “Ser primer entrenador es desagradable, porque tienes que putear mucho a los jugadores”, explicó en más de una ocasión.
Quizá la parte más interesante de este personaje fue conocer qué pasaba por su cabeza. Era brillante, astuto, trasgresor en sus comentarios, pero también orgulloso, deslenguado, rebelde e indomable. Un coctel explosivo en una mente con una capacidad de análisis increíble. Cuando uno pone en marcha un objetivo basado en ideas y conceptos, lo más importante es el discurso para que llegue. Cruyff creó todo un leguaje propio y reconocible. Con el sentido común por bandera y una síntesis aplastante convencía a cualquiera, sobre todo a los que quería, a sus jugadores. Se convirtió en victima de numerosas parodias en la televisión de la década de los noventa. El programa Al Ataque de Alfonso Arús le tenía como personaje principal en sus sketchs. Quién no pronunció por entonces el reiterado “automáticamente” o “en un momento dado” que Johan utilizaba sin cesar.
Hay que decir que profesionalmente Cruyff era un tipo de trato difícil. De esas personas con una cierta manía persecutoria, que no aceptan la crítica a su firme convencimiento ideológico. Para aquellas generaciones contemporáneas de Mourinho y sus shows en las ruedas de prensa les recomendaría un paseo por youtube y las comparecencias del holandés. Confieso un odio visceral e inmaduro en aquella época. Los que estábamos del lado capitalino no aguantábamos su altivez y desaire. Había algo que Johan no soportaba. Desde su autoridad moral como futbolista y entrenador no aceptaba el diálogo al mismo nivel con gente que no fuera de fútbol. Nunca se sacó el carnet de entrenador. “¿Qué me van a enseñar a mi?”, decía. Y la federación española de fútbol, en sesión extraordinaria, tuvo que concederle el título por votación. Cruyff era, como se suele decir, un hombre de fútbol, y no le interesaba nada más. Para él todo empezaba y acababa en el vestuario. Por ello, su gran cruzada fue siempre contra los del puro, los dirigentes. Salió del Ajax de un portazo con el presidente, y recaló en Barcelona. Allí tuvo manga ancha en un principio, pero Cruyff era mucho Cruyff, y Núñez y compañía tenían lo suyo también. Johan nunca escondió sus cartas. “La única forma de sobrevivir como entrenador es si puedes enviar al presidente a hacer puñetas y que no se meta. Tener la fuerza para decir si este jugador es el mejor para vosotros, a mi me molesta y va fuera”, decía sin vacilar. No soportaba el manejo desde el despacho y fue firme hasta el final en eso. “¿Quién de la junta sabe algo de fútbol? Si quieres que te explique algo, no hay problema, perro discutir, no”, sentenciaba. Cuando el éxito le avalaba, los de la corbata hacían mutis por el foro, pero a la primera que tuvieron se le tiraron al cuello y el asunto acabó en escándalo. La raza dirigente chocaba frontalmente con Johan. Futbolísticamente quedaba claro lo que pensaba sobre la gente del entorno, pero además tenía serias diferencias ideológicas de cómo llevar el negocio del fútbol. Para el holandés los clubes tenían “que pensar social, y al final, un club como el Barça solo piensa en el negocio”. Esta contienda la perdió por goleada. Según pasaron los años el fútbol se convirtió en una bola de nieve gigante que cada vez se hace más grande a base de contratos millonarios, publicidad, televisiones, en definitiva, de todo lo que huela a negocio. Guardiola dijo pasado el tiempo: “Vivía en un caos controlado. Si no había conflictos se los buscaba”. Su propio hijo, Jordi, comentó en alguna ocasión como su madre abroncaba a Johan por meterse en esos jardines toda la semana. No saber frenar a tiempo le llevó a dejar su cargo antes de lo previsto.
La relación con sus jugadores era otra historia. Igual de caótica y tensa en ocasiones, pero donde encontramos la esencia del genio. Todos los que formaron parte de aquel Dream Team coinciden en la extraordinaria capacidad para ver el fútbol y comunicarlo que tenía el entrenador holandés. “Yo jugaba bien, pero no entendía el juego”, decía en una entrevista años después Pep Guardiola. También de común acuerdo todos hablan de la enorme presión a la que les sometía. José Mari Bakero habla de respeto y miedo, una mezcla que te hacía rendir al máximo nivel o bajarte del carro. “Cinco años con un entrenador es mucho. Cinco años con Cruyff es impresionante”, comentaba Laudrup, que dejó el club por el eterno rival y un más que probable agotamiento con el técnico. Era tan intenso como si todavía fiera jugador y esto costaba aceptarlo. En el fondo era una filosofía contradictoria. Conseguir la belleza desde el esfuerzo casi militar. Podía llevarte al límite durante la semana y podía entrar al vestuario en la final de una Copa de Europa y decir “salid y disfrutad”. A la hora de rendir cuentas todos tienen claro que vivieron a la sombra de alguien enormemente especial. Me contaba Bakero en una entrevista que no daba crédito a sus ocurrencias tácticas. Antes de un partido, Cruyff les explicaba que el equipo contrario tenía un delantero de casi dos metros, y que le iba a cubrir Ferrer, que no llegaba al metro setenta. “¿Por qué?”, preguntó, y todos callaron. “Es muy fácil. Ninguno de nuestros jugadores le va a ganar por arriba, pongamos a alguien que sea más rápido y le gane el duelo con los pies”. Este era Johan Cruyff, un tipo que le daba la vuelta a la tortilla sin pensar en los establecido o lo correcto. Fue excesivo y sensacional tanto en sus éxitos como en sus fracasos. En su ocaso como entrenador murió con las botas puestas, quizá su convencimiento en lo que hacía no le dejó reservar ni una sola de sus ocurrencias por locas que fueran. Aquella final de Atenas le sentenció, tras una serie de infortunadas decisiones. Al llegar a Barcelona ya le tenían sustituto, y nunca más volvió a entrenar. Se volvió a sentar en un banquillo de manera simbólica para dirigir a la selección catalana. La única concesión en su vida que les hizo a los mandamases en agradecimiento a la ciudad que se lo dio todo y donde nacieron sus hijos. Y en qué momento, el aparato nacionalista, como no, se agarró a este clavo ardiendo y le convirtió en un adalid más de la causa. Ya lo fue involuntariamente en su época de éxitos, situando a Barcelona en lo más alto y actuando de altavoz para aquellos que buscaban otros intereses.
Por esa chulería y arrogancia, por su convicción, perfectamente podría haber sido una estrella del rock. Pero no una cualquiera, Cruyff fue un Beatle para fútbol. Contestatario, incorrecto, trasgresor. ¿A quién no le hubiera gustado componer Yesterday? Johan nos dejó una con un balón.