Hubo una época en que me creí libre. Llegué a pensar, de esa forma absurda e inocente que a veces se filtra por los poros de mi piel, que esa libertad iría en aumento con el tiempo. Como en tantas otras ocasiones, me equivocaba. Si fui libre, lo fui cuando aún no tenía conciencia para saberlo. A partir de ahí, la libertad se volvió algo escurridizo, con la misma apariencia real que una escena de ciencia ficción. Abstracto y utópico como todas esas cosas bonitas que creía se harían realidad cuando fuera mayor. Ilusiones que se desvanecen con la facilidad con la que lo hace la bruma matinal en los días húmedos.
Pienso en Flubber. Esa gelatina con apariencia suelta pero encorsetada por su propia composición. Recuerdo la plastilina con la que jugaba a construir cosas y muñecos cuando era niña. Cosas y bichos de goma blanda que en mi cerebro tenían vida propia. Como en Toy Story pero con mi batuta dirigiendo la historia. Seres inanimados a los que consideraba vivos.
Hoy miro el mundo, hoy miro Europa, hoy miro España y pienso en Flubber, aunque las cosas han dado un giro de 180 grados con respecto a mis juegos infantiles. Son propiedad de otros los crueles látigos que dirigen historias reales. Hoy, unos pocos (ya adultos) juegan con seres vivos a los que consideran inanimados, a los que han convertido en números y porcentajes. Seres que de tanto olvidar que tienen vida propia se han convertido en una masa viscosa, moldeable y acrítica. Vidas que no son más que juguetes rotos de otras vidas, más poderosas.
Hoy veo cómo los juguetes inanimados de los niños ricos tienen más derechos que las personas que construyen el mundo, que no son más que una masa sin conciencia. Un moco verde y viscoso sin otra meta que la marcada por el guion que le ha sido escrito. Un burdo entretenimiento representado por títeres de carne y hueso, un espectáculo cutre, gelatinoso y pobre para que aquellos pocos que controlan la riqueza pasen el rato. Flubber ha decidido adaptarse, sin cuestionar. Ha decidido abonarse a la telebasura y cerrar los ojos hasta que la bomba estalle frente a su puerta. No importa que llueva fuego, mientras no sea dentro de su guarida.
Creí que las palabras hermosas podrían cambiar el mundo. Descubrí que las palabras solo pueden cambiar conciencias y que serán estas las que modifiquen el orden establecido. Comprendí que Flubber no tiene conciencia. Movido por el populismo y la demagogia, que lo dirigen hacia su inevitable condena, ha perdido cualquier atisbo de humanidad. Ya no llora, no vaya a ser que la humedad de las lágrimas incomode su habitual sequedad. Ya no grita, no sea que el aullido desesperado atraiga a esas hienas hambrientas, dispuestas a castigar sin juicio justo. Ya no lucha, no vaya a ser que se quede solo en la trinchera. Ya no escucha, ya no espera, ya no vive.