La Plaza Mayor de Madrid es una mentira: la mitad de la fachada de sus inmuebles interiores se encuentra cubierta por un cartón gigante, un dibujo que representa los balcones y ventanas y el estuco rojo oculto debajo. Lleva así desde hace mucho, así que debe tratarse de una reforma o el resultado de su venta a un particular celoso de andar exhibiendo su parcela de Plaza Mayor así, de gratis. Nunca se sabe.
El otro día, me cuenta la tele, unos aficionados a gente que arremete sin piedad contra trozos de poliuretano esférico se lo pasaron pipa con las mendigas habituales de la Plaza Mayor, lo que tuvo como consecuencia una oleada de ceños fruncidos, reprobaciones, metáforas sobre bárbaros septentrionales y cosechas de dedos índices apuntando bien alto desde cantidad de púlpitos, la mayoría digitales. Como nunca me entero de nada y lo poco que llega a mis oídos viene envuelto en un papel de regalo mucho más grueso y caro que lo que suele contener, seguí pegando la oreja a opiniones, comentarios y valoraciones ajenas, a ver si sacaba en claro algo de todo aquello. Error.
¿Se trataban de refugiados? Extraño. En las imágenes de los informativos me pareció ver a las mismas señoras que derriten las comisuras labiales a turistas y nativos en las terracitas, cuando se acercan con su vaso del Starbucks bien prieto y siseando una petición a medio camino entre el esperanto de la mendicidad y la a veces efectiva maldición ancestral de la culpa cristiana. Ya saben que dar limosna es un asunto tan antiguo como el garrotazo, recogido y analizado en todas sus formas en libros sagrados y, mucho más interesante, en sesudos y nada reconfortantes ensayos, como Los pobres, de William T. Vollmann. Muy recomendable.
Entonces, para aclararme, ¿eran las mendigas de las que gatos, no gatos, migrantes con pastuqui y yo mismo recelamos agarrando la mochila y el bolso cuando se acercan, agradeciendo con un leve asentimiento al camarero cuando las espanta con la gracilidad de una cola de bovino o, por el contrario, se trataba de los mismos refugiados que Europa está ahogando en barro, fiebre y desconsuelo en la frontera greco-macedonia? Todo apuntaba a que en realidad se trataba de los primeros. La diferencia es importante, al menos en la medida en que uno quiera tirar los dados en ese juego tan perverso que es vestir ideas prefabricadas con hechos de segunda mano.
Continué pegando la oreja y seguí sin oír una sola distinción sobre aquellos mendigos. No me malinterpreten: no es que valgan menos, no es que necesiten menos, su afrenta y el atentado contra su dignidad personal no es ni remotamente inferior en caso de haberse tratado de un padre de familia sirio con dos hijos. El chirrío oxidado aquí procedía de una falacia bastante simple y ramplona, lanzada a modo de titular y opinión, directa o sutilmente expresada: una panda de energúmenos aficionados del PSV vejan y humillan a un grupo de mendigos, refugiados que tratan de abrirse paso en Europa.
Hum. Algo no cuadra.
¿Realmente ser refugiado equivale a terminar mendigando por las calles de Europa? ¿Realmente, antes de la crisis migratoria, nos hemos parado a observar y conocer de dónde procede toda esa gente que, a modo de resorte conductista y cuando la opinión tuiteriana no anda ojo avizor, nos pone a la defensiva en calles, plazas y estaciones de metro? ¿Realmente estamos comprendiendo que una buena, enorme parte de las familias perdidas en mitad del Mediterráneo no vienen al continente con el mayor y más extenso currículum histórico de refugiados a pedir por bares, avenidas y autobuses? ¿Que tienen aspiraciones, educación y anhelos tan elevados como para compartir sus mismas ganas de ser ingeniero, cirujano, director de la enésima obra de teatro indie-sufrida o propietario de una terracita donde los clientes se sientan seguros y ajenos al dilema social de no saber si le están pidiendo una miserable ayuda en forma de euro o lo están distrayendo para birlarle el Samsung de última generación? ¿Hasta qué punto no resulta paternalista, injusto e igualmente humillante la presunción de que todas esas personas no buscan algo más, no están preparadas para algo más? ¿En qué medida haber asociado tan alegremente a los ya tristemente asimilados mendigos de nuestras calles (y la actitud habitual que solemos mantener con respecto a ellos) con los refugiados agolpados en las verjas europeas no deriva, a fin de cuentas, en un acto igual de rastrero y reprobable?
Desgraciadamente, incluso en la condena de un hecho indudablemente miserable como el que cometieron aquellos aficionados del PSV flaqueamos, reflota nuestro chapapote moral. Porque, aun en el caso de tener la suficiente cabeza fría como para saber a quiénes estaban humillando, no se confundan: aun riéndose, chocando palmas con el rubicundo holandés, haciendo de la mendicidad una carrera profesional, arrastrándose por un billete chamuscado y levantándose ufanas como el ganador del Premio Nadal, esas señoras, las que a veces tememos, de las que la mayor parte del tiempo recelamos, esos caballeros que dormitan y se lían a voces bajo el puente de Plaza de España, todos ellos necesitan más ayuda y menos piedad ocasional.
Aviso para cínicos ilustrados: están en los cierto, algunos la rechazarán, otros le sacarán partido, otros no sabrán que hacer y volverán a su esquina. Después de todo, la ayuda no sirve de nada si no te enseñan qué hacer con ella.
Y eso sí que merece aplicarse a cada cual. Sin distinciones. Sin matices.