Por mucho que las nuevas hornadas de politólogos y expertos en comunicación repitan hasta la saciedad, a modo de paráfrasis clintoniana, que son las redes sociales, estúpido, lo cierto es que la edad de oro de las tertulias políticas en la televisión española parece no querer acabarse nunca. En esta época de continuas re-evoluciones tecnológicas 2.0, 3.0 y así hasta el infinito y más allá, quién hubiera pensado que, hablando de medios e influencia política, de información y estrategia partidista, el siglo XXI – lo que llevamos de siglo XXI – pudiera ser caracterizado como el siglo de la televisión.
La televisión de hoy es muy diferente a la de hace 20 años, por supuesto. Pero eso solo demuestra su capacidad de adaptación y una eterna condición de actual. La televisión ha demostrado ser tan poderosa como Visnú. Igual que la divinidad hindú, ha ido cambiando, mutando, encarnándose en nuevos avatares. Claro que los Purana nos dicen que Visnú se encarnaba únicamente en términos de progreso, es decir, para alcanzar un bien, el bien, para mejorar un estado de cosas, finalidad que no pocos cuestionarían en el caso de la televisión. Aunque tales suspicacias acaso simplemente revelan una contumacia moralista muy hija de cada cual.
El primer avatar del tercer milenio se produjo hace como diez o doce años, cuando asistimos al boom de la televisión digital terrestre (TDT) en España. Hablando en primera persona, recuerdo perfectamente la noche en la que encendí un televisor que había aparecido en mi salón y empecé a hacer zapping. Debía ser 2007 o 2008. Por diferentes motivos, mi situación como espectador de la TDT española era la propia de un virgo intacto. Un par de años antes había estado viviendo fuera una temporada. Al regresar, seguramente no tenía dinero ni ganas de comprar un televisor. Hasta esa noche en la que un aparato entró en mi casa y, con él, quién sabe si también la peste. En cualquier caso, los astros catódicos me guiaron por caminos ignotos para descubrir el santo grial de una brunete televisiva que desconocía por completo.
Viendo pasar los canales delante de la televisión me succionó el bucle ‘nolano’ (de Cristopher, pero también de Giordano) de tropecientos programas en monoformato: parecía uno y el mismo programa, solo que emitido en cadenas diferentes (cuya única diferencia, a decir verdad, radicaba en el color del logo). Siempre y en cada caso un decorado cutre por detrás de un moderador maduro y una acompañante mona, siempre y en cada caso los mismos argumentos, las mismas bromas de mal gusto, el mismo ardor, el mismo prurito, la misma fruición, la misma torpeza, la misma tristeza, el mismo goce impunemente exhibido ante los mismos estímulos. Siempre y en cada caso una increíble y estupefaciente caterva de personajes cortados por el mismo patrón. Lo común en todos ellos: la crítica inmisericorde a un señor de profesión zapatero que debía ser no solo muy malo en su oficio, sino ruin como persona, según se deducía. Lo insólito en todos ellos: lo desmesurado de la crítica, que no era crítica, era chanza, descalificación, insulto, grito, más bien estupro verbal acompañado de idénticas convulsiones troglodíticas.
No tardé mucho en aspirar toda la esencia de aquella sorpresiva piedra filosofal televisiva. Creo que en media hora tuve claro quiénes eran los enemigos y qué había que hacer con ellos. Ese ser maligno que se había hecho perversamente con las riendas del poder no actuaba solo. Separatistas, terroristas, sindicalistas, nacionalistas, socialistas, comunistas, ecologistas, feministas, mediopensionistas, ciclistas y celtistas se habían aliado en una nueva conspiración judeomasónica para darle el tiro de gracia a la Nación por excelencia, a España, esta España mía, esta España nuestra. Y lo que te rondaré morena, que a los perroflautas todavía les faltaban un par de años para entrar en escena.
Ese denso espectáculo se repetía cada noche. Lo curioso fue mi propia reacción en los días posteriores: a la sorpresa inicial siguió el bochorno, después la perplejidad, más tarde el enfado, a continuación la carcajada presocrática y finalmente la fascinación. Pues, a pesar de lo chusco que pudiesen parecer las formas y los modos de aquel ejército de presuntos creadores de opinión, en realidad escondían en su imprudente lengua el dulce veneno de las sirenas. Sin que uno se diese cuenta, iba cayendo en una deliciosa tela de araña de mentiras cantadas y embustes susurrados. Supongo que la explicación se encuentra de nuevo en Lévi-Strauss: lo crudo y lo cocido. Después de años habitando un mundo edulcorado, precocinado, condimentado en exceso y digital, toparse de golpe con lo crudo, crudo en versión analógica (porque, por mucho que se tratase de la TDT aquel espectáculo solo podía ser analógico, no sé si me explico) representaba todo un acontecimiento que iba mucho más allá del mero hecho gastronómico. Así las cosas, reconozco que me convertí en un yonki de la hard TV española y me entregué sin recato a los programas del Toro Party español que poblaban la noche digital como las poluciones las largas madrugadas de un adolescente.
Seguramente me envilecí, no lo sé. Mírese por el lado positivo: al menos evité caer en la tentación del porno. Aquella gente ya inflamaba suficientemente el ambiente como para necesitar más calentura. En momentos de lucidez, me preguntaba cuánta audiencia tendrían esos programas y cuáles serían sus efectos en la salud de la sociedad. Pero eran los años de la turboeconomía y aparentemente los beneficios del doping crediticio se dejaban sentir en cientos de miles de hogares, a pesar de que a la mayoría no llegasen más que las migajas de los que de verdad se estaban forrando. En general la gente parecía contenta, encantadísima de haberse conocido, ocupada en trabajar, sí, pero sobre todo preocupada de gozar. ¿O no recordamos cómo eran los fines de semana no ya en las grandes capitales del país, sino en cualquier pequeña urbe perdida en cualquier rincón de la geografía española? Adolescentes, jóvenes, treintañeros y prejubilados disfrutaban de su ocio como posesos. Cada viernes, cada sábado se concentraba en el centro de las ciudades una riada incierta de personas que, antes y después de llenar los cafés, pubs y discotecas se quedaban un momento como levitando, mirándose unos a otros, fascinados (yo el primero) con un fenómeno de masas que claramente parecía anunciar el pos posmodernismo.
No nos confundamos: que los mensajes incendiarios de las tristes tertulias de la época cayesen aparentemente en saco roto representa una gran noticia. Demuestra que la sociedad conserva una capa de impermeabilidad, un punto de resistencia frente a los Savonarola de pacotilla por muy grande que sea su megáfono (un megáfono que no solo es el de la televisión: incluía e incluye radios, prensa escrita, medios online...). Sin embargo, se estaba gestando un malestar, como se demostró tarde. El mismo frenesí con el que la gente ocupaba las calles cada fin de semana: ¿no denotaba de alguna manera ese malestar, solo que falto todavía de un objetivo claro? El objetivo aparecería pronto y asumiría la forma de un movimiento asambleario conocido como 15-M.
Sí, el 15-M. Porque mientras el suflé toropartista decaía, lo que crecía era la indignación social. Con respecto a lo primero, era lógico. Un producto crudo que queda expuesto demasiado tiempo se pudre. Pensemos en el sushi y en el riesgo de contraer anisakidosis que, en términos tertulianos-televisivos, sería como si uno empezase a recitar en sueños los cuchicheos de un Marhuenda. Aunque seguramente el motivo principal haya que buscarlo en la contundente victoria electoral pepera de 2011, evidente al menos desde 2010. De hecho, con la defunción política de la marca ZP y un triunfo electoral que se daba por descontado, sucedió algo no menos asombroso que la existencia misma de los programas bandera del energumenismo triunfante. Los antaño insaciables tertulianos fueron moderando su discurso, templando gaitas, presentándose casi como respetables analistas políticos dignos de la más conspicua tradición de un liberalismo inglés bien entendido. Cosas veredes, amigo Sancho. Ni siquiera entonces hubo magnanimidad en la victoria: resultaba muy difícil no salivar, ay Pavlov, ante la inminente hecatombe socialista y la ascensión a los cielos electorales de la derecha. Es que la cabra siempre tira al monte y el sueño de un reino de mil años (cautivo y desarmado el Ejército Rojo...) se veía más cerca que nunca. Por eso no sorprende la alegría mostrada por la derechona ante la irrupción de esa muchachada que ocupaba las plazas. Según se creía, desgarraba todavía más el cuerpo moribundo del socialismo, personificado en ese señor que se había convertido en el nuevo objeto preferido de sus ataques: el que rubalcaba los sueños eróticos de la caverna mediática.
Con todo, hay que reconocer que muchos comentadores políticos seguían en el onanismo cartesiano, en la babia buridiana, sin saber si morder el heno zapaterista o la avena rubalquiana. Para ellos, la emergencia y auge del 15-M, simbolizada en la toma de Sol, fue como contemplar una supernova, descubrir un marciano o escuchar a un niño hablando gallego. Algo incategorizable, vamos. Mientras ellos se comediaban, es un decir, mira tú que unos jovenzuelos se hacían con el espacio público. Tras la victoria pepera, el camino estaba abonado para que los viejos tertulianos completasen su transformación y se vistiesen con los insólitos ropajes de la oveja carnívora. En pocas palabras: después de envenenar (de haberlo intentado) el ambiente durante años, ahora soltaban balidos de estupefacción preguntándose con una hipocresía absoluta de dónde salía tanto ooddioooo.
Claro que lo que la extrema derecha suele ser calificar como odio es algo que habitualmente se llama dignidad.
Cuando el 15-M al fin cristalizó en un movimiento político, la antigua falange mediática contra el poder socialista abandonó la lana y volvió a las viejas maneras de golpear primero y preguntar después. Gozosa descubrió que de nuevo había un enemigo definido y que era incluso más radical y peligroso que el funesto zapaterismo.
Pero, ay, qué triste espectáculo no ser consciente de la propia edad. Porque ya nada era lo mismo. Se había producido una metamorfosis espectacular. Las tertulias ya no se recluían en misérrimas guetos de la TDT, sino que habían llegado a las cadenas generalistas. Más aún, ocupaban los horarios infantiles, el momento del aperitivo, la sobremesa, las horas plácidas de la tarde. Y lo que era más grave: los moderadores y la mitad de los tertulianos no estaban aparentemente en las tesis del franquismo sociológico (aunque tal vez sí compartían cierta afectividad fraguiana, teleclubista: la Movida fue el necesario barniz lamarckiano en un mundo que mutaba hacia un neomalthusianismo thatcheriano. Y respetamos mucho a Lamarck, pero no es seguro que la epigenética se pueda aplicar en este caso).
Era inevitable, pues, que cuando los viejos tertulianos de la facción ultra llegaron a los nuevos platós se viesen desbordados. Los pobres se limitaron a repetir lo que habían hecho una y mil veces en el pasado. Pero su incredulidad fue mayúscula al comprobar que los presentadores no les reían todas las gracietas o que la otra parte de la mesa les refutaba. ¡Y lo hacía sin chillar (en exceso)! Pasó lo que tenía pasar: soltando las barrabasadas a las que estaban acostumbrados, le estaban haciendo la campaña al nuevo partido de los indignados: Podemos.
Las conclusiones que se pueden extraer de este sucinto repaso en primera persona a la historia reciente de los programas de debate político en España son jugosas. En primer lugar, las primeras experiencias que tuvieron lugar en pequeñas cadenas de la TDT, en las que tertulianos sin abuela competían por ver quién la decía más gorda de cualquier persona que no votase al PP, al cabo resultaron un banco de pruebas del que se beneficiaron, paradójicamente, los nuevos partidos de izquierda.
En paralelo, se asistió a un fenómeno social digno de estudio y del que hasta ahora nada se ha hablado. Las masas que durante los años locos de la primera década del milenio arrasaban las calles de cualquier ciudad española durante las noches del fin de semana reclamando fiesta, ocuparon las plazas a partir de 2010 con el mismo frenesí reclamando revolución. Tal vez no eran los mismos, tal vez eran los hermanos pequeños, los primos, los hijos, los amigos. De lo que no hay duda es que, tengan o no tengan influencia en el voto de las personas la opinión de las decenas de tertulianos que salen en televisión, la gente en España se echa a las calles ya sea para disfrutar de su tiempo libre o para hacer política. Interesante fenómeno que podría hacernos evocar o descubrir un punto de fuga luminoso, griego, en la sociedad española, si no fuera porque muestra en todos los casos una naturaleza febril y espasmódica que, lejos de ser clásica, parece muy moderna.